Una novela para aprender a vencer la ansiedad

A media mañana del domingo había sonado el teléfono fijo. Lo llamaba aquella mujer tan amable que la noche anterior lo había ayudado en el aparcamiento a rehacerse del crimen y que –en ese preciso momento acababa de enterarse– era psicóloga. Él no sabía que hubiese psicólogas que acompañaban a las ambulancias. ¿Eran de la Seguridad Social? ¿No recortaban psicólogos, con la crisis?

Una llamada de seguimiento. Se llamaba Eugenia Llort y quería saber cómo se encontraba. Luego le había dado su número de teléfono. Él le había agradecido la llamada mientras pensaba que no necesitaba para nada una psicóloga. No había sufrido ningún daño, no necesitaba ayuda psicológica, nunca la había necesitado: sus heridas psíquicas, las de un hombre normal y corriente, las exteriorizaba encima del escenario.

Además, acudir a un psicólogo habría supuesto analizarse, y él no quería mirarse el ombligo: los interesantes eran los otros. Nunca antes en la historia se había dado tanta importancia al yo: lo que me gusta, mis amigos, lo que pienso, lo que siento. En el escenario tienes que desprenderte del ego. Si no, te estás interpretando a ti mismo.

¿Cómo es un ataque de ansiedad?

Después de comer había cogido los Ferrocarriles para ir al centro a trabajar, al Teatro Romea, y había sido precisamente mientras bajaba por la Rambla cuando lo había asaltado aquello. Una fuerte opresión en el tórax. Palpitaciones. Le costaba respirar. ¿Estaba sufriendo un ataque al corazón? ¿Se estaba muriendo?

Nunca había experimentado nada parecido. La sensación era de irrealidad. La visión de lo que había a su alrededor –los peatones, los puestos de flores, los quioscos–, todo se desdibujaba como una acuarela mojada.

No recordaba cuántos minutos había permanecido sentado en el suelo, en medio del gentío. Cuando se había visto con fuerzas para levantarse, había ido a una cabina para llamar a la psicóloga, si bien es verdad que mientras la llamaba estaba pensando que debería ir a Urgencias, que aquello no había sido nada de tipo psicológico.

Al poco rato se habían encontrado en Canaletas. Una mujer más alta de lo que recordaba de la noche anterior. La suya era una belleza indómita; los ojos oscuros, directos. Pero parecía querer compensar aquel físico intimidante con un aire tímido, alusivo. Él le había contado lo de la sensación de irrealidad, de acuarela mojada. Era actor y, al cabo de menos de dos horas, tenía que actuar, no podía dejar la función, estaba acostumbrado a trabajar con gripe, con fiebre, con dolor de muelas. En Barcelona no había actores suplentes.

—No te preocupes –dijo ella–. Yo te acompañaré al Teatro Romea. Como si aquel fuese el medicamento que pudiera aliviarlo: que lo acompañasen. Que ella lo acompañase.

Mientras paseaban Ramblas abajo, le había explicado con un tono de voz pedagógico que no había sufrido ningún infarto ni había estado a punto de morir. Sí, era lógico que se hubiera asustado; pero una crisis de ansiedad no era algo grave. Lo importante era que hiciese lo que tuviera previsto, que no dejase de hacer nada por miedo.

Y fue allí, justo en la esquina de la calle del Hospital, donde él se dio cuenta de que en efecto tenía miedo. Miedo del miedo. Miedo de volver a sufrir aquello que no se parecía a nada.

El antídoto es fluir con la vida y aceptar que a menudo tiene sus propios planes. Dejar de controlar y vivir el presente.

¿Cómo es que a él le había dado tan fuerte?, pensaba mientras seguía caminando, poco a poco. ¿Cómo es que había hombres para los que los ataques de ansiedad eran pura rutina? Que los dejaban pasar y que después continuaban la actividad que tenían entre manos. Los hombres no hablaban mucho de los ataques de ansiedad. Más bien los ahogaban en alcohol. El macho ibérico, por descontado, no los sufría. Eran las mujeres, las mujeres actrices, las que convivían con los ataques de ansiedad como quien convive con una enfermedad crónica.

Él, ahora que pensaba en ello, no sabía nada de la ansiedad. ¿Era una enfermedad? ¿O quizá era el preámbulo, el preestreno de la enfermedad? Hasta ahora creía que la ansiedad era el nudo en el estómago de cuando subía el telón. Eran los otros, los actores histriónicos, desequilibrados. Ahora el desequilibrado era él. Estaba mareado, tal vez a causa de la respiración entrecortada. o quizá no le llegaba suficiente oxígeno al cerebro.

La psicóloga debió de notar su paso oscilante, porque lo cogió de la mano. Antes le había pedido permiso: o era muy educada o no quería asustarlo. —Te cojo la mano, ¿de acuerdo? Así habían entrado en el Romea, cogidos de la mano, como si estuviera convaleciente y no pudiera valerse por sí mismo. Por suerte, aún no había espectadores. Se dirigieron al bar, él pidió un agua, pero fue incapaz de tomar un sorbo. Su actitud era de perplejidad.

¿Tan grave era aquello? ¿Tan frágil era él? ¿Dónde estaba su firmeza ante la adversidad? ¿La firmeza del hombre que no perdía los nervios antes de un estreno cuando toda la compañía estaba histérica?

Este es el punto del que parte La terapeuta (Planeta, 2014), una ficción de Gaspar Hernández sobre el poder de las relaciones humanas para superar algo bien real: la ansiedad.

7 lecciones sobre la ansiedad de mano de La terapeuta

Miedo a la situación económica, a perder el trabajo, a no poder pagar el piso...

  • Todos somos ansiosos, en menor o mayor grado. La ansiedad es buena, siempre y cuando sea necesaria. Gracias a los mecanismos de ansiedad, vemos el coche que se acerca y no nos atropella.
  • El problema surge cuando la ansiedad se dispara y nos bloquea. Entonces, tenemos miedos injustificados, irreales.
  • Hay más mujeres que hombres con ansiedad. El sistema quiere que sean perfectas madres, trabajadoras, amantes... La ansiedad está garantizada.
  • El miedo al futuro provoca mucha ansiedad.

  • La angustia guarda relación con el pasado, y la ansiedad con el futuro. Pensar en el futuro, no parar de especular con él, conduce a la ansiedad.
  • En muchos casos de ansiedad subyace la idea de que la vida tendría que ser como nosotros queremos. Hay una necesidad de control de la vida; y las personas controladoras suelen ser ansiosas.
  • ¿Cuál es el antídoto? Fluir con la vida. Aceptar que a menudo esta tiene sus propios planes. Dejar de controlar. Y conectarnos con el momento presente.