Detrás de la obsesión por estar delgadas se esconde una necesidad insatisfecha de contacto físico que desde que nacemos condiciona nuestra vivencia corporal. Si lo que aprendimos fue la distancia y la frialdad, trataremos nuestro propio cuerpo como un objeto que depositamos en manos de otros.

Pero si recuperamos el sentimiento amoroso, podremos hacernos cargo de nosotras mismas, y el cuerpo encontrará entonces su propia belleza y armonía.

Una buena relación con nuestro cuerpo

Nacemos a través del cuerpo de nuestra madre y, una vez hemos nacido, las sensaciones de confort, de placer o de displacer dejan huella en nuestro cuerpo. Según sean esas sensaciones de cobijo, amparo o soledad, vamos incorporando "el mundo" tal como lo aprehendemos; es decir, pasado por la vivencia corporal.

Dado que dependemos totalmente de los cuidados maternos, del alimento proporcionado por la madre y del cobijo que nos asegura nuestra supervivencia, esperamos estar completamente aferrados, tocados, acariciados y envueltos en un cuerpo. De lo contrario, el entorno es hostil y eso deriva en algo peligroso.

En la medida en que "nosotras y nuestros cuerpos" estén ligados a una situación de protección, nos sentimos bien. Y si nos sentimos bien, crecemos en contacto fluido con quienes nos protegen, pero también con un naciente "nosotras mismas" que va a tardar algunos años en instalarse en nuestra psique como "yo".

Así pues, unas primeras experiencias corporales confortables nos permiten una buena relación con el entorno –con nuestra madre, nuestro padre, hermanos, cuidadores, allegados...–, pero también con nosotras mismas a través de nuestro cuerpo, que es el campo de proyección inmediato de todas nuestras vivencias internas.

Ahora bien, ¿qué sucede si esas primeras experiencias infantiles no satisfacen nuestras necesidades de cuidado, cobijo o protección? ¿Qué pasa si nuestro pequeño cuerpo no es tocado ni abrazado con amor? O, peor aún, ¿qué ocurre si nuestro cuerpo es maltratado?

Ahí comienza imperceptiblemente un gran problema: nuestra conciencia rechaza la evidente falta de amor, la relega a la sombra para no sufrir. Y entonces, al no "apropiarse" de la experiencia de frialdad y desarraigo emocional, tampoco se "apropia" del cuerpo que sufre la falta.

Dicho de otro modo: si duele, la conciencia prefiere distanciarse de ese sufrimiento y creer que "ese cuerpo no nos pertenece". Porque si fuera nuestro, dolería. Si es ajeno, no.

Adelgazar hasta hacernos invisibles

Ese cuerpo, ¿es nuestro o es de otro? Si es de otro, no "estamos" en él. Y, si no estamos en él, cualquiera decide su devenir. En este punto, subirse al carro de una moda de cuerpos extremadamente delgados, hasta desaparecer, también nos conviene.

No solo porque respondemos a deseos ajenos –dinámica a la que ya estamos muy acostumbradas– sino porque "desaparecer" para que no duela es, además, una opción probada y confortable.

La moda refuerza una lógica absurda

Podemos discutir si la moda actual y el ideal de belleza femenina ultradelgada es una imposición absurda y fuera de toda lógica saludable. Pero el problema es que a muchas mujeres nos conviene adaptarnos a la moda de la delgadez porque nos sienta bien.

Porque coincide con una sensación de no existencia, de no pertenencia, de no deseo propio. Si a los demás les gusta la delgadez, si las corrientes modernas lo avalan, si creemos que vamos a ser más amadas, tenidas en cuenta o admiradas, si el deseo de los otros es lo que cuenta, si preferimos dejar el cuerpo al servicio de otro, es porque esta ha sido la experiencia cotidiana desde la cuna.

Aquello que nos ha acontecido durante nuestra primera infancia es lo que más se parece a algo acogedor, aunque objetivamente no fuera placentero. En este caso, si las esperanzas de contacto corporal nos han hecho sufrir –justamente por falta de contacto–, hoy se traducen en esa distancia concreta entre nosotras y nuestro cuerpo.

El único fin –loable– es sufrir lo menos posible. Podemos decir que hemos "decidido" no ser dueñas de nuestro cuerpo sino que lo hemos regalado a quien quiera mirarlo.

¿Cómo sabemos que ese cuerpo no es nuestro?

Porque, aunque nos sometamos a dietas estrictas, hagamos ejercicio físico hasta el hartazgo, bajemos mucho de peso, nos obsesionemos con las calorías que ingerimos o consumamos drogas para apaciguar el hambre que sentimos, seguiremos sufriendo.

Sabremos que estamos "fuera" de nosotras mismas, intentando satisfacer deseos ajenos difusos, enmarcados hoy en una moda pasajera que conecta con nuestro sometimiento emocional.

Ese "deseo de pertenecer" que aparece socialmente a través de la delgadez es, en verdad, un deseo de ser amadas... por nuestra madre, algo que a estas alturas probablemente ya no sucederá.

Ahora bien, ¿qué nos sucede a las mujeres que desearíamos ser tremendamente delgadas sin conseguirlo? Pues algo semejante a las que sí lo logran, porque en estos casos es también el deseo y la mirada del otro lo que cuenta. Un "otro" sin rostro ni entidad, pero a quien le otorgamos el poder de nuestro "ser" no asumido.

Somos perfectas, amamos nuestro cuerpo

Exageramos un poco… Creemos que, para ser amadas, deberíamos ser una persona distinta de la que somos; sentimos el desprecio infantil –el de no haber sido acogidas ni abrazadas con intensidad– en relación a lo que somos: con este cuerpo, este corazón, estas ideas y este dolor...

Asumimos ese desprecio, por eso nunca estamos en paz con nuestro cuerpo. Otorgamos una exagerada importancia a las imperfecciones, a las arrugas, a los kilos de más o de menos... Y fantaseamos con que, si hubiéramos coincidido con un ideal externo, hubiéramos recibido el amor tan anhelado.

Es igual adelgazar que engordar. A fin de cuentas, estamos hablando de una desesperada necesidad de cariño. Todo lo demás es un malentendido. Intentar poner nuestro cuerpo al servicio de un ideal que no nos pertenece es triste.

Y lograrlo –alcanzar el talle o el peso supuestamente ideales– también lo es, porque debemos desposeernos de nosotras mismas. Engordar exageradamente supone lo mismo, ya que también estamos desposeídas, a merced del pan, los pasteles o los chocolates.

Y solo nosotras mismas podemos decidir existir con esta persona que somos y este cuerpo maravilloso y perfecto que poseemos, con esta historia, con estas decisiones y con el deseo asumido de ser por una misma. Para dejar de ser objeto y devenir sujeto, debemos amarnos.

Si no pudimos vivir esta experiencia al inicio de la vida, hoy podemos aprender a amarnos a nosotras mismas y a los otros. El cuerpo se acomodará luego en una belleza y armonía perfectas, afines al alma que protege.

Conócete mejor para aprender a quererte

Tratemos de revisar nuestra historia y averiguar cuántas caricias, contacto, brazos y calor recibimos durante nuestra niñez. Es posible que no contemos con recuerdos personales, pero las palabras dichas a lo largo del tiempo por nuestros padres nos darán una pista.

Revisemos la capacidad que tenemos para relacionarnos corporalmente con los demás: si nos gusta abrazar, si nos sentimos cómodas en la cercanía física con otros, si disfrutamos de los placeres corporales.

En caso de ser madres, ¿somos capaces de responder a las demandas de brazos de los niños pequeños o, en cambio, bajo diferentes excusas, huimos de tales compromisos de disponibilidad corporal? •

Todas estas pequeñas reacciones están ligadas al modo en que vivimos nuestro propio cuerpo, ya sea con fluidez en el contacto o bien con distancia y dolor. Está claro que quienes estemos más desposeídas de nuestro propio cuerpo seremos más fácilmente víctimas de las imposiciones sociales.

Todos distinguimos a alguien bello porque está en impecable armonía con su ser esencial. Y todos reconocemos un cuerpo perfecto, sin vida ni sustento emocional. Por eso, solo se trata de descubrir la belleza de nuestro ser interior y permitir que se manifieste en nuestro cuerpo.