A lo largo de la historia, la relación de las personas con la comida ha estado dominada por el hecho de que había lo que había para comer, que era normalmente poco. El apetito ha estado sometido además a las necesidades de la familia o del grupo. No estaba en los planes de la naturaleza la situación actual en que los individuos pueden dar rienda suelta a sus deseos ante una oferta de alimentos casi ilimitada.

En estas circunstancias muchas personas sienten que no pueden controlar su apetito. Saben qué alimentos les convienen, pero comen otros. Si consiguen hacer una dieta para perder peso, luego lo recuperan con facilidad. El apetito vence a la razón.

¿Cómo sería un apetito "natural"?

Muchos expertos creen que si hoy el exceso de apetito parece un problema, en otro tiempo, en el inicio de la historia de la humanidad, fue una ventaja.

Cuando había escasez de comida, la sensación de hambre permanente incitaba a buscarla y cuando se encontraba una buena cantidad –por ejemplo, al dar caza a un animal grande– convenía no darse por satisfecho con una pequeña ración. No se sabía cuánto tiempo podía transcurrir hasta el siguiente banquete.

Es decir, estábamos y estamos todavía, porque genéticamente somos los mismos, programados para comer y comer, especialmente alimentos ricos en grasa.

En el pasado había que acumular el máximo de energía. Las personas con más capacidad para comer eran seguramente las que tenían mayores probabilidades de sobrevivir, según Jeffrey Flier, investigador de la obesidad en la facultad de Medicina de la Universidad de Harvard.

De todos modos, el ansia por comer raramente alcanza la categoría de locura sin freno. El cuerpo no engorda rápidamente y sin límites. La mayoría de las personas con sobrepeso han ganado sus kilos lentamente, quizás a razón de un kilo por año. Esto significa que el cuerpo tiene una gran capacidad para mantenerse en equilibrio.

Una persona que consuma 2.365 calorías diarias (900.000 calorías al año) y que aumente su peso en un kilo de grasa -que equivale a unas 8.000 calorías- podría haber evitado ese incremento reduciendo su ingesta en 22 calorías diarias, es decir, una cucharadita de azúcar o dos patatas fritas.

El apetito no está descontrolado ni cuando lo parece, y casi siempre responde a unos hábitos personales establecidos.

A la mayoría de personas se le dispara el hambre tres veces al día, coincidiendo exactamente con las horas de las comidas, que están determinadas por el entorno cultural. Un inglés está hambriento a la una del mediodía y un español a las dos y media.

La hormona del hambre

La hormona implicada en la sensación de apetito, la grelina, se descubrió hace muy poco, en 1999, y se sabe que es segregada en el estómago y el intestino al ver u oler alimentos o como respuesta a los hábitos horarios.

David E. Cummings, de la Universidad de Washington (Estados Unidos), ha medido los niveles de grelina en la sangre cada 20 minutos y ha comprobado que varían a medida que se acerca la hora de comer.

La grelina estimula tres zonas del cerebro:

  • el cerebelo, que controla los procesos corporales automáticos inconscientes;
  • el hipotálamo, que rige el metabolismo;
  • y el centro mesolímbico, donde se procesan las sensaciones placenteras.

Aunque la grelina es una de las sustancias más específicamente relacionadas con el apetito, regularlo no es su única función. También resulta esencial en el crecimiento, en el aprendizaje y en los procesos de adaptación a los cambios en el entorno.

Esta versatilidad dice mucho acerca de la complejidad y las implicaciones del apetito.

Varios estudios confirman que las personas con apetito constante y obesas tienen curiosamente niveles de grelina en la sangre más bajos que las personas con un peso óptimo. En estas aumenta antes de las comidas y desciende hasta un 40% después.

En las personas con sobrepeso no se produce apenas variación, lo que explica que su apetito no desaparezca.

También se sabe que las personas anoréxicas tienen niveles elevados permanentemente. A través de la grelina el cuerpo da un grito de alarma que estos enfermos han aprendido a ignorar.

¿Por qué sentimos saciedad?

La grelina es un estimulante del apetito, pero no es su único regulador. El cuerpo dispone de un auténtico sistema de freno del hambre.

Su primer componente son los nervios que captan la distensión del estómago y de los intestinos y que advierten al cerebro de que ya están llenos.

Este mensaje es reforzado por tres sustancias que viajan a la cabeza desde el intestino.

La primera es un péptido, una cadena corta de aminoácidos, liberado por el intestino delgado y denominada colecistoquinina (CCK). Es la de acción más inmediata, la que nos hace levantarnos de la mesa al sentirnos llenos.

Pero la CCK desaparece rápidamente y nos sentaríamos otra vez si no fuera por otras sustancias que contribuyen a la sensación de saciedad. Estas son las hormonas GLP-1 y PYY, que dan por zanjada la comida hasta nueva orden.

Se producen en el intestino grueso y no sólo le dicen al cerebro que ya se ha comido bastante, sino que detienen la actividad del estómago para que no envíe más alimento al intestino, donde tiene lugar la auténtica digestión.

Además la GLP-1 ajusta la química sanguínea, estimulando el páncreas para que libere más insulina, la cual empapa los azúcares que llegan a la sangre y acumula los excedentes en las reservas corporales de grasa.

Es decir, la función de estas hormonas va más allá del momento de la ingesta, pues intervienen en la administración de la energía obtenida.

Si a pesar de todos los frenos, la persona insiste en seguir comiendo, el cuerpo tiene un tercer recurso: la leptina.

Descubierta en 1994, es la hormona supresora del apetito. Es producida por la propia grasa corporal y viaja a través de los vasos sanguíneos hasta los mismos lugares del cerebro donde actúa la grelina: elimina el hambre ocupando los receptores celulares de la hormona del apetito.

El descubrimiento de la leptina hizo creer a algunos científicos que los obesos no producían la suficiente y que, si se les inyectaba, el afectado dejaría de comer y quemaría sus reservas de grasa. Pero las cosas no resultaron tan fáciles.

Los análisis mostraron que los obesos, salvo casos excepcionales, producían la leptina que les correspondía. El problema, parece ser, es que de alguna manera los obesos se hacen insensibles a su propia hormona de la saciedad.

Una razón de que no se haya encontrado todavía la manera definitiva y simple de regular el apetito es porque la grelina, la leptina y las otras hormonas intestinales son sólo una parte del complejísimo sistema de control.

Se han encontrado por lo menos una docena más de hormonas y péptidos que desempeñan alguna función, como el neuropéptido Y (un estimulante del apetito que se segrega en condiciones de estrés) o la proteína r-Agouti, también de efecto estimulante.

El centro de control: señales de hambre y saciedad

Así, cómo se desarrollan las características del apetito es todavía en buena parte un misterio.

Se sabe que no se nace con el apetito preprogramado. Comienza a cobrar forma a partir de la primera infancia, cuando al tomar contacto con los sabores empiezan a desarrollarse determinadas redes sensoriales, metabólicas y neuroquímicas.

Se sabe también que la sensación de apetito coincide con la activación de la región mesolímbica, en el centro del cerebro, la zona donde se procesan las sensaciones placenteras.

De allí proceden las señales que a través del nervio vago llegan al estómago, que empieza a segregar jugos gástricos. El páncreas comienza a producir insulina. El hígado se pone en marcha para recibir los hidratos de carbono y las grasas.

Al tiempo que todo este complejo proceso se despliega, la conciencia se llena de una idea simple: "tengo hambre".

Las sensaciones de hambre y saciedad son el resultado de un proceso complejo en el que intervienen los cinco sentidos, las bioquímicas del cerebro y del intestino, el metabolismo y, por supuesto, la psique.

Investigadores de todo el mundo están observando el cerebro para descubrir en qué zonas se siente y se satisface el apetito, o cuáles son los receptores en la superficie de las neuronas de los que dependen las sensaciones de hambre y de saciedad. Estudian también las señales que proceden de las redes nerviosas del estómago y de los intestinos.