No quiero ser como mis padres, pero lo soy. ¿Cómo lo evito?

En nuestra infancia asimilamos como normales todos los comportamientos de nuestros padres. Para no seguir repitiendo conductas insanas con nuestros propios hijos, tenemos que liberarnos de estas enseñanzas tóxicas.

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En mi consulta, con frecuencia, recibo a muchos padres y madres que desean ejercer una crianza respetuosa con sus hijos. Una crianza libre de chantajes, de castigos y de gritos. Sin embargo, la teoría es más sencilla que la práctica y, como me cuentan estas familias, en ocasiones, no son capaces de controlar sus nervios y acaban gritando o castigando a sus hijos.

Una de estas madres fue Marisol. Vino a mi despacho para pedir asesoramiento familiar. Me explicó que se había propuesto criar a sus hijos justo al contrario de como sus padres la habían criado a ella, pero que, a veces, esto le resultaba imposible. Me contó cómo, en bastantes ocasiones, se sorprendía, casi sin darse cuenta, reproduciendo los mismos insultos y los mismos gritos que había recibido de sus padres.

Como podéis imaginar, el sentimiento de culpa de Marisol era demoledor. Ella, mejor que nadie, sabía la profunda herida emocional que provoca vivir en un ambiente tan negativo. Sin embargo no podía evitar repetir, con su hijo, el mismo comportamiento dañino que había recibido de sus padres.

Por qué tendemos a imitar a nuestros padres

En este blog, ya hemos hablado, en otras ocasiones, de cómo en la infancia asumimos ciertos patrones que nos sirven para defendernos o para minimizar los riesgos de ser castigados o golpeados. Estos son los llamados patrones de supervivencia. Además, existe otro mecanismo de aprendizaje por el que interiorizamos actitudes de nuestros mayores que quedan guardadas en nuestra memoria y que, años más tarde, afloran en situaciones similares a las que vivimos de niños. Se trata de la imitación.

A lo largo de nuestra evolución como especie, hemos perfeccionado una plasticidad cerebral que nos ha ayudado a adaptarnos a las más diversas condiciones y, también, a la tremenda complejidad de la sociedad humana. Desde pequeños, aprendemos de nuestros mayores cómo funciona el mundo en el que nos vamos a desenvolver.

Nos identificamos con ellos y vamos interiorizando las habilidades y costumbres que necesitamos. Asimilamos los ritos, las costumbres sociales, las canciones, los refranes, etc. Y todo esto, lo asumimos casi de forma automática, por mera observación y casi sin que exista una intención educativa por parte de los adultos.

Aprendemos estas actitudes de nuestros padres por imitación o, mejor dicho, por una asimilación natural, de la que apenas somos conscientes.

La mayor parte de las veces, este mecanismo de aprendizaje nos resulta muy útil. Sin embargo, en algunas ocasiones, los niños aprenden, por imitación de sus padres (u otros adultos de su alrededor) comportamientos y actitudes insanas. Si los padres, por ejemplo, soportan un alto nivel de estrés y viven acelerados, los pequeños interiorizan la impaciencia y la prisa como la forma natural de vivir.

Cuando repetimos comportamientos insanos

El caso de Marisol no era una excepción. En nuestra primera sesión, me refirió haber sufrido durante toda su vida por los gritos, los insultos y el continuo estrés que sintió en su casa de pequeña. Le parecía que sus padres vivían enfadados todo el día. Discutían constantemente entre ellos de forma agria y violenta. Con ella tampoco tenían paciencia, por cualquier motivo, la regañaban y la gritaban.

El ambiente en su casa era tan insoportable que Marisol, en cuanto encontró un trabajo que le permitió mantenerse por sí misma, se independizó.

Al alejarse de su casa, desaparecieron los gritos y la joven pudo llevar una vida más sosegada. Durante más de una década, Marisol vivió tranquila pensando que se había liberado del estrés y del mal ambiente. Sin embargo, tras nacer su primer hijo, comenzó a sufrir arranques incontrolables de agresividad verbal. Cuando llegaba la noche, el momento del la jornada en el que más cansada estaba, sentía que perdía la paciencia y, con frecuencia, terminaba gritándole a su bebé.

En consulta, le expliqué cómo muchos de nuestros comportamientos, unos buenos y otros no tanto, los aprendemos de nuestros padres. Cuando crecemos y tenemos hijos, inconscientemente, tendemos a repetir las conductas de nuestros padres (que de pequeños asimilamos como naturales). Al igual que nos acordamos de las canciones que nos cantaban cuando nos acunaban para dormir, también recordamos otros comportamientos, no tan positivos, como los gritos en momentos de tensión, en el caso de Marisol.

Entender por qué lo hacemos para avanzar

Tuvimos que dedicar varias sesiones a trabajar su forma de afrontar el estrés. Comprendió que sus padres no habían sido un modelo sano de paciencia y cariño. Ambos trabajaban y no tenían mucho tiempo para dedicarle a sus hijos. De hecho, siempre estaban tan ocupados, que la joven no albergaba ningún recuerdo jugando con ellos.

Marisol se dio cuenta que de pequeña había asimilado como normal la forma de comportarse de sus padres. También entendió que la situación de sus padres no era la suya. Ella podía permitirse momentos de tranquilidad y de juego con sus hijos. No tenía por qué vivir estresada.

Además, también comenzó a reconocer las señales de fatiga de su propio cuerpo. Para intentar no sobrepasar su límite, adelantó la hora de ir a la cama y, de esta forma, evitar ese cansancio extremo tan dañino.

Poniendo en práctica todo lo que trabajábamos en las sesiones, aquellos momentos de gritos y pérdida de control fueron diluyéndose y Marisol pudo, por fin, disfrutar de la crianza respetuosa que deseaba ofrecerle a sus hijos.

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