Tener un hijo supone un cambio vital, en todos los sentidos. Esta increíble experiencia de aprendizaje, si es bien aprovechada, puede ayudarnos a evolucionar enormemente.

En el caso de las madres, este proceso resulta particularmente profundo e intenso. Los meses de embarazo, la experiencia del parto y la convivencia apegada con su bebé, suponen tal combinación de cambios físicos, hormonales y emocionales, que muchas mujeres experimentan, a raíz de convertirse en madres, una transformación radical en sus vidas.

En mi consulta, siempre dedico tiempo a hablar y trabajar momentos tan especiales como son el embarazo, el parto y el puerperio. Dependiendo de cómo se hayan vivido estos episodios, pueden ser experiencias muy positivas o, también, altamente traumatizantes, como en el caso de las mujeres que han sufrido violencia obstétrica en sus partos.

Hoy quiero compartiros el ejemplo de la revelación vital que experimentó Sandra en el momento del nacimiento de su primer hijo.

La maternidad puede conectarnos con nuestra infancia

En una de sus sesiones, Sandra me contó que, antes de ser madre, no podía soportar el llanto de los niños. A la joven, le incomodaba enormemente escuchar llorar a un bebé o un niño, y más de una vez, había tenido que salir de un restaurante, una tienda o bajarse del autobús, al sentir cómo comenzaba a llorar algún pequeño.

Durante años, este problema le causó a Sandra una gran preocupación. Tenía en mente ser madre en el futuro, pero no sabía cómo iba a reaccionar cuando escuchara llorar a su bebé.

Sin embargo, en el momento del parto de su primer hijo, tuvo una experiencia tan intensa que cambió, para siempre, su manera de percibir el llanto de los niños.

Me contó que, nada más nacer su hijo y escucharle llorar, ella también, sin saber porqué, rompió a sollozar. Poco a poco fue subiendo la intensidad de su llanto y en un momento, en el que este se volvió descontrolado, comenzó a llegarle un bombardeo de imágenes y recuerdos de su propia infancia.

En estos destellos de su vida, Sandra se vio siempre llorando: sola en la guardería, el día que se dio un fuerte golpe con la mesa de la cocina o gimiendo desconsolada en su cuna.

Todas estas imágenes le trajeron a su memoria situaciones que había olvidado hacía muchos años.

En todos estos recuerdos, invariablemente, la Sandra bebé o niña, estaba sola, llorando y desatendida.

En cuanto su bebé comenzó a mamar, Sandra pudo dejar de llorar. Aunque las escenas que había recordado seguían presentes en su mente, ahora que tenía su bebé al pecho, Sandra se sentía tranquila.

Desde esos primeros momentos de vínculo con su hijo, la joven madre comenzó a conectar con su propia historia de llantos ignorados.

El cerebro de la madre puede cambiar tras el parto

Sandra me comentó que, en su familia, era habitual la idea de que se debía dejar llorar a los niños para que fortalecieran los pulmones. Ella nunca fue atendida y no sintió nunca a nadie cerca con quien desahogarse y llorar. Con el paso del tiempo, se insensibilizó y, no solo dejó de llorar, sino que comenzó a sentir el llanto como un ruido que la ponía nerviosa, le desagradaba.

No era capaz de conectar con el dolor de los demás porque era incapaz de conectar con el propio.

Por suerte para Sandra, el hospital donde dio a luz estaba muy saturado esa noche y pudo parir tranquila, sin muchas interrupciones o intervenciones. Se quedó con su bebé en todo momento y, rápidamente, lo pudo poner a mamar de su pecho.

La intensidad del momento y la descarga de las hormonas del parto, la ayudaron a tener esa especie de regresión en vivo para conectar el llanto de su bebé con el suyo propio.

Esta toma de conciencia es un proceso que va desde lo químico hasta lo emocional y modifica el cerebro de la madre para siempre. Lo que Sandra pudo comprender ese día fue integrado en su mente y le ayudó a cambiar su punto de vista sobre el llanto.

El llanto de su bebé apenas duró unos minutos. Dejó de llorar cuando comenzó a mamar pero, para Sandra, fue el detonante que necesitaba para conectar y liberar su tristeza y su soledad. A partir de entonces, fue incapaz de ignorar el llanto de su hijo o el de cualquier otro niño.