Personas controladoras: el precio de sentirse seguras

Pretender tener el control de todas las situaciones, en cada momento, nos puede acarrear altos niveles de ansiedad. No se permiten fallos ni improvisaciones.

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En este artículo, siguiendo con la serie de tipos de roles dañinos que adoptan las personas en su infancia, voy a hablar de uno nuevo, “el controlador”.

En nuestra sociedad, se valora enormemente a las personas responsables. En las empresas, por ejemplo, se premia a aquellos trabajadores capaces de soportar una gran carga de trabajo sin apenas cometer errores.

Algunas personas encajan muy bien en este perfil, suelen ser individuos muy meticulosos, perfeccionistas, que siempre se preocupan por tenerlo todo bajo control y que, raramente, se equivocan. Estos sujetos, en sus hogares, también asumen el papel de cabeza pensante que se encarga de planificar todas las tareas y de organizar las vacaciones perfectas sin que falte un solo detalle.

Cómo son las personas controladoras

Lejos de lo que aparenta, esta forma de ser, tan controladora, resulta un arma de doble filo. Por un lado, aporta prestigio, los demás valoran el esfuerzo de estos individuos y agradecen mucho sus dotes de planificación y mando, pero, por otra parte, además de ser agotador, obliga a estas personas a vivir en continua tensión para no dejar ningún cabo suelto.

Esto significa, no tener un momento de respiro, mantener la mente repasando, continuamente y sin descanso, todos los planes para pulir detalles y perfeccionarlos.

Cuando la cabeza toma el poder absoluto sobre las acciones, nos topamos con un enorme problema, el espacio para la intuición y la improvisación, tan importantes para afrontar los avatares de la vida, desaparece. Estas personas, no pueden admitir un solo cambio de planes o un imprevisto. Para ellas, todo tiene que estar medido y planificado.

El precio de sentirse seguras

Los individuos que sufren este exceso de control, se quejan de que nunca consiguen relajarse ni tampoco logran, bajo ninguna circunstancia, ser felices. Por mucho que se esfuercen, nunca pueden disfrutar de un paseo por el campo o de una cena en familia, siempre están preocupados, anticipando las posibles dificultades que pueden, en cada recodo del camino, aparecer.

Físicamente, estas personas pueden presentar problemas de espalda, contracturas, tensión muscular, estreñimiento y más síntomas relacionados con su necesidad de control.

Para estos sujetos, la sensación de tenerlo todo bajo control les proporciona seguridad, pero ésta, siempre resulta momentánea y engañosa, puesto que siempre surgen nuevas variables que rompen su delicado equilibrio interior. El exceso de control es un bucle infinito en el que siempre afloran detalles que se escapan y que precisan ser controlados.

El orígen de la adicción al control

En esta búsqueda de la sensación de seguridad, precisamente, es donde podemos rastrear el origen de la obsesión por el control.

Si de pequeños vivimos situaciones de inestabilidad, con unos padres irascibles que podían enfadarse por cualquier motivo arbitrario, tener el control del máximo posible de variables conseguía evitar algunos disgustos paternos y lograba proporcionarnos algunos, breves, momentos de tranquilidad. Con el paso del tiempo, estos niños aprenden a vivir (sobrevivir) en un estado de alerta permanente, en una continua búsqueda de poseer el control de la situación para poder sentirse, por unos instantes, seguros.

El caso de María Dolores

María Dolores era una de estas personas, tan obsesionadas por el control que, debido a éste, había sufrido varias crisis de ansiedad a lo largo de su vida. Cuando la situación se volvió insostenible, acudió a mi consulta y comenzamos a trabajar su presente ayudándonos de su pasado. En terapia, comprendió cómo las dinámicas de su familia, totalmente desestructurada, la habían obligado a ser excesivamente controladora.

Según sus propias palabras: "necesitaba controlar todo lo que yo hacía porque todo lo demás no lo podía controlar. Mi casa era una locura. Mi padre podía estallar en cólera en cualquier momento. Yo tenía que saber qué decir o qué hacer, debía tener cubiertas todas las posibilidades para que él no se cabreara. He aprendido a controlar para evitar situaciones desagradables y peligrosas. Para mí, esto se ha convertido en una droga: necesito controlar. Ya no sé vivir de otra forma"

En su testimonio vemos como, en un primer momento, el control fue un mecanismo adaptativo para María Dolores. Saber en cada momento lo que podía o no podía hacer, le funcionó en su infancia para evitar muchos enfados de su padre y algún que otro bofetón. Pero cuanto más fue centrándose la niña en su padre, más se alejó de sí misma, de su instinto y de lo que su intuición le pedía. De esta forma, María Dolores, acabó por convertirse en una autómata, en una obsesa del control.

Cómo superar la obsesión por el control

Teniendo en cuenta que resulta de gran ayuda en la infancia y que, además, se sigue reforzando en la actualidad gracias a todos los beneficios sociales y personales de ser una persona responsable, liberarse de este rol de controlador no resulta sencillo. Para lograrlo, hay que comenzar por trabajar a nivel racional, comprendiendo que los peligros del pasado ya no son peligros reales, que ya nadie nos va a pegar si decimos o hacemos algo inadecuado.

También resulta imprescindible realizar un trabajo en profundidad, conectando con aquella parte nuestra que quedó reprimida bajo el control. Nuestra intuición y nuestra espontaneidad necesitan que centremos nuestra atención en ellas y comencemos a hacernos caso, a soltar, y a aflojar el nivel de control.

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Ya no nos va a ocurrir nada dañino si cometemos un error, si olvidamos un dato o si se nos cae un plato. Pero, en realidad, si dejamos el control, sí que va a suceder algo, esta vez, beneficioso para nuestra salud, por fin, podremos relajar cuerpo y mente y comenzar a vivir.

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