Según avanza la desescalada y los nuevos rebrotes de la enfermedad de la COVID-19, peligrosos por sí mismos, no han dejado de aparecer nuevos agoreros de desgracias: tertulianos y hasta expertos nos advierten ya no solo de catástrofes sanitarias y económicas, sino también de similares hecatombes psicológicas y psiquiátricas.

Tal tipo de asertos parecen probables y de sentido común, pero también son enormemente discutibles. Además, dejarnos llevar por este discurso no fundamentado, basado exclusivamente en el miedo, puede hacer que en el futuro se medicalicen situaciones que no requieren tratamiento farmacológico y, ni tan siquiera, psiquiátrico.

¿Qué consecuencias psicológicas de la pandemia podemos esperar?

Los grandes titulares que auguran tragedias psicológicas colaboran, tal vez inadvertidamente, a engrosar el “shock del miedo”, dedicado a paralizar todo intento innovador de salir de la crisis.

Sin embargo, la investigación científica sobre el impacto en la salud mental de las epidemias es hoy muy escasa; y más escasa aún es la investigación acerca de los resultados de la combinación de una pandemia con un aislamiento social generalizado y en sociedades tecnológicamente desarrolladas y con hábitos de relaciones físicas y sociales masivos.

Es imposible predecir qué ocurrirá. Por eso hemos de ser precavidos ante discursos y actuaciones que proponen en consecuencia grandes actuaciones profesionalizadoras.

Desde luego, hay que tener claro que este tipo de crisis, y otras de base no biológica, van a seguirse dando en nuestras sociedades. Entre otros motivos, por el estrechamiento de los nichos ecológicos de nuestra especie y los que estamos imponiendo a otras especies.

La propia evolución de la pandemia ha puesto en primer plano un grave peligro social y cultural: el de intentar calmar la enorme incertidumbre que a todos nos ha provocado con seudoseguridades, seudoconocimientos y seudoteorías.

¿Cómo han vivido la crisis del coronavirus quienes tenían trastornos psicológicos previos?

A pesar de los malos augurios, la realidad ha sido que los pacientes con trastornos psicológicos más graves no han respondido tan mal como se predecía.

Los pacientes con psicosis, así como muchas personas con discapacidades cognitivas, en muchos casos, han respondido asombrosamente bien, al menos hasta que el confinamiento se ha prolongado demasiado… Sobre todo, si tenían puntos de referencia personales claros.

Ha habido un buena respuesta social: no han respondido tan mal los colectivos y equipos de algunas residencias de ancianos y de algunos centros de rehabilitación psicosocial, ni muchos usuarios y algunos centros de servicios sociales, ni algunas de las redes ya constituidas para atender a la salud mental de barrios concretos con la ayuda de la interrelación entre equipos sanitarios, equipos de salud mental, equipos de servicios sociales…

La comunidad solidaria ha ayudado: sus núcleos vivenciales naturales, sus organizaciones de base, sus organizaciones de voluntariado, muchas ONG y diversos activistas culturales, con y sin plataformas tales como museos (del Prado, Thyssen y otros muchos), diversas bibliotecas, librerías y editoriales, orquestas, grupos y bandas musicales nacionales e internacionales.

El riesgo de sobremedicalizar las consecuencias del COVID-19

Desde luego, ni a nivel biológico-médico, ni a nivel social o psicológico, esta pandemia ha sido “socialmente igualitaria” (y tal vez menos que las anteriores): numerosos datos prueban que ha afectado más a los grupos empobrecidos (social y emocionalmente) de nuestras sociedades y al precariado de todos los países. Hablamos de morbilidad y mortalidad, pero también a nivel emocional y socioeconómico.

Ahora bien: “alteración emocional” no equivale a “trastorno mental” y ni una ni otro han de conllevar forzosamente tratamiento psiquiátrico generalizado (y menos, las alteraciones emocionales). Las medidas farmacológicas no son la solución.

Ya en la crisis político-económica posterior al año 2008 se había observado el escaso valor social de los tratamientos farmacológicos para las manifestaciones psicosociales de la misma.

Ante esta evidencia, después de 2008 el gobierno británico lanzó el amplio programa IATP (Improving Access To Psychological Therapies) para la formación de miles de psicoterapeutas en el National Health Service. Al menos ha sido un programa menos medicalizador que otros anteriores, que ha dado ciertos resultados, que ha mejorado la formación de un importante número de profesionales y que ha contribuido a la disminución del paro entre ellos.

Desde nuestro punto de vista y el de prestigiosos grupos nacionales e internacionales, ente ellos los editores de Lancet y la Asociación Española de Neuropsiquiatría, no hemos de confiar en que medidas de profesionalización masiva de la población, y menos aún, medidas psiquiátrico-farmacológicas, sean las que hay que aplicar para el bienestar emocional de la población durante una crisis social y psicosocial.

¿Cómo prevenir e intervenir ante las alteraciones emocionales y los trastornos mentales tras el coronavirus?

La prioridad deben ser las medidas sociales, psicosociales y comunitarias orientadas desde una perspectiva de la salud mental que pueda potenciar sus posibilidades de autogestión en vez de pasivizarlas. Algo que, por cierto, ya se había descubierto en salud pública y epidemiología: las medidas más eficaces y eficientes son las que se apoyan en mejoras socioeconómicas y sociosanitarias (alcantarillado, higiene alimentaria, cuidados ambientales…).

Las medidas psiquiátricas y psicológicas no son las fundamentales para proteger la salud mental de los más vulnerables tras una crisis

Habrá, y ya hay, partidarios de medicalizar masivamente a la población, primero diagnosticándola de supuestos trastornos mentales y luego, administrándole psicofármacos y sometiéndole a terapias profesionales “al por mayor”.

Otros, por el contrario, pensamos que esa ayuda profesional será necesaria para una parte de esa población, desde luego, y que nuestro trabajo es que exista una organización de los cuidados suficientemente equitativa, es decir, pública, para que quienes estén atravesando por una crisis emocional o tengan un trastorno mental reciban cuidados de una mínima calidad.

Pero no podemos ni debemos soñar con tratar cada persona o familia en paro (que, por ello, se deprime), ni cada duelo complicado o patológico tras las muertes, ni la sobrecarga emocional de cada profesional malpagado y mal asistido que ha tenido que soportar estar en primera línea ante muertes y duelos, ni cada rebrote de “fobias” a la enfermedad y al contacto social relanzado por la COVID-19.

Tampoco debemos soñar tratar a los miles de profesores ahora presionados para relanzar sus actividades pedagógicas en instituciones que ya antes de la crisis estaban obsoletas, sin espacios adecuados, masificadas de alumnos, sin patios de deportes, sin apoyo de las TIC, sin presupuestos ni profesorado adecuado en cantidad…

Todas esas carencias y conflictos, que desde luego implicarán turbulencia emocional y relacional, no podemos tratarlos con psiquiatría, medidas psiquiátricas y tratamientos psiquiátricos.

Como debe hacerse en cada crisis, estos tratamientos hay que reservarlos para los casos más graves o más crónicos. Especialmente, porque no está claro que esos tratamientos masivos (y menos, los exclusivamente farmacológicos) tengan buenos resultados, ni a nivel individual, ni a nivel familiar, ni a nivel poblacional.

Menos biomedicina y más salud comunitaria

Hay que apostar por la organización social. En los años venideros nos enfrentaremos, en estos temas de salud mental, a una nueva versión del conflicto neoliberal básico: entre un nuevo “sálvese quien pueda” y la organización social orientada a los cuidados, la solidaridad y la reparación.

Pero, al mismo tiempo, los medios sociales de atención a los grupos y personas vulnerables deben mejorar profundamente, y no solo con medidas tomadas desde la administración y el Estado, sino también apoyando medidas y sistemas autogestionados.

Eso significa desarrollar las redes sanitarias más próximas a la población, comenzando por la atención primaria de salud:

  • Significa desarrollar un trabajo conjunto entre los equipos de salud mental, los sanitarios, los pedagógicos y los de servicios sociales (incluso trabajando en los mismos centros o equipamientos).
  • Significa desarrollar modelos de cuidados mucho más cercanos a los domicilios de los pacientes o usuarios, invirtiendo la masiva institucionalización a la cual han estado sometidos durante siglos los pacientes mentales y hoy están los ancianos.
  • Significa desarrollar sistemas de cuidados y equipos más cercanos a los núcleos vivenciales naturales de la población y, por lo tanto, los cuidados telemáticos y presenciales, cuando éstos sean posibles.

Lo que aprendimos en la anterior crisis: necesitamos una estrategia global

Según una investigación publicada en la revista British Journal of Psychiatry, más de 10.000 personas en EE. UU. y Europa se quitaron la vida entre 2008 y 2010 debido a la crisis económica y sus secuelas sociopsicológicas. ¡En dos años!

Es un tema clave para pensar con realismo las aproximaciones integrales al problema: las medidas preventivas más potentes no son patrimonio de los profesionales en salud mental. Muy a menudo radican en una adecuada gestión de los recursos sociales para proteger a esas poblaciones de los efectos socioeconómicos (y, con ellos, los efectos psicosociales) de la crisis.

Se requieren medidas técnicas, políticas y profesionales que se alineen en el camino del humanismo radical y del ecologismo radical que hoy necesitamos: entender la humanidad como un todo en el que todo puede difundirse, para bien y para mal, y entender que lo que no hagamos hoy para cuidar el planeta y nuestro medio humano ha de volverse y se está volviendo contra nosotros.

¿Quiénes tienen mayor vulnerabilidad psicológica en la crisis del COVID-19?

En las grandes crisis sanitarias y sociales, los trastornos psiquiátricos que suelen predecirse son los trastornos por ansiedad excesiva, la depresión y los intentos de suicidio, los duelos patológicos, el TEPT (Trastorno por Estrés Postraumático), los abusos de sustancias y adicciones (en particular, al alcohol y psicofármacos) y los trastornos “psicosomáticos”, somatomorfos e hipocondriacos…

Pero estos trastornos tienden a manifestarse en los grupos más vulnerables, que suelen ser:

  • Niños, adolescentes, mujeres (más que hombres) y ancianos.
  • La población inmigrante, los residentes ilegales y los grupos minoritarios.
  • Personas institucionalizadas en residencias, hospitales, centros de custodia, prisiones…
  • Personas discapacitadas, pacientes psiquiátricos de larga evolución y con trastornos mentales anteriores.
  • Sujetos con enfermedades crónicas.
  • Personas en riesgo de pobreza, con empleo precario, con pymes en crisis, condiciones de vida desfavorables o marginación social.
  • Personas que viven sin condiciones de higiene y/o habitabilidad.
  • Víctimas de la violencia en sus diferentes formas.
  • Miembros de los equipos sanitarios, institucionales y comunitarios de respuesta

Factores de riesgo psicológicos en la pandemia

Sobre todo, según los estudios ya realizados en China, estos grupos son más vulnerables si se sobreañaden otros factores de riesgo:

  • Autopercepción de mal estado de salud, presencia de síntomas físicos o temores exagerados a padecer la infección.
  • Dudas y preocupación por los familiares.
  • El tener dificultades con la información.
  • La frustración y el aburrimiento.
  • Los suministros insuficientes.
  • Las pérdidas económicas y/o laborales.
  • El estigma social de “recluido” y los sentimientos de privación de libertad.
  • La inexistencia o no utilización del factor protector del sentimiento de solidaridad y apoyo mutuo.

Ponte en su lugar

Intentemos imaginar qué ha significado durante la pandemia y el confinamiento...

  • Estar encerrada en casa con tu maltratador, y tal vez con tus hijos.
  • Estar encerrado en un centro de internamiento para extranjeros o en una cárcel.
  • Estar encerrado en una residencia de ancianos y ver desaparecer día a día a las cuidadoras o ver morir a tu lado a otros residentes.
  • Estar encerrado en un Centro Residencial para la Adolescencia y la Infancia y no recibir la visita de nadie, ni poder “respirar” con la familia de acogida temporal o con las salidas y visitas.
  • Estar encerrado en casa si eres una persona con una psicosis aguda o subaguda, o con un trastorno fóbico-evitativo, o con una depresión real.
  • No tener dónde estar encerrado por no disponer de un hogar.
  • Decidir “encerrarse” día tras día con personas que mueren asfixiándose, o con sedación terminal, en medio de graves penurias sanitarias, y teniendo que consolar a los familiares por su pérdida.
  • Conducir durante 12 o 18 horas un “cinco ejes” sin tan siquiera tener un lugar donde aliviar las necesidades más elementales porque poner servicios en las autovías y autopistas “encarecía su coste”.
  • Tener que autocontenerse una y otra vez el agente que intenta convencer a los ciudadanos para que cumplan las medidas de cuidados y autocuidados sociales.
  • Soportar una noche de lluvia y faena en el mar, a la intemperie, en un frágil cascarón junto con tres, cuatro o cinco compañeros.