En el conocido tema de Simon and Garfunkel I am a rock, el protagonista se muestra orgulloso de ser una isla emocional y de haberse creado una coraza impenetrable que le protege de todo dolor.
Asimismo, el chico se burla de la amistad y declara con orgullo no haber llorado nunca por amor.
Aunque toda la letra de esta canción parece ser una loa al aislamiento emocional, Paul Simon, llegados los últimos versos, imprime un tono de tristeza y arrepentimiento al cantar: “And a rock feels no pain / And an island never cries”.
El final de la canción nos induce a pensar que la muralla que aísla al personaje del mundo exterior y que, por lo tanto, le protege del dolor que pueden causarle las relaciones personales, no resulta tan beneficiosa para él como nos quiere hacer ver en el resto del tema.
Dejar de sentir: aislamiento o prisión
En realidad, este aislamiento autoimpuesto se ha convertido para el joven en una prisión de la que no se ve capaz de escapar y que, además, le impide albergar cualquier tipo de sentimiento.
Si en el pasado experimentamos situaciones traumáticas que nos originaron un inmenso sufrimiento emocional, frente a nuevas vivencias, nuestro inconsciente, para evitarnos experimentar de nuevo el mismo dolor devastador, tiende a crear una barrera de protección.
Este mecanismo de defensa suele aparecer en la infancia, cuando el aislamiento es la única herramienta que posee el niño para defenderse de ciertas situaciones de violencia o abusos.
Dentro de él (o ella) se crea una coraza que aísla emocionalmente a su yo para impedirle sufrir ante las vivencias a las que se ve expuesto a diario. Gracias a este bloqueo, con el que se insensibiliza y deja de sentir dolor, el niño puede sobrevivir.
Cuando somos pequeños, ni sabemos ni nos preocupa qué consecuencias puede tener a largo plazo este mecanismo de aislamiento. De esta defensa, solo nos interesa la protección que nos está brindando en el presente, por lo que día a día, aunque sea de forma inconsciente, la hemos ido manteniendo y reforzando.
Si, por ejemplo, en la adolescencia, sufrimos algún desengaño amoroso o decepciones por parte de amigos, solo tuvimos que añadirle más capas a esa coraza protectora para aislarnos y bloquear, nuevamente, nuestro sufrimiento emocional.
No sentir no es la solución
La letra pequeña que nadie nos leyó, lo que desconocemos, es que esta barrera de protección no tiene filtros y bloquea todo tipo de emociones. Resulta imposible elegir mantenernos aislados de las sensaciones negativas y quedarnos únicamente con las agradables.
Si bloqueamos, lo bloqueamos todo, el dolor y el sufrimiento, pero también el amor o la alegría. La insensibilidad afecta a todo el mundo emocional, por lo que estos adultos que, como medida de protección, bloquearon de pequeños sus sentimientos, acaban viviendo la vida como autómatas, teniendo experiencias, pero sin disfrutarlas ni sentirlas.
Estas personas, aparentemente, no sufren, pero tampoco tienen la sensación de estar viviendo la vida. Como me decía una chica en la consulta: “No vivo, sobrevivo”.
Además, este patrón de “no sentir” les afecta también en sus relaciones personales y con frecuencia, debido a su insensibilidad y a su “frialdad” casi mecánica, estas personas suelen fracasar en sus relaciones de parejas.
El caso del chico que decidió dejar de sentir
El caso de Diego resulta representativo de este mandato de dejar de sentir para evitar el sufrimiento. Diego vino a consulta tras una ruptura con su pareja que le ayudó a abrir los ojos y a reconocer el alto nivel de egoísmo que mostraba en su vida y la escasa empatía que había manifestado hacia su compañera durante toda su relación.
Desde su infancia, Diego se había visto a sí mismo como un chico independiente y se había enorgullecido de resistir, impasible, ante los vaivenes emocionales de la vida. Pero la ruptura con su pareja quebró su castillo de naipes y le enfrentó a la realidad.
A lo largo de su terapia, se fue dando cuenta de la escasa capacidad que poseía para sentir y para conectar con sus propias emociones. A Diego, lo que más le preocupaba era su incapacidad para disfrutar de los buenos momentos con sus seres queridos.
Me decía que le parecía estar “viviendo la vida a distancia”, sin sentir nada de forma auténtica.
En sus sesiones, Diego comprendió que se había creado una coraza para no sufrir por los malos tratos de su padre, un hombre alcohólico que le golpeaba cuando él no se amoldaba a sus deseos. Aunque los maltratos eran casi diarios, en un par de ocasiones, sufrió palizas descontroladas que le impidieron ir al colegio durante una semana.
En esos momentos de violencia extrema, la única idea que animaba al joven Diego era no darle a su padre el gusto de que le viera sufrir. Aguantaba el dolor e, incluso, se burlaba de su padre diciéndole que era un flojucho que no le hacía daño.
La coraza que le protegió durante su infancia, le insensibilizó frente al sufrimiento, pero, con el tiempo, también le impidió disfrutar de su vida. Diego se había convertido en un autómata anclado en su dolor y en su trauma del pasado y, como consecuencia de ello, había perdido a su pareja.
Poco a poco, Diego puedo abrirse a sentir y llorar por su pasado, cosa que no pudo hacer de niño. Dejó salir su dolor oculto y se dio cuenta de que ya no tenía que seguir bloqueando sus emociones. Su padre ya no estaba presente en su vida, ya no tenía que fastidiarle escondiendo su dolor.
Al final de su terapia, Diego llegó a la sabia conclusión de que es mejor sentir que no sentir. Me dijo: “Sé que si me abro a las emociones, puedo sufrir, pero el precio de no sentir es muy grande. Ahora estoy dispuesto a abrirme y sentir. Ya no quiero bloquearme. Quiero ser auténtico. Quiero ser yo”.