La vida cotidiana parece tomar decisiones por nosotros. Define las prioridades, los tiempos, las urgencias, las necesidades de nuestro entorno, las obligaciones, las enfermedades de unos y otros, los trámites burocráticos, las compras, los quehaceres domésticos, hasta incluso las actividades recreativas.

Una vida llena de compromisos nos lleva al límite

No está mal mantener la vida organizada. De hecho, hemos puesto empeño para lograr cierta previsibilidad y subsistir con la menor incertidumbre posible.

Pero a veces estamos al límite de nuestra capacidad física y emocional, y esto es especialmente real en el caso de las mujeres. Más aún si somos madres de niños pequeños. Logramos ese registro solo si nuestro cuerpo físico ya no responde o si la angustia se presenta, aunque nos esforcemos para suprimirla.

¿Por qué acontece algo así? Porque las horas del día no nos alcanzan para completar la enorme carga de compromisos asumidos, muchos de ellos invisibles.

Las personas de nuestro entorno consideran que tenemos una vida suficientemente feliz, a pesar de nuestras múltiples cargas. Nosotros mismos la juzgamos así. Y probablemente –comparada con otras vidas– la nuestra no esté tan mal.

Ahora bien, en algún momento –por cansancio, por acumulación de obligaciones, por superposición de tareas o porque los astros se han alineado– nos sentimos abrumados. Estresados. Supeditados a un agotamiento fenomenal. Con ganas de llorar. Y con muchísimos deseos de estar solos. Insisto en que en el caso de las mujeres, la sobrecarga de obligaciones suele multiplicarse.

Entonces aparece la confusión. ¿Pretender estar solos o solas cuando hay tanta gente que nos quiere? ¿Quejarnos de algo con la vida tan bonita que tenemos? ¿Escamotear momentos afectuosos con nuestra pareja o con nuestros hijos cuando trabajamos mucho y el tiempo disponible para la vida familiar es escaso? ¿Somos egoístas? ¿Estamos traicionando los valores con los que hemos sido educados?

Estas y tantas otras especulaciones se entrelazan entre pensamientos, deseos postergados y necesidades primarias que no terminamos de admitir.

Ha llegado el momento de dedicarnos tiempo

Aceptémoslo. Somos tan humanos como cualquier otra persona. Tenemos necesidades personales que tal vez no hemos admitido en el pasado y que ahora resurgen en forma de agobio o desinterés. Tenemos la certeza de que, alguna vez, nuestros deseos ocultos y necesidades personales pueden ubicarse en el centro de atención.

Cuando llegamos al colapso es cuando nos otorgamos el permiso para ocuparnos de nosotros mismos. En buena hora.

Precisamos un espacio para nosotros mismos. ¿Cómo gestionaríamos una coyuntura sin tiempo, sin bordes, sin propósitos y sin una forma definida? Como todas las actividades cotidianas, laborales, familiares o sociales, el tiempo para nosotros mismos también requiere un lugar específico en nuestra agenda. Si no logramos que figure en nuestro cuaderno personal, difícilmente podremos establecerlo y después respetarlo.

En esos casos, frustrados por no ser capaces de fijar un lapso de privacidad, culparemos a quienes nos demandan atención. Pero somos nosotros mismos quienes tenemos que visibilizar un deseo genuino.

Por lo tanto, he aquí el primer paso: definir un momento para nuestro uso personal. Los lunes por la mañana, los sábados al mediodía, los jueves y viernes entre la salida de la oficina y la supuesta llegada a casa. Cuando sea, mientras honremos esa oportunidad.

No necesitamos permiso para empezar a cuidarnos

No obstante, sí es fundamental que quienes nos rodean estén al tanto de nuestra nueva voluntad personal. La compartan o no, les guste o no, acabamos de tomar una decisión beneficiosa para nosotros mismos, por lo tanto, terminará siendo provechosa para todos.

Por ello, el segundo paso es informar a las personas de nuestro entorno: parejas, hijos, amigos o padres de nuestra decisión. Y les pediremos, no solo que nos respeten ese pequeño periodo dedicado a nosotros mismos, sino sobre todo que ellos se conviertan en guardianes de nuestras frágiles determinaciones.

Les pediremos que nos recuerden una y otra vez que no somos imprescindibles y que nuestro momento personal es tan sagrado como cualquier otra urgencia ordinaria.

¿Qué hacemos con ese tiempo solo para nosotros?

El tercer paso es el más complejo: decidir en qué invertir ese tiempo que “sobra”.

Es probable que no estemos habituados a contactar con nuestros deseos, enviados a la sombra desde que fuimos niños. Anhelos inalcanzables, sueños perdidos o intereses extravagantes. No importa la etiqueta con la que hemos logrado apartar esos antojos de nuestras vidas. Ahora es el momento justo para desenterrarlos y dejarlos volar.

Ese espacio propio podemos llenarlo con una actividad concreta, pero también con una aparente carencia de acciones.

  • Es decir, podemos apuntarnos finalmente a las clases de meditación que tanto nos han recomendado, recibir unos buenos masajes tántricos, participar en ceremonias con sonidos de cuencos tibetanos, vernos con amigos queridos, aprender a tejer, practicar inglés o caminar por la orilla del mar descalzos.
  • O bien estar en silencio, buscar un ámbito donde nadie nos moleste y descansar. Escribir. Escalar. Nadar. Cocinar. O lo que sea que hagamos o no hagamos sabiendo que es por puro placer personal y sin ningún propósito ni resultado.

Ahora bien, ¿ese espacio personal siempre tiene que ser en solitario? ¿Qué pasa si lo compartimos con alguien? Por supuesto, ese sitio puede ser lo que nosotros queramos que sea. A veces ese espacio personal es compartido con amigos, con compañeros de intereses, con nuestras parejas o con familiares.

Lo importante es tener la certeza de que ese ambiente nos corresponde. Que está ordenado en concordancia con nuestro bienestar y nuestra felicidad. Que nos sentimos dichosos y afortunados por la vida que estamos albergando. Y que entonces, todo cobra sentido. Es honrar el aquí y ahora, en un profundo agradecimiento a la vida.

Por qué nos cuesta tanto dedicarnos un espacio personal

Incluso siendo satisfactorios, es probable que esos instantes de contacto emocional con nosotros mismos nos toquen de un modo sutil heridas antiguas o sufrimientos del pasado de los cuales quizás no tengamos recuerdos conscientes. Sin embargo, esos pesares permanecen en nuestro espacio energético, vibrando e invocando el resurgimiento del dolor, sobre todo cuando aflojamos el ritmo, apaciguando el vértigo de la vida cotidiana y permitiendo cierto grado de silencio interior.

De hecho, a lo largo de nuestra vida hemos aprendido a sobreponernos, con frecuencia llenándonos de actividades concretas, trabajo y obligaciones que funcionaron como anestesias para mitigar nuestras penas. Allí residen los verdaderos motivos que nos llevaron a la distracción permanente, estando atentos a no dejar grietas por donde pudieran aflorar nuestros asuntos internos.

Hoy podemos retomar nuestras vidas comprendiendo los dolores del pasado y sabiendo que no vale la pena escapar de nuestras realidades afectivas. Merecemos estar en contacto con todos nuestros recursos y necesidades legítimas.

Ya estamos en condiciones de empalmar aquello que nos ha hecho sufrir en el pasado con la capacidad actual para confrontar esas penas sin tener que aturdirnos. Por el contrario, podemos liberarnos y establecer muchos momentos de encuentro con nosotros mismos sin, por ello, padecer ningún tipo de sufrimiento espiritual.

Una vez que hemos alcanzado ese respeto por nosotros mismos, entonces sí, dirigiremos nuestros deseos de benevolencia hacia quienes nos rodean, sabiendo que si estamos suficientemente anclados en nuestro eje interior, podremos amar y estar al servicio de los demás.