Carlos acudió a terapia presentando un miedo extremo hacia los caracoles. Un animalito, en principio, tan poco atemorizador para los demás, para él suponía una verdadera pesadilla.
Ver un caracol por el suelo o trepando por una pared le provocaba una ansiedad instantánea. Su corazón se aceleraba, comenzaba a temblar y buscaba la manera más rápida de huir del lugar.
"Sé que yo corro más que ellos y que no me pueden hacer nada, pero el miedo me supera; me paraliza, no lo puedo controlar" me contaba Carlos cuando me hablaba de ellos. Mientras lo hacía, su cara mostraba pánico, no podía dejar de frotarse las manos y sudaba copiosamente.
Hacía pocos años, Carlos había heredado la antigua casa de campo de sus padres. Sin embargo, su fobia hacia los caracoles le impedía ir a pasar allí sus días libres o sus vacaciones.
-Ramón -me dijo en una de las sesiones-, la última vez que fui allí, no pude salir del coche, pensaba en caracoles en el jardín y no podía soportarlo, no podía pasar por donde ellos estaban babeando, es solo pensar en las babas y me mareo. También, -continuó contándome- pensé que dentro de la casa no estaría seguro, los caracoles pueden trepar y ¿qué iba a hacer por la noche? No podría dormir. Así que me di la vuelta y me volví a la ciudad.
Por otra parte, Carlos me comentó que también evitaba salir de su casa, en pleno centro de la ciudad y alejada de cualquier jardín, cuando llovía. Quería evitar, a toda costa, tropezarse con un caracol.
Como hacemos siempre en consulta, comenzamos a trabajar para comprender y sanar el origen de la fobia.
En las primeras entrevistas, Carlos presentó a un padre autoritario y estricto que no dudaba en usar la violencia para imponer disciplina. Gritos y bofetadas acompañaron a diario a Carlos durante toda su infancia. A veces, la furia de su padre se desataba con tal descontrol que el niño, en varias ocasiones, había llegado a temer por su vida.
En una de las sesiones, recordando una de estas palizas extremas, Carlos veía cómo su padre le sujetaba por un brazo mientras le pegaba una y otra vez, durante largos minutos, sin descanso, sin darle ninguna oportunidad de escapar. Incluso, en un momento en el que al niño se le ocurrió protestar, los golpes aumentaron de intensidad, de modo que la única salida que tuvo el pequeño para sobrevivir fue la de adoptar una actitud sumisa y pasiva: callarse y aguantar.
Justo en el instante de más virulencia de la paliza, mientras Carlos sangraba por una brecha que su padre le había hecho con la hebilla del cinturón en una ceja, sus ojos, en parte velados, se fijaron en un caracol que trepaba parsimorniosamente por la pared. El niño, contempló, durante largos segundos, al caracol mientras su padre le pegaba sin cesar. A través de la sangre, le veía subir impasible, sin percatarse de su dolor, babeando, poco a poco, sin descanso, al igual que los golpes de su padre caían sobre él.
Carlos, en aquellos momentos de angustia extrema, sin la posibilidad de poder expresar su dolor o su horror, se vio obligado a callar y a guardar en su interior toda su impotencia y su rabia. No obstante, sus emociones no se escondieron del todo, buscaron una pequeña válvula de escape para poder ser expresadas y para, de alguna forma, aliviar parte de la represión sufrida y recordarle a Carlos el daño recibido.
La fobia que desarrolló Carlos durante años hacia los caracoles fue la manera que encontró su inconsciente para poder darle voz, aunque de forma indirecta, al daño recibido.
Cuando pudo reconocer el origen de su fobia y expresó todas las emociones reprimidas que sintió de niño, el miedo irracional fue remitiendo.
Tiempo después de la conclusión de su terapia, Carlos me envió varias fotografías de caracoles que había tomado en su casa de campo, a la que por fin acudía cada vez que tenía un día libre. En una de las fotos, se veía cómo Carlos sonreía mientras sujetaba un caracol en la palma de su mano.
La fobia es una suerte de solución intermedia, mal menor, que nos permite aliviar algo de la presión emocional provocada por las emociones reprimidas en la infancia, pero que, por contra, nos oculta el verdadero origen de nuestro sufrimiento. A medida que encontremos el motivo primigenio y recoloquemos las emociones sentidas, la fobia irá remitiendo de forma natural.