Los estímulos agradables, placenteros y felices que la vida nos brinda se convierten en potentes inmunoestimuladores y mejoran el estado de ánimo. A nuestro sistema inmunitario le gusta que lo cuiden y hasta que lo mimen y, por supuesto, que evitemos aquellas cosas que no le sientan bien, y muy especialmente las más venenosas, como los pensamientos de rabia, ira, pesimismo o desilusión. 

Cuando sufrimos estrés, el cerebro y los órganos periféricos segregan hormonas que se fijan a los receptores de las células de distintos órganos del cuerpo, del cabello, la piel, los intestinos… 

El estrés prenatal disminuye el peso fetal y se asocia a un parto prematuro y bajo peso al nacer. Y el estrés afecta igualmente al sistema inmunitario a lo largo de todas las etapas de la vida.

En la adolescencia disminuye la respuesta vacunal. Y en el adulto aumentan los niveles de cortisol (hormona que se libera en casos de estrés).

En el anciano, el estrés está relacionado con alteraciones endocrinas, cognitivas y autoinmunes que se asocian a cambios inmunológicos y respuestas inflamatorias vinculadas con el incremento de infecciones, tumores y enfermedades autoinmunes, cardiovasculares y metabólicas.

A partir de  los 50 años el timo pierde su habilidad para producir células T, y superados los 60 años es incapaz de hacerlo. Sin embargo, hay ancianos sanos. Su secreto suele ser que disfrutan de buen apoyo social, algo que, en nuestra sociedad, normalmente disminuye con la edad. Es la soledad la que disminuye la función inmunitaria que acarrea los problemas mencionados.