Nos miramos al espejo y ¿qué vemos? Los ojos del niño que hemos sido, con nuestras ilusiones, fantasías y anhelos. Han pasado muchos años durante los cuales hemos hecho grandes esfuerzos para dejar de lado esos sueños infantiles, porque necesitábamos sobrevivir al desencanto, al desamor y en algunos casos a la soledad que, lamentablemente, acompaña con frecuencia las infancias.

Hemos adornado los recuerdos infantiles con sus mejores escenas para acunarnos un poco: alguna fiesta de cumpleaños, una celebración familiar o imágenes de travesuras compartidas con amigos del barrio que por azar no terminaron tan mal.

Preferimos acomodar la niñez en un cuadro de añoranzas felices, reservándonos el derecho a creer que, alguna vez, la vida nos ha resultado fácil.

Revisar el discurso materno

Para crecer sin demasiado sufrimiento, hemos organizado nuestras creencias en un sistema más o menos confortable, aunque ese conjunto de ideas no tengan contacto con la realidad que nos ha tocado vivir. Una parte de lo que nos resulta arduo recordar pertenece a los esfuerzos que hemos hecho para responder a las expectativas –positivas o negativas– de nuestra madre.

El universo materno y las palabras que ella ha dicho hasta el hartazgo cuando fuimos niños –y que no teníamos más remedio que escuchar y tomar como verdad absoluta porque formaban parte de su vivencia interior– han resonado en nosotros y se han convertido en el espejo a través del cual observamos el entorno y a nosotros mismos.

¿Qué vemos en ese espejo? Vemos todo lo que mamá pretendió de nosotros. Vemos en lo que nos hemos convertido para complacerla. Tal vez podamos trazar un hilo invisible fabricado con retazos de amargura, preocupaciones desmedidas, exigencias, responsabilidades o incluso enfermedades físicas que nos han acompañado, y que incluso hoy forman parte de nuestras actividades cotidianas. Nos hemos convertido en adultos con poco entrenamiento para la libertad.

Las palabras de nuestra madre cuando fuimos niños se han convertido en el espejo a través del cual nos observamos.

¿Por qué hablamos de libertad? Porque los individuos tenemos el derecho de descubrir nuestros mejores atributos para ponerlos en práctica a favor de toda la humanidad. Incluso y sobre todo si mamá o papá o algún maestro nos ha dicho que no servimos, que no somos aptos, que nunca ganaríamos dinero con aquello o que no tiene valor o lo que sea que hayamos necesitado creer.

Ese es el sentido de retomar –durante la madurez– la libertad como un recurso indispensable para entrar en contacto con quienes hemos sido y seguimos siendo en un nivel interno y poco visible aun para nosotros.

Aquí estamos hoy observándonos. Es el momento perfecto para evaluar si eso que nos han dicho, y que hemos creído cuando fuimos niños, todavía es válido.

Deshazte de tus creencias limitadoras

El mayor desafío es el peso de las creencias. Si siempre nos ha encantado la música, pero nos han dicho y hemos creído que no somos aptos para tocar un instrumento o que con la música nos hubiéramos muerto de hambre o lo que sea, es evidente que el problema no somos nosotros ni la música.

Los únicos inconvenientes son las creencias que con el paso del tiempo han calado hondo en la totalidad de nuestro ser.

Lo mismo sucede si nos creemos poco atractivos o poco inteligentes, si creemos que las cosas solo se consiguen con esfuerzo y sacrificio, o si creemos que la felicidad no es para nosotros. Sea lo que sea, se trata de creencias. Creencias que han sido dichas desde que éramos pequeños y han entrado en nuestras mentes y nuestros corazones como si fueran la única verdad revelada.

Pero resulta que no. Hay tantas verdades como puntos de vista y tantas experiencias y posibilidades como las que nos atrevamos a transitar.

¿Qué podemos hacer?

  • En primer lugar, registrar el nivel de encarcelamiento en el que nosotros mismos nos encerramos para atenernos a creencias que en muchos casos tienen poco arraigo con nuestra realidad.Observemos la distancia existente entre eso que pensamos y eso que nos sucede...
  • Después podríamos otorgarnos momentos de silencio, de introspección y meditación, colocando en un ámbito visible algún deseo raro, diferente, anhelado o prohibido.
  • Luego estemos atentos a ver qué pasa. En principio, ¡no sucederá nada! Simplemente sabremos que existen deseos, atributos o necesidades que podemos desplegar sin grandes obstáculos.

Siguiendo el ejemplo de la música: no solo podríamos otorgarnos el permiso de escuchar más a menudo la música que nos gusta, sino que a cualquier edad y en cualquier circunstancia podemos aprender un instrumento, o ir a cantar a un coro o participar en un taller de investigación musical.

No importa qué ni cómo ni dónde. Importa que nos otorguemos la libertad de ser nosotros mismos con nuestros atributos y capacidades, que nos han sido dados como regalos del cielo y que no atienden a razones ni modas ni valoraciones positivas o negativas.

Nada de lo que somos está bien ni mal. No hay nada que no podamos recuperar –sin importar nuestra edad ni nuestra trayectoria de vida– sobre todo si, en algún lugar de nuestro ser esencial, nos pertenecen. Simplemente las habíamos olvidado.

¿Cómo recuperar tus ilusiones y anhelos?

Otra manera eficaz para recuperar esas porciones de nosotros mismos que han quedado en el olvido a fuerza de creencias obsoletas es recordar deseos relegados de nuestra niñez.

¿Qué decíamos que íbamos a querer ser cuando creciéramos? ¿Lo sabemos? Entonces es hora de tomar en serio esas ilusiones con la misma honestidad con la que las asumíamos cuando éramos niños.

¿Queríamos ser astronautas? Muy bien: observemos si aún nos interesa la astronomía y vayamos por ello. ¿Queríamos ser maestras de niños? Entonces pensemos si la cercanía hacia los niños aún nos entusiasma y si una porción de nuestras vidas está en sintonía con ellos.

Es hora de tomar en serio esas ilusiones con la misma honestidad con la que las asumíamos cuando éramos niños.

¿Imaginábamos que íbamos a ser escritores y que íbamos a ganar el Premio Nobel de literatura? Pues qué maravilla. Veamos si le hemos dedicado tiempo a la lectura y a la escritura, y si no fuera el caso, busquemos de qué manera podemos ampliar los momentos dedicados a las bellas palabras.

¿Pensábamos que íbamos a ser médicos y que íbamos a salvar a la gente de terribles epidemias? Bueno, significa que la humanidad nos importa. Pensemos qué estamos haciendo hoy a favor de todos. O cuánto podemos estudiar hoy sobre alimentación o vida saludable y cómo sería factible ayudarnos a nosotros mismos y a nuestro entorno para llevar una vida más sana.

¿Fantaseábamos con que íbamos a viajar por todo el mundo? Qué belleza... ¿lo llevamos a cabo? ¿Aún nos entusiasman los viajes? ¿Organizamos nuestra vida para viajar? ¿Hemos aprendido otras lenguas? ¿Iniciaríamos ahora el estudio de otras lenguas o de otras culturas? ¿Hay algo que verdaderamente nos lo impida?

Tus límites son prestados

Quiero decir que casi todos los obstáculos que nos autoimponemos tienen que ver más con las falsas creencias que con las dificultades reales. Es comprensible que hayamos tenido la imperiosa necesidad de creer en las opiniones y sobre todo en los miedos de los mayores cuando fuimos niños. Pero eso ya pasó.

Ahora somos adultos y nos corresponde discriminar las creencias prestadas y cargadas de miedos del contacto con el abanico de posibilidades que se nos abre hoy.

El mundo está ansioso por ver cómo nos desplegamos. El único impedimento es el temor a encontrarnos con nuestro ser esencial.

Sin embargo, no tenemos opciones: si no recorremos el camino que nos pertenece con la mayor conciencia posible, el destino lo hará en nuestro lugar, pero con dolor y sufrimiento.

No perdamos más tiempo: es hora de reconocer dónde nos hemos perdido y qué habilidades la humanidad está esperando que desarrollemos, para nutrirse y beneficiarse con nuestra maravillosa presencia.