De pequeños, cuando comenzamos a percatarnos de cómo funciona el mundo, descubrimos que, para que no se enfaden con nosotros, es preferible callarnos.

Descubrimos que, por ser el menor o el mayor de los hermanos, nos tratan de forma diferente o que nuestros padres nos prestan más atención y nos valoran positivamente cuando nos comportamos tal y como ellos esperan.

Casi sin darnos cuenta, nos amoldamos a nuestra familia y a sus costumbres particulares.

Vamos asumiendo el rol que nos otorgan en ella y, de esta forma, nos sentimos acogidos y protegidos.

Unos hermanos son etiquetados como buenos y responsables, otros como traviesos y revoltosos, y otros como bromistas y simpáticos. Cada uno ocupa su lugar y desempeña su papel en las dinámicas familiares.

Somos lo que nos dijeron que somos

Con el paso del tiempo, nos vamos acostumbrando a ese rol impuesto que hemos asumido como intrínseco y, de forma natural, lo ejercemos en cualquier situación y en cualquier circunstancia de nuestras vidas, incluso, en aquellas ajenas a nuestras familias.

Ya nadie nos tiene que recordar cómo debemos actuar porque hemos interiorizado tan profundamente nuestro papel que no necesitamos realizar ningún esfuerzo para desarrollarlo.

Nos identificamos con estos rasgos de personalidad y se convierten en nuestra estrategia, en nuestra máscara para enfrentarnos al mundo fuera del entorno familiar.

Ya de adultos, si alguien nos pregunta cómo somos, responderemos sin dudar un solo momento que somos “responsables”, “divertidos” o “la oveja negra de la familia”.

Estamos tan acostumbrados a ejercer este papel que nos otorgaron en la infancia que lo asumimos sin cuestionarlo y, lo que es peor, nos identificamos en exclusividad con esta personalidad impuesta.

Máscaras que marcan nuestra personalidad

Podemos afirmar que, la máscara (simbólica) que usábamos para sentirnos integrados en la familia, se ha convertido en nuestra segunda piel, y que esta careta, en nuestro presente, es la única parte de nosotros que identificamos como real cuando nos miramos al espejo.

A lo largo de nuestra vida, potenciamos tanto unos determinados rasgos de personalidad que, poco a poco, estos toman el control y acaban por convertirse en unos tiranos que nos fuerza a seguir cumpliendo con el rol que nos impusieron en nuestra niñez.

Todas estas personas son esclavas de sus roles.

El responsable, por ejemplo, se hace cargo de todas las deudas de la familia, mientras que el bromista, se evade de la realidad quitándole importancia al problema o el travieso, sigue gastándose su sueldo en el juego.

Liberarnos de las etiquetas para saber quiénes somos

Estas máscaras, estas caretas que nos forzaron a llevar, solo representan una fracción de nuestra personalidad, la que hemos reforzado desde pequeños desdeñando otros rasgos mucho más afines a nosotros.

Cuanto más poder le damos a esta parte impuesta, más espacio ocupa en nuestro interior y más se anulan otros aspectos que también forman parte de nosotros, pero que jamás han tenido ocasión de expresarse.

El responsable nunca ha podido divertirse, pero pensemos también que quizá al bromista, nunca nadie le ha dado la oportunidad de demostrar si puede hacerse cargo de un asunto importante.

No tener integrados todos los aspectos de nuestra personalidad, nos impide ser conscientes de quiénes somos en realidad, lo que acaba por enfermarnos.

Muchas personas acuden a terapia porque, a pesar de tener un buen trabajo y gozar de una buena posición económica, no encuentran un aliciente en sus vidas y se sienten desdichados.

Estas personas, a lo largo de sus vidas, se han centrado tanto en potenciar un único aspecto, que han olvidado a sus otras partes, a sus otros yoes.

Muchos de ellos comentan sentirse incompletos y tratan de buscar en el exterior las emociones que les ayuden a sentirse vivos, pero, esta búsqueda no debe enfocarse hacia fuera, sino hacia dentro.

Patricia: la abogada que nunca se dio permiso para disfrutar

La historia de Patricia ejemplifica perfectamente esta desconexión de la que estamos hablando. Ella era una abogada de éxito, muy valorada en su entorno laboral.

Llegó a terapia en un momento de crisis personal que le había llevado, incluso, a pensar en el suicidio. A pesar de tenerlo todo, no era feliz; se sentía vacía.

Patricia siempre vivió centrada en los estudios. No recordaba haber jugado como lo hacían sus hermanas, a las que nos les importaba revolcarse en el suelo y mancharse.

Ella siempre había sido muy pulcra con su ropa y con todos los demás aspectos de su vida. Desde pequeña, en su casa, la habían valorado como cuidadosa y juiciosa, por lo que, para cumplir con lo que se esperaba de ella y hacer felices a sus padres, Patricia reforzó estas actitudes.

Gracias a haber potenciado esa parte responsable, consiguió ser la primera de su promoción y tener un gran éxito laboral, pero la otra cara de la moneda es que relegó a un rincón otros aspectos de su personalidad vitales para su felicidad.

En terapia, pudo darse permiso para reducir el excesivo nivel de control y poder, de esta forma, disfrutar más de la vida.

Debemos trabajarnos para conectar con estas partes nuestras escondidas en lo más profundo de nuestro ser.Tenemos que otorgarles su voz para que también sean tenidas en cuenta.

Independientemente del motivo de consulta que nos llevara a ella, este es el objetivo de toda terapia, el volver a conectar con nosotros mismos y de esta forma, poder integrar todas nuestras partes.