Tengo 32 años. Trabajo de enfermera en un hospital. Sufrí durante mi infancia abusos sexuales que me han causado una herida muy profunda y han dificultado mi desarrollo como persona. Han sido vivencias muy traumáticas.

¿Cómo llega a pasar algo así?

Desde los 9 años y medio hasta poco más de los 12, el compañero de mi madre abusó de mí. Este fontanero llego a mi casa tras el fallecimiento de mi padre, que murió joven dejando a mi madre sola con 6 hijos. Él supo cómo ganarse nuestra confianza. Se mostraba interesado en mi madre, pero en el fondo su interés éramos yo y mis hermanas. Se fue haciendo insustituible y cogió su lugar en la familia.

Normalmente sucedía así. Mi madre nos acostaba deseándonos buenas noches y entonces él venía y hacía como un ritual: entraba en la habitación cuando estaba en la cama, me ponía la mano debajo del camisón y en la espalda y me hacía como cosquillas y un masaje en la espalda, algo que a todos los niños les suele encantar.

Luego empezaba con los tocamientos. Cada noche era lo mismo. Hay cosas que pasaban en este rato de las cuales me acuerdo muy bien. Otras no las recuerdo tanto, son como una neblina. Tengo recuerdos borrosos de lo que él me hacía y de lo que me hacía hacerle a él. Me parece tan alucinante que a veces no me lo puedo creer, que incluso dudo de si de verdad llegó a pasar todo aquello.

A mi madre le cuesta creer que alguien pueda hacer esto, y más aún que haya sucedido en nuestra familia, aunque me creyó desde el principio.

Humillación, confusión y culpa

Él nunca se ha hecho responsable de lo que hizo. Era como si me dijera: “tu cuerpo es mío y yo hago lo que me da la gana y cuando me da la gana con él. Y cuando ya no quiero estar más contigo, te dejo. Cuando me da la gana también”.

Entre las atenciones y cariños que me prodigaba se incluía el hecho de bañarme. Le encantaba hacerlo, supongo que para quedarse a solas conmigo. Cuando terminaba, me sacaba de la bañera, me envolvía en la toalla con mucho cariño y me llevaba en brazos a la cama.

De aquellos momentos me vienen a la cabeza recuerdos muy borrosos y sospecho que en alguna de estas ocasiones incluso se metió en la bañera conmigo y me violó. Tiene que haber sido un día que estábamos solos en casa. Este es un recuerdo único junto con otro que ocurrió en el sótano. Todos los otros recuerdos que tengo son de tocamientos.

Me sentía muy confusa, emocionalmente inestable y no entendía nada ni de su comportamiento mientras duraba el abuso ni de después. Él me hacía todo aquello de noche, mientras que de día parecíamos una familia normal que seguía una educación idealista. Era como si existieran dos vidas: una en la oscuridad y otra a la luz del Sol.

La manipulación

Él me manipulaba para hacerme sentir poco a poco su cómplice. De esta forma guardaba “nuestro secreto”. Nadie más, solo él y yo lo sabíamos.

Yo intentaba borrar aquello que ocurría para poder ser normal al día siguiente. Siempre hacía un gran esfuerzo para que no se me notara nada. Era buena estudiante y la escuela se me daba bien. Tras dos años de visitas bastante regulares a mi habitación –venía casi cada noche–, de golpe dejó de venir y de interesarse por mí. Fue justo cuando empecé a entrar en la pubertad. Eso me confundió y me dejó en un estado psicólogico muy abatido.

Consecuencias del abuso

Hay una parte de mí que querría que estos recuerdos no fueran verdad. Algunos eran más traumáticos, pero menos repetitivos: son los que emergieron más tarde con un trabajo terapéutico corporal. Es decir, antes no era consciente de ellos. Fueron tan violentos y traumáticos que los borré. Los más repetitivos siempre habían permanecido vivos en mí, aunque quizás no recordaba los detalles y estos emergieron también más tarde en el proceso terapéutico.

Años después de los abusos empecé a sufrir insomnio; de hecho nunca había dormido muy bien ni de niña ni en mi juventud. Cuando empecé a tener relaciones sexuales con chicos, el hecho de entrar en contacto con el hombre y la sexualidad hizo que conectara con esa sombra y con esa herida enorme. Empecé a tener un comportamiento destructivo contra mí y contra mi vida. Tomaba drogas que me hicieron desconectar más de mí.

A raíz de separarme de mi pareja dejé de comer y perdí bastante de peso. Entré en una crisis muy fuerte. Tenía insomnio, ataques de pánico, miedo y estaba angustiada.

Por supuesto, ha afectado a mi sexualidad, ya que yo era incapaz de pedir lo que quería. Más bien tenía que servir al otro. Había como una falta de consciencia de lo que sentía mi cuerpo, de mis necesidades y de mis deseos. Era incapaz de hablar y de decir lo que deseaba. Mi necesidad nunca era importante. Es lo que me pasó con con todas las parejas.

El abuso sexual durante mi infancia ha repercutido en todos los aspectos de mi vida en mi edad adulta.

Pero lo peor del abuso es el sentimiento de culpa que te queda: me sentía sucia, me daba asco mi cuerpo, me lo reprochaba todo. Y así era fácil que en muchas situaciones de mi vida acabase siendo la culpable. No me valoraba y no se me valoraba. Esto ha marcado muchas situaciones en mi vida. También he experimentado a menudo el sentimiento de no ser vista.

"Me había disociado de mi cuerpo".

Tras la experiencia vivida, tuve que conectar con mi cuerpo. Sentirlo. Procesar las emociones y el trauma, procesar el dolor. Me ayudó a ello pasar por ese agujero negro de manera consciente, pasar el umbral de reconocer el propio cuerpo, de entrar en él cuando lo has estado ignorando. No lo puedes hacer sola: necesitas estar bien acompañada y muy comprendida. Yo hice este proceso a través de la diafreoterapia. Durante dos años. Cada dos semanas.

Al iniciar las sesiones no me sentía nada cómoda en mi cuerpo, era como haberlo borrado todo. Me había cerrado a la percepción de lo que estaba ocurriendo: del cuello para abajo no me sentía. Ese había sido mi método de supervivencia –aunque cada uno tendrá el suyo– porque mientras no estás en tu cuerpo, tampoco puedes poner límites. Por eso una persona que ha sido víctima de abusos siente a menudo una transgresión constante energética y emocionalmente.

La lucha es volver a hacerse amiga de tu cuerpo y volver a conectar con él, volver a habitar ese templo. Me costó sudor y lágrimas.

El camino de la superación

Realicé diferentes técnicas terapéuticas: psicoterapia Gestalt, bioenergética, acupuntura, arteterapia, canto, constelaciones familiares, osteopatía…

Después conecté con un psicólogo especialista en abusos que me recomendó enfrentarme a mi abusador. Me dijo: “En esta única ocasión tú tienes que ser la que tome el mando. Tienes que ponerte exactamente del otro lado: tú eres el verdugo y él la víctima. Esto es importante”. Así que durante dos años me entrené hasta que sentí que estaba preparada para confrontarle.

Me fui a verlo con una amiga que por edad podría ser mi madre para sentirme protegida, tal y como me había dicho el psicólogo. Aproveché para contarle todo lo que significaban para mí los abusos que había perpetrado, las consecuencias que habían tenido para mí y mi familia. “Ahora puedes levantarte y marcharte. Y no te quiero ver nunca más”, le dije. Tras este encuentro me sentí muy bien.

Me ha ayudado mucho mirar, sentir y ordenar lo sucedido, y también poner cada cosa en su lugar y dar a cada uno la responsabilidad que le tocaba: la que le corresponde a mi madre, la que tiene el hombre que abusó de mí, la mía propia e incluso la de personas de mi alrededor, como por ejemplo los profesores, que no me preguntaron nunca qué me estaba pasando.

Como ocurre con un árbol que no recibe luz y se curva para buscarla y poder sobrevivir, mi desarrollo también había dejado de evolucionar en línea recta para adaptarse a la experiencia traumática del abuso. Tuve que enderezar eso. Aprendí que para seguir adelante necesito colocarme en el ser esencial, pero todavía me cuesta mucho.

Conectar con esa parte de mí que es capaz de aprender algo de lo que pasó y aportar algo al mundo con esa experiencia es la actitud que me ha permitido superarlo después de muchos años de terapia, sufrimiento y dolor… En lugar de decirme cada día “¡Qué horror y qué mal lo he pasado”, he aprendido a hacerme preguntas que me ayuden a salir de ese bucle autocompasivo desde la consciencia y la comprensión.

Ahora me pregunto a menudo: “¿Qué he aprendido? ¿Cómo ha sido? ¿Qué puedo hacer?”.

Quedan cosas todavía por sanar respecto a mi relación con los demás. Siento miedo y no sé si soy capaz de abrirme. Tengo una herida abierta y me hago responsable de ella, pero necesito encontrar a una persona en la que pueda confiar, una persona que no se vaya corriendo cuando le cuente cómo fue mi traumática infancia. Mi miedo más grande ahora es no saberme proteger.