Cuando algo sucede.
Sucede.
No hay vuelta atrás.
No hay forma de arreglarlo.
Porque hay cosas inevitables.
Y no se puede cambiar el pasado.
Cuando algo sucede.
Tienes tres opciones.
Puedes luchar contra ese algo, patalear, quejarte, llorar.
Puedes enfadarte mucho con ese algo.
Muchísimo.
También puedes hacer como que no ha sucedido.
Pasar.
Evadirte, no pensar, no profundizar, tapar y enterrar.
Como si eso sirviera de algo.
Como si no fuera a salir en cualquier momento por cualquier lado.
Y por último puedes hacer lo más difícil.
Que es aceptarlo.
Aceptar el suceso.
Aceptar que el accidente se produjo, que hubo un despido, que papá murió.
Aceptar que se ha roto la relación.
Aceptar que nada es seguro en esta vida.
Eso es lo más complicado.
Pero es lo único que te permite seguir adelante.
Que te permite hacerte cargo del suceso.
Que te da la posibilidad de hacer algo con él.
Porque a todas las personas nos pasaran millones de cosas durante nuestras existencias.
Algunas salvajemente hermosas.
Otras terribles.
Y todas ellas, las buenas, las malas y las regulares, formarán parte de lo que somos y de lo que llegaremos a ser.
Porque somos un cúmulo de aciertos y de errores.
Somos carne confabulada.
Huesos que conspiran contra la muerte.
Somos un pequeño inmenso milagro.
Por eso hay que resistir hasta el final.
Por muchas cosas que sucedan.
Por mucho que se tuerza el mundo.
Por muchos palos.
Todavía tenemos tiempo.
Para encontrar una oportunidad.
El afecto.
El vínculo.
Y la alegría.