Gran parte del tiempo de las reuniones familiares propias de estas fiestas gira alrededor de la mesa y de las comidas especialmente preparadas para estos eventos.

Nos reunimos para la cena de Nochebuena, la comida de Navidad, para celebrar el año nuevo, la merienda de Reyes, etc. Estos momentos son vividos con especial ansiedad por las personas que se relacionan de forma problemática con la comida.

Además, si en su origen, estos desórdenes están conectados con el tipo de relaciones familiares vividas en la infancia, la tensión alrededor de la mesa y la comida que experimentan estos individuos se multiplica exponencialmente.

Cuando comer es un trámite

El estrés de nuestra sociedad se ve reflejado claramente en la forma que tenemos de ingerir nuestros alimentos.

Se come rápido y mal, limitándonos, en muchas ocasiones, a engullir un menú de comida rápida en menos de veinte minutos para, de esta forma, poder volver cuanto antes al trabajo.

Hoy en día, en el que la multifuncionalidad se fomenta socialmente, muchas personas no tienen tiempo para detenerse a disfrutar de los colores, olores, sabores, gusto y texturas de los alimentos.

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Para una gran mayoría, el sentir es que el tiempo que dedican a comer es un tiempo perdido que ha de ser completado, para no tener la sensación de que lo han desaprovechado, con otras actividades.

Así pues, con frecuencia, en muchos hogares y restaurantes, podemos observar a hombres, mujeres y niños que comen mecánicamente mientras su atención está completamente centrada en su smartphone o en su tablet.

La cultura de la distracción, cada vez nos resulta más difícil centrarnos en una sola tarea, y de la rapidez, nos impide disfrutar de la comida como antaño y éste, que no es un cambio inocuo de costumbres, puede acarrear, incluso, problemas emocionales y físicos.

El tiempo de masticación y salivación resulta fundamental para poder realizar una digestión sana. Comer rápido, nos empuja a saltarnos este paso tan necesario y, a la larga, nuestro sistema digestivo puede verse afectado por este engullir los alimentos sin dedicarles el tiempo suficiente.

También, esta extrema rapidez, nos impide disfrutar de la comida, concentrarnos en su riqueza y recibir los beneficios nutritivos, emocionales y sensitivos que nos aportan unos alimentos saludables ingeridos de forma consciente.

En su infancia, muchas personas no realizaron un aprendizaje sano y paciente alrededor de la alimentación. A muy temprana edad, aprendieron a comer con prisa y, ya de adultos, le dedican muy poco tiempo a sus comidas.

Estos individuos llegan, incluso, a enorgullecerse de lo rápido que pueden comer y a burlarse de aquellos que tardan más tiempo en finalizar sus platos.

Cómo aprendemos a devorar

Margarita, por recomendación de su médico de cabecera, acudió a mi consulta. La joven, sufría problemas estomacales, para los que ya se estaba tratando, pero el doctor le había aconsejado que bajara su nivel de estrés, puesto que este, le estaba agravando su problema.

Ciertamente, Margarita era una mujer estresada por su trabajo que reconocía que, más que comer, devoraba los alimentos sin prestarles la menor atención.

En terapia, comenzamos a trabajar para que, dejando a un lado otros distractores, pudiera focalizarse en la comida, pero, a la joven le costaba mucho trabajo centrarse, siempre tendía a acelerarse.

En una de las sesiones, Margarita recordó una escena de su infancia, habitual a la hora de todas las comidas.

En su familia, ella era la menor de cinco hermanos, llegada la hora del almuerzo o la cena, la costumbre era que, una vez estuvieran todos sentados, su madre colocara en el centro de la mesa una bandeja, una fuente o, directamente, una olla con toda la comida, para que cada uno se sirviera su propia ración.

Una vez depositada la olla o la bandeja, los hermanos mayores de Margarita se abalanzaban a servirse y ella tenía que buscarse un hueco para poder alcanzar algo de comida. Además, cuando alguno de ellos terminaba su parte, volvía a llenarse el plato y, así, una y otra vez, hasta que el recipiente quedaba vacío.

Como podéis imaginar, la pequeña Margarita aprendió que, si quería satisfacer toda su hambre, debía darse prisa para no ser la última en terminar y estar a tiempo de poder servirse una nueva ración.

Día a día, durante toda su infancia, el momento de la comida o la cena, se convertía para Margarita en una situación de estrés máximo en la que, quien más rápido comía, podía repetir y colmar su hambre.

Reaprender a comer sin prisas

Coincidiendo con su terapia, Margarita se percató de que su hijo pequeño, que tenía 5 años entonces, comía de forma tranquila y sosegada.

Él no había aprendido a comer con estrés y no tenía a ningún hermano con el que tuviera que competir por la comida. Margarita le observaba asombrada y deseaba poder disfrutar de los alimentos como lo hacía su hijo, saboreándolos de forma serena y placentera.

El modelo de su hijo, le hizo comprender a la joven que ya no era necesario comer con prisa.

Margarita, pudo dejar atrás su patrón de estrés cuando asimiló la idea de que en el presente, mujer adulta e independiente, no tenía que luchar ni acelerarse para poder comer.

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Observando a su hijo, comenzó a prestar más atención a la comida, a los colores, las texturas, a los sabores y olores. Por primera vez en su vida, me comentaba en consulta, estaba disfrutando de lo que comía: "ya no lleno mi estómago sin más, sino que soy consciente de que me estoy alimentando", decía.

Este espíritu sosegado es el que tenemos que traer a nuestra vida y a nuestra relación con la comida.

Detengámonos a disfrutar de cada una de nuestras acciones y movimientos, observando cada alimento, sus particularidades, sus detalles y dejando a un lado las distracciones.