La vida tiene grandes contradicciones. Entre ellas, una muy significativa y sorprendente es el hecho de que personas que creemos afortunadas y felices se consideren, en el fondo, desgraciadas; y a la inversa, otras que parecen no poseer ninguna fuente de alegría, experimentan una gran satisfacción vital.

Napoleón Bonaparte, prototipo de hombre que disponía de todo lo que uno materialmente puede desear –gloria, poder y riquezas–, confesó hacia el final de su vida no haber conocido jamás seis días de felicidad. Eso contrasta fuertemente con las palabras de Helen Keller autora y activista ciega y sordomuda en cuya autobiografía se basó la película El milagro de Ana Sullivan–, asegurando haber experimentado la belleza de la vida.

Una de las variables más significativas que podemos identificar en la base de esta contradicción es la preocupación.

Preocuparse perjudica seriamente la salud

En mi práctica terapéutica diaria percibo, de forma persistente e intensa, los efectos y las consecuencias de preocupaciones extremas de diversa índole. Esta constante hace patente que las preocupaciones son connaturales a la vida y que nadie está exento de experimentarlas en algún momento de su trayectoria vital.

Todos conocemos, por experiencia propia, los efectos paralizadores de la preocupación, que puede anular nuestra capacidad de concentración y la facultad de tomar decisiones. Pero aún hay más: las úlceras, la hipertensión, las afecciones cardiacas, la artritis, el asma, el hipotiroidismo e, incluso, las caries dentales pueden ser consecuencia directa de las emociones negativas sostenidas en el tiempo, del mismo modo que lo son la frustración, la ansiedad, el miedo, el odio, la amargura, la rebeldía o la desesperación.

En palabras de Alexis Carrel, premio nobel de Medicina, “quienes conservan la paz interior en medio del tumulto de la ciudad moderna son inmunes a las enfermedades nerviosas y orgánicas”.

Una vez, un hombre joven acudió a mi consulta preocupado por un sinfín de cosas: su escasa capacidad para aclarar sus ideas respecto a sus estudios –había cambiado dos veces de carrera–, la posibilidad de perder a su novia, de enfermar... Si algo mostraba este caso claramente era que cualquier dolor físico es preferible a la angustia sin límites de un espíritu atormentado. Apenas podía articular unas palabras seguidas, no controlaba sus pensamientos, sentía un pánico aterrador y lloraba constantemente.

Despreocúpate: 5 pasos para ponerte en marcha

Siendo tan devastadores los resultados y las secuelas de la preocupación, ¿cómo podemos bajar el nivel de tensión y reconvertir nuestra inquietud para ser capaces de comprender debidamente un problema y encontrar las vías óptimas de su resolución? ¿Cómo evitamos darle vueltas de forma enloquecida e ineficiente?

Esta secuencia puede ayudarte:

1. Concéntrate en el presente

¿Quiere esto decir que debemos borrar cualquier recuerdo del pasado o que no debemos planificar responsable e ilusionadamente nuestro futuro? En absoluto.

El pasado supone una inagotable mina de experiencia de la que extraer valiosas lecciones. Y las expectativas que nos genera pensar en el futuro otorgan sentido a nuestro pasado, al tiempo que orientan y regulan nuestras acciones y decisiones presentes.

Permitir, sin embargo, que la memoria del pasado o la mirada hacia el futuro deriven en sensaciones incontrolables (remordimiento, sentimiento de culpa, angustia o ansiedad) nos resta competencias y destrezas para focalizar nuestra atención en los problemas actuales.

Debemos apartar dos pensamientos: la melancolía de lo que pudo haber sido y no fue y la angustia acerca de lo que podría acontecernos en el futuro. Olvida lo primero; ningunea los temores que te genera la incertidumbre.

La meta de ese control emocional es buscar soluciones efectivas a los problemas. Así conseguirás liberar una energía que podrás invertir en la búsqueda de posibilidades constructivas a través del pensamiento sanador.

2. Piensa en el peor escenario

Preguntarnos qué es lo peor que nos podría suceder si no consiguiéramos resolverlo nos prepara mental y emocionalmente para mejorar esa situación, en caso de que acabara sucediendo. Consiste en asumir el problema y analizarlo constructivamente.

Aunque el sentido común nos diga que el peor escenario acrecentará nuestra ansiedad, mi práctica de todos estos años en terapia corrobora las afirmaciones de autores como Dale Carnegie, el padre de la auténtica autoayuda: asumir la peor de las posibilidades de forma bien orientada nos aporta paz de mente y corazón. En términos psicológicos, tal aceptación supone, pese al esfuerzo que requiere, una liberación de energía.

Cuando visualizamos y nos imaginamos en lo peor, ya no tenemos nada que perder. Eso nos va a permitir pensar y actuar con normalidad de nuevo.

Una paciente a quien acababan de detectar la enfermedad de Parkinson se sentía profundamente turbada por la idea de que ya no podría hacerse cargo de su trabajo ni de sus tareas en el hogar.

Para preparar su futuro inminente, partimos del momento en que ya no ejerciera su profesión ni se pudiera ocupar de los quehaceres de la casa.

Dos días después de esa sesión recibí un correo en el que me expresaba su alivio tras nuestra conversación: decía haber dormido unas horas seguidas la noche anterior, después de semanas de insomnio, y me anunciaba que en casa ya habían planificado la incorporación paulatina de su esposo y su hija adolescente a la intendencia del hogar. Además, había decidido consultar con un abogado para negociar mejor las condiciones laborales con su empresa y familiarizarse con el negocio de su marido para poder estar en activo el mayor tiempo posible.

Paradójicamente, esta visualización desbloqueará un potencial retenido en tu interior que te permitirá adivinar soluciones. Hasta ahora tu preocupación no te dejaba avanzar porque te paralizaba el miedo al curso de los acontecimientos.

3. Ordena lo sucedido

Piensa en todos los hechos, pondéralos y toma pequeñas decisiones al respecto.

A veces, tus primeras decisiones deben referirse más a ti mismo que a los hechos en cuestión: “Trataré de mantener la calma”, “Pensaré en positivo”, “Pase lo que pase será para bien”... Estos pensamientos te permitirán prepararte para el siguiente paso decisivo.

Nuestra alegría y paz interior no dependen tanto de dónde estamos, qué tenemos o quiénes somos, sino de nuestra actitud mental respecto a todo ello.

4. Ponte en marcha

Tras disminuir un poco los niveles de estrés, debemos tomar decisiones y actuar. Sorprendentemente, la parte que más nos cuesta no es tanto saber cómo proceder ante la adversidad, sino traducir en acción nuestras decisiones ya deliberadas.

Sin embargo, es la acción la que moldea nuestras actitudes. La mayoría de las personas se lo plantean al revés: esperan cambiar de actitud para, luego, actuar en consecuencia.

Muchas familias que acuden a mi consulta subestiman los efectos de las tareas que les planteo por entender que, al ser propuestas mías, son artificiales e incapaces de generar el cambio esperado. Los psicólogos sabemos que se equivocan, pues una acción constructiva genera el estímulo necesario para interiorizar un cambio de actitud, que, a su vez, incide de forma positiva en la acción.

El cambio de disposición en abstracto es poco frecuente. Las actitudes no mejoran sobre la base de la nada; las cambian las acciones que subyacen en el fondo. Por lo tanto, actúa con ilusión y te sentirás alegre.

5. Evalúa lo que has hecho

Valora tu acción y sus consecuencias. Identifica e incorpora a tu mente las lecciones que se esconden tras tus decisiones y actos para poder hacer uso de tus propios aprendizajes en próximas ocasiones.

En cuanto al joven que permanecía hundido en sus preocupaciones, se dio cuenta de que sus pensamientos tenían que trabajar para él y no en su contra y, por lo tanto, que la causa de su sufrimiento estaba en su interior. No importa cuál sea el problema, lo importante es la actitud mental con la que lo encaramos.