Quince años casada, tres hijos. Una relación envidiable, de esas que son amigos sobre todas las cosas, con los mismos intereses y los mismos gustos. Pero algo faltaba.

Era la típica mujer casi asexual, fruto de una crianza que yo creía moderna, por aquello de que me explicaron muy bien cómo se hacen los niños y todo eso, cuando en realidad lo que deberíamos saber es que los niños hay que hacerlos preferiblemente sintiendo placer.

Desconocía mi cuerpo

En mi familia, el cuerpo de las mujeres era básicamente algo que nos amargaba la vida: o estábamos gordas o nos dolía la regla. Poco más. Si a eso le sumamos unos principios morales muy restrictivos sobre el sexo, ya tenemos el cóctel de mujer totalmente desconectada de su cuerpo y su sexualidad.

Tuve relaciones sexuales solo con mi marido, apenas había tonteado de adolescente, algunos morreos y un par de toqueteos que no llegaron a mayores. Nunca me masturbé, aunque sí recuerdo despertarme alguna vez en mitad de la noche excitada. Pero, sencillamente, no sabía que aquello podía “alimentarse”. Sencillamente, era muy ignorante.

Cuando tuve mis primeras relaciones sexuales, la verdad es que me dije: “¿Esto es para tanto?”. Con el tiempo y algo más de experiencia, la cosa fue mejorando. Unos meses más tarde tuve el primer orgasmo de mi vida, que por supuesto no fue con coito vaginal, y entonces pensé: “¡Dios mío, esto qué es!”. Ese día comprobé lo que era el PLACER, así, en mayúsculas.

Sin embargo, casi nunca me apetecía tener sexo. Nunca lo busqué yo, a no ser alguna vez que quise sorprender a mi pareja o “hacerle un regalo especial”. Me hice la dormida decenas de veces, otras tantas pensaba en otras cosas, deseaba que acabara pronto... Por supuesto, el sexo oral me resultaba desagradable y el sexo anal ni se nombraba. Realmente solo conseguía llegar al orgasmo con la estimulación del clítoris, y lo disfrutaba, pero era como si este premio no mereciera la pena el trabajo previo. Vaya, que me daba pereza ponerme...

Podéis imaginar que este tema fue motivo de muchísimas discusiones de pareja. Llegué a pensar que era asexual, porque lo cierto es que quería a mi marido. Así discurrió mi vida en pareja, con épocas en las que pasábamos meses sin sexo, sobre todo los meses posteriores a tener los niños. Creo que ya estábamos resignados; él a intentarlo con cierta insistencia, y yo a resistirme y ceder antes de que la bronca fuera demasiado desagradable.

Y de repente algo cambió.

Móvil nuevo de esos que te permiten descargarte juegos en línea. Contrincantes desconocidos y cierto anonimato. Un día descubro que el juego tiene chat cuando veo que alguien me dice: “Hola”. Y ahí empezó todo. Un desconocido que me saludaba, al que respondí y con el que empecé una conversación aparentemente inofensiva.

Resultó ser un hombre unos diez años más joven que yo, muy simpático y con una conversación entre inteligente, divertida y excitante. Y yo, una mujer casada que no habría flirteado jamás con un desconocido si se me hubiera acercado en el trabajo o en una cafetería, me vi atrapada en ese juego de hablar a través de un chat con alguien de quien no sabes apenas nada.

Las conversaciones fueron aumentando en frecuencia y de tono. Empezaron las insinuaciones, los juegos de palabras, los dobles sentidos. Esperaba impaciente el sonido de mi teléfono avisándome que tenía un mensaje. Al cabo de unos días ya nos habíamos puesto al día de nuestras vidas, dado los números de teléfono y enviado fotos. ¡Encima era guapo e inteligente!

Imagino que todo contribuía a sentir excitación, y no hablo del contenido de las conversaciones. El hecho de hacer algo nuevo, algo en cierto modo prohibido, buscar ocasiones a escondidas para escribir y leer, sentir que interesaba a un joven a pesar de mi poca disponibilidad real y material, a pesar de mi situación y de no ser el prototipo de chica cañón.

A él le daba morbo, imagino, jugar a conquistar a una madurita mojigata y medio virgen, y a mí me daba mucho morbo saber que excitaba a un chico por el que habría suspirado cualquier jovencita, y cualquier madurita también. El hecho de estar en pareja y tener hijos, supongo, era un seguro de que no iba a complicarle la vida, ya que él tenía novia. Eso y la lejanía.

Empezamos a intimar más cuando me dijo que yo le parecía muy atractiva y que le excitaba pensar en mí. He de reconocer que al principio pensé que no podía ser que estuviera haciendo lo que hacía y que lo que debía hacer era desinstalar el juego y bloquear su número de móvil. Pero no lo hice. Deseaba que me escribiera y disfrutaba los ratos en los que me describía lo que imaginaba que haríamos juntos si nos viéramos.

La escritura, vehículo de la fantasía erótica

Llegamos a escribir relatos eróticos a medias, íbamos inventando situaciones y describiéndolas con todo lujo de detalles. Al principio eran solo insinuantes, pero acabaron siendo totalmente explícitos. Nos contábamos con detalle qué cosas nos gustaban, cuáles nos gustaría probar, con cuáles sentíamos placer, incluso aquellas que solo imaginas y no verbalizas.

No creo que nadie que no lo haya vivido sepa cuánto puede excitar este juego. Llegar a sentir que alguien te toca y te acaricia solo por cómo te lo describe. O sí, si no, no habría literatura erótica y no habría triunfado la historia del señor Grey. En este caso, lo que lo hacía mejor era que no estaba leyendo una historia sobre una estudiante y un tío guapo y millonario. Era yo la que inspiraba a un hombre muy atractivo a imaginar situaciones excitantes.

Descubrí el placer de excitar al otro, y empecé a darme cuenta de por qué no disfrutaba con el sexo oral o por qué nunca me había planteado el coito anal o utilizar juguetes y fantasías compartidas. Hice realidad mis fantasías describiéndoselas a él. Le imaginaba en un ascensor, en un malecón de la playa, en el probador de una tienda o en un restaurante en la mesa de al lado mientras ambos estábamos con nuestras respectivas parejas.

Mientras escribíamos nuestras fantasías tuvimos sexo a pesar de no estar físicamente juntos. Por teléfono, escribiendo, con audios y vídeos... cualquier medio nos daba la oportunidad de jugar y disfrutarnos.

Por primera vez en mi vida el sexo era una cosa apetecible, en la que pensaba. Me sentía atractiva, deseable y sexy. Sentía un gozo enorme al saber que producía placer incluso en esa situación tan extraña y poco común. Sin duda, este hecho me cambió a muchos niveles.

Rompiendo tabúes

Hablar de forma explícita de sexo con aquel hombre me permitió liberarme de muchos tabúes y darme cuenta de que en las relaciones sexuales importa más la actitud que la aptitud. Darme cuenta, por ejemplo, de cómo le excitaba que le describiera una felación me hizo desear practicarla y, por primera vez, mi vida sexual real empezó a ser activa.

Mejoró el sexo con mi pareja, tanto por cantidad como por calidad e intensidad. Ahora entendía lo que era tener deseo sexual, buscarlo, provocarlo y disfrutarlo. Es cierto que muchas veces fantaseaba con la imagen del otro, pero que levante la mano quien nunca haya pensado en otra persona o personas mientras está con su pareja.

La pura verdad es que en esa época tuve más sexo y más disfrute de mi cuerpo del que había tenido jamás, y eso fue un punto de inflexión en mi vida. Me di cuenta de que el sexo se disfruta con todo el cuerpo, incluida la cabeza... cuando la cabeza deja los prejuicios y los juicios.

Que cuando das placer, esa sensación de poder es indescriptible. Hacer que alguien disfrute con tu cuerpo, con lo que tú le haces, y que el otro lo haga contigo, es casi adictivo. Cuando dos personas se entregan al sexo no solo “porque toca”, sino porque desean dar y recibir placer, te das cuenta de que se folla con cada parte del cuerpo. Y no hay nada que resulte desagradable, porque sencillamente te entregas a sentir y a experimentar.

Este despertar de mi sexualidad me hizo querer más.

¿Nos encontramos?

No me bastaba con tener sexo a distancia con él y sexo real con mi pareja. Pensaba en ello a todas horas, en cómo sería vernos y disfrutar de todo lo que nos contábamos. Aun así, por un lado tenía miedo de que la magia no fuera como imaginaba. Que en persona yo no le resultara tan atractiva y deseable y que él no fuera el amante que me volvía loca en la distancia. Ese es el riesgo de las relaciones a distancia, que idealizamos y rellenamos con la imaginación la parte de información que nos falta.

Pero por otro lado tenía claro que si había una posibilidad de experimentar aquello que tanto deseaba no la iba a dejar pasar por ese miedo. Ya había perdido bastantes años de mi vida viviendo escondida. No fue fácil organizarlo todo para poder vernos, teniendo en cuenta que vivíamos en distintas ciudades y que soy madre de tres hijos. Pero lo hicimos.

Él me esperaría en la estación de tren. Fue el viaje más largo de mi vida. Esa mezcla de nerviosismo, incertidumbre, deseo y pasión me tenía totalmente agitada. Cuando llegué a la estación y le vi a lo lejos, recuerdo que pensé que era más bajito de lo que creía y sonreí pensando que eso me ponía más fácil a mí no ser tampoco perfecta físicamente.

Nos vimos frente a frente, y solo alcancé a decir “hola” sonriendo cuando me cogió de la cintura y me besó como si quisiera demostrarme que era capaz de desnudarme allí mismo. Imagino que muchas de vosotras sabréis lo que es sentir un beso que te moja entera. En ese momento supe que me daba igual lo que pasara después, que iba a sentir aquello que había esperado tanto tiempo sin importarme el precio que tuviera que pagar. Llegamos a su casa, fuimos a la cocina a por un vaso de agua y, mientras lo bebía, me subió el vestido, me quitó la ropa interior, me sentó en la encimera y decidió que yo bebía del vaso y él de mí. Y yo miraba hacia abajo y me decía: “Es real, estás aquí”. Nunca antes había tenido un orgasmo con sexo oral; no me gustaba que me lo hicieran, como no me gustaba hacerlo.

Ese día no solo recorrí kilómetros en tren, sino la gran distancia que me separaba de la posibilidad de placer que me deparaba mi propio cuerpo y que yo le había negado.

Fueron dos días de lujuria, de sexo en estado puro, de deshacer nudos y de dejar la conciencia apartada. Tras toda una vida de no hacerle caso, por primera vez no había nada más que cuerpo. Decidí sentirlo y disfrutarlo, y lo hice hasta el agotamiento, creedme.

Solo nos vimos en persona esa vez.

Imagino que por varios motivos. Aparte del sexo no había futuro y yo me di cuenta de que me estaba enganchando a una persona que seguramente no me vería igual de interesante una vez pasada esa etapa de morbo. Seguimos escribiéndonos un tiempo hasta que dejamos de hacerlo.

Este episodio excitante me hizo replantearme las cosas y la situación con mi pareja. Decidí aceptar que no quería pasar el resto de mi vida perdiéndome la posibilidad de vivir experiencias como aquella.

No estoy recomendando a las mujeres que tengan aventuras si su vida sexual es nula. Tampoco lo criminalizo. Lo que creo es que si una pareja no disfruta del sexo, es que pasa algo y, ante esa situación, o se intenta solucionarlo o irá a peor.

Habrá quien piense que si no hubiéramos llegado a encontrarnos en persona, lo que ocurrió no se podría considerar un engaño a mi pareja, y habrá quien piense que lo fue desde el principio. A mí, sinceramente, la opinión de los demás no me importa. Lo que sé es que ese affaire supuso descubrir mi sexualidad y aumentar mi autoestima. Conocer mi potencial para darme y dar y recibir placer.

Mi decisión de no borrar ese número tampoco fue gratis. Como todo lo que hacemos en la vida, trajo consecuencias, algunas no muy agradables, pero al menos las viví conscientemente, no anestesiada. Decidí ser consecuente con lo que sentía y separarme. Sabía que el hecho de ocultar lo que hacía añadía excitación a mi vida, pero no me gustaba la sensación constante de tener que disimular.

No puedo saber cómo sería mi vida hoy sin aquello que viví. Solo sé que me enseñó que muchas mujeres hoy, a pesar de tener mucha información y mucha “libertad sexual”, seguimos prisioneras de miedos, prejuicios, complejos y tabúes, y que es una pena perderse una parte tan importante de la vida, nosotras y nuestras parejas con nosotras. Lo merecemos todo: merecemos amor y merecemos placer; yo merecía tener ambas cosas. Esta experiencia me dio la oportunidad de encontrarlas, pero esa es otra historia.