Te levantas y corres las cortinas de la habitación. Hacía días que no veías un cielo tan despejado. Te diriges hacia el baño para lavarte los dientes pero sigues mirando ese azul cielo casi hipnótico por el rabillo del ojo y te das un golpe en la espinilla con el canto de la cama. Entonces, además de culparte por no haberlo visto venir –nos ha pasado a todos–, percibes un dolor punzante.
Paralelamente, tu cuerpo se pone en marcha: tras detectar la alerta, tu sistema inmunitario se activa y procede a inflamar la zona para frenar el avance del daño y, posteriormente, restaurar el tejido y eliminar los residuos. Aparece enrojecimiento, calor e hinchazón. Por suerte, la inflamación que percibes de forma tan evidente desaparece en unos días: ha sido la respuesta a una agresión, ha sido efectiva y ha desaparecido. Fin.
Per no, no todas las historias sobre la inflamación acaban en final feliz. A veces el “golpe” que azota el organismo es ambiental y la inflamación que provoca no es tan evidente a nuestros ojos. Y si esa inflamación persiste, si deja de tener un propósito reparador, puede volverse crónica. El relato entonces no termina ahí.
Volvamos a la habitación y a la bonita imagen del cielo azul. Supongamos que no nos tropezamos y llegamos al baño para lavarnos los dientes. Supongamos que al hacerlo observamos que nuestras encías sangran. Este es uno de los muchos síntomas, según nos ha explicado esta semana la Doctora María Gea Brugada, de que podemos estar sufriendo una inflamación crónica.
La Dra. Natalia Eres explica muy bien en este otro artículo que este tipo de inflamación –la que persiste más allá de lo necesario– se vuelve destructiva y acaba convirtiéndose en una disfunción en sí misma que labra el terreno para la aparición de enfermedades crónicas de todo tipo e incluso que puede acabar provocando un deterioro de la salud mental. No en vano, se cree que incluso pueda ser el origen de muchos casos de depresión.
Por suerte, la historia no tiene por qué acabar así. Tomás Álvaro nos cuenta en este interesante artículo que existen numerosos factores del ambiente y el estilo de vida occidental que resultan proinflamatorios. La dieta, el estrés, la inactividad física, los tóxicos, la microbiota intestinal, el sueño o la falta de vitamina D… pueden estar tras esta inflamación crónica.
Eso significa que tenemos formas de frenar esa inflamación a tiempo para evitar sus posibles trágicas consecuencias. La buena noticia, por lo tanto, es que está en nuestra mano cambiar el final de la historia –hacer que la inflamación no acabe llevándose nuestra salud física y mental por delante–, simplemente adoptando pequeños cambios en nuestro estilo de vida. Aquí te propongo algunos consejos para lograrlo:
¡Que tengas un feliz día!
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