Muchas niñas y niños, sufren discriminación y burlas a causa de su elevada sensibilidad y de su intensa vida emocional. Miradas extrañadas o comentarios despectivos, pueden afectar a su autoestima y dejar una profunda huella en ellos.
La mayoría de los adultos no comprenden el mundo emocional de los niños y no le dan importancia a un comentario ocasional o a una “broma inocente”, pero la realidad es que esta falta de comprensión puede infligir, en estos niños, tanto daño como un maltrato mucho más severo.
Un sentimiento gestado en la infancia
Marina siempre tuvo pánico a las reuniones familiares. Mientras que, para sus primos y hermanos, estas ocasiones significaban grandes momentos de juego y diversión, para ella, suponían una auténtica pesadilla.
No podía soportar las bromas y comentarios despectivos a los que, de continuo, la sometían sus tíos y abuelos. Marina siempre fue una niña mucho más sensible y emotiva que los demás, pero en su familia no comprendían su sensibilidad y cualquier ocasión, les parecía propicia para burlarse de ella por ello.
El mayor peligro de este tipo de bromas humillantes reside en que produce un enorme daño en la autoestima de los niños.
Aunque puede darse el caso de que, en un primer momento, estos pequeños reaccionen enfadándose y rebelándose ante el trato denigrante al que le están sometiendo, si la situación se prolonga mucho en el tiempo, acaban por dudar de de sí mismos y reaccionan ocultándole sus emociones a los demás.
Si mostrarse naturales y espontáneos frente a los otros resulta motivo de mofa, reprimirán sus expresiones emocionales y las esconderán en un lugar muy profundo de su interior.
Cuando nos hacen sentir ridículos por sentir
En un estado muy similar se sentía Marina cuando acudió a mi consulta buscando ayuda. La joven se había percatado de que le costaba enormemente expresar sus emociones. Siempre se recordaba introvertida, pero en los últimos años, había notado una tendencia, cada vez mayor, a bloquear sus emociones, hasta el punto de que, en algunos momentos, le costaba reconocer lo que sentía.
En nuestra primera sesión, al hablar sobre su infancia, Marina no recordaba gritos ni golpes, como otras amigas suyas, pero tampoco rememoraba una infancia feliz. Le costaba mucho encontrar recuerdos en los que pudiera jugar abierta y libremente sintiéndose bien.
Lo que la joven sí que recordaba era una serie de incidentes desagradables, que se habían repetido en múltiples ocasiones en su infancia. Desde muy pequeña, Marina se convirtió en el objeto de pequeñas bromas y burlas debido a su sensibilidad. En su familia, sentir pena o llorar era visto como un signo de debilidad, por lo que no paraban de ridiculizarla.
Situaciones como llorar con una canción que le producía tristeza, quejarse cuando se caía y se hacía daño, o mostrar pena por la muerte de los animales (cuando ponían corridas de toros por la televisión), motivaban la mofa y el desprecio por parte de sus familiares.
Ni siquiera sus padres la apoyaban o la defendían cuando otros se reían de ella, por lo que emocionalmente Marina pasó su infancia sintiéndose sola, un bicho raro dentro de su familia.
Cuando pensamos en la suma de todas estas situaciones y otras burlas similares que sufrió Marina a lo largo de toda su niñez, podemos hacernos una idea del terrible efecto que tuvo para ella.
Posible origen de la introversión
En su vida adulta, Marina era una chica tremendamente retraída. Por miedo a que la humillaran y ridiculizaran, había aprendido a no compartir sus emociones con nadie. Esta introversión extrema había afectado a todas sus relaciones.
Tenía amigas con las que salía para divertirse, pero nunca llegaba a profundizar en su amistad. En sus relaciones de pareja, también se topaba siempre con un muro emocional que no conseguía superar y que le impedía abrirse a la otra persona.
A medida que fuimos trabajando con su historia personal, Marina pudo comprender y verbalizar lo injustos que habían sido con ella. No sentía rabia contra sus padres o familiares, sino una profunda tristeza por no haberse sentido comprendida de pequeña.
“No podían hacer más. Son unos torpes emocionales y no podían ver el daño que me hacían”, me decía en una de sus sesiones, “pero ya no quiero seguir escondiéndome, quiero liberarme de este gran peso. No quiero seguir sintiendo vergüenza por ser como soy”.
Cuando Marina comprendió que no todo el mundo es como su familia y que no todas las personas iban a mofarse de sus emociones y reacciones, comenzó a abrirse. La joven pudo reprogramar toda una vida de bloqueo emocional y aprovechó la confianza que tenía con algunas amigas para dar lo que, para ella, era un gran paso.
Recuperó la expresión de su tristeza, sus miedos, sus alegrías y sus esperanzas. Marina ya se sentía segura, le daba igual lo que pudieran opinar los demás y no tenía miedo de las burlas.