Nuestra mente empieza a tomar decisiones desde que nos levantamos. Sin embargo, frecuentemente estas decisiones parecen inconsistentes e incluso irracionales.
A menudo no somos conscientes de que algunas de nuestras decisiones se ven influidas por la emoción y el instinto. El cerebro más primario, la amígdala, tiene mucho que ver en ello.
El cerebro se ha ido desarrollando a lo largo de la evolución.
Diego Redolar, Psicólogo y doctor en Neurociencia, codirector del Cognitive Neurolab y profesor de la Universitat Oberta de Catalunya, es uno de los grandes investigadores de la conducta humana y su correlación con las diferentes partes del cerebro que se activan. Le preguntamos sobre cómo es ese mecanismo.
¿Va cambiando nuestra manera de decidir con los años?
En la toma de decisiones constantemente buscamos un equilibrio entre el procesamiento elaborado, consciente, y otro más automático, inconsciente e intuitivo; entre razonamiento y emoción.
El razonamiento dependería en gran parte del funcionamiento de la corteza prefrontal, que no acaba de madurar plenamente hasta la edad adulta.
Uno de los principales responsables del procesamiento emocional es la amígdala, esculpida a lo largo de la evolución que al nacer ya se encuentra con un desarrollo notable.
No siempre tenemos todos los datos para tomar una decisión meditada.
No, y pese a todo tenemos que decidir. Por eso nuestro cerebro siempre busca cosas para elegir una opción u otra, aunque no sepamos nada.
Cuando carecemos de información, nos podemos basar en aspectos que en principio poco tienen que ver con una decisión racional. Por ejemplo, al elegir entre dos personas que no conocemos de nada, cobrará importancia la forma de la cara.
Seguramente alguna vez habrá realizado u oído un comentario como: «No conozco de nada a esta persona, pero su cara no me da buenas vibraciones». Por regla general, los rostros que muestran una expresión facial de felicidad presentan bocas en forma de «U» y cejas en forma de «Ʌ» son catalogados como rostros que denotan confianza.
¿Por qué prejuzgamos de esta manera?
Es espontáneo y automático. En este sentido, se ha podido comprobar en contextos experimentales que si enseñas dos imágenes, una de un rostro con rasgos que denotan desconfianza y después un rostro neutro, los participantes suelen atribuir también al rostro neutro desconfianza.
En esta línea, se ha encontrado que la actividad de la amígdala aumenta cuando se evalúa la confianza o desconfianza.
No será tan mecánico.
No, claro. Nuestra personalidad también influye para que tomemos una decisión u otra. Del mismo modo, influyen otros aspectos sociales más allá de la confianza que nos despierte un candidato.
¿Esto podría variar con la edad?
Efectivamente. Las personas mayores son más susceptibles a los fraudes, sobre todo de tipo financiero, y a ver comprometida su capacidad en la toma de decisiones.
Por ejemplo, ocurre en lo que se refiere a la intención de voto, en tanto que presentan más problemas que la gente más joven a la hora de procesar las claves relacionadas con la desconfianza cuando perciben a otras personas.
¿Cómo actúa la amígdala?
La amígdala está siempre atenta y reacciona ante cualquier señal de peligro, por ejemplo, al ver una serpiente o una araña. Eso lo saben bien los directores de películas de terror. Utilizan estos mecanismos para hacernos saltar de la butaca.
Pero la amígdala también nos detecta estímulos positivos: ¿cuántas veces hemos pasado por un restaurante sin fijarnos y lo descubrimos cuando tenemos hambre? Allí ha intervenido la amígdala.
¿Y cuando no me dejo llevar por el instinto?
Es obvio que podemos frenar nuestros instintos primarios. Incluso hemos podido localizar una zona que lo hace. En un desayuno, ante la disyuntiva entre un pastel y una pieza de fruta, al escoger la más saludable a pesar que nos apetece más el pastel se activa una región lateral de la corteza cerebral.
Es una zona que hemos identificado como de autocontrol. Entendemos que es una zona básica para razonar las decisiones importantes, aquellas en las que se valora el beneficio a largo plazo y no solo el deseo inmediato.
¿Qué otros factores intervienen en la toma de decisiones?
La influencia de los otros es importante. Hasta tal punto que puede hacernos dudar de nuestras propias certezas, un fenómeno que llamamos la falacia del experto.
Se han hecho experimentos, donde un periodista de prestigio preguntaba cosas absurdas, como la llegada de extraterrestres aquel mismo día, y la gente contestaba sin cuestionarse la pregunta.
Otro elemento a tener en cuenta es la valoración de las opciones que se nos presentan. Fijémonos que, si tenemos que elegir entre una cosa de un euro y otra de mil, notamos una gran diferencia. Sin embargo, entre cien mil euros y ciento un mil no vemos tanta.
La recompensa también influye.
Por supuesto. Hemos podido localizar áreas del cerebro que se activan para reforzar la decisión que tomamos. Hemos visto que, si después de una acción se da una recompensa, se activa una zona cerebral muy importante para el procesamiento de la información reforzante, el núcleo accumbens.
Si la siguiente vez que se pide realizar esa acción, no se recompensa, la zona que se había activado deja de hacerlo. El cerebro interpreta que ya no hay motivación para tomar esa decisión. Es algo que los padres deberían tener en cuenta a la hora de premiar a los niños.
¿Está muy estudiada la toma de decisiones?
Quien se ha preocupado más en analizarlas es el neuromarketing, buscando la manera de vender mejor. Han hecho muchos experimentos en este sentido.
Comprobaron que si ofertas en el cine un paquete de palomitas de 3 euros y otro de 7, la gente optaba por el pequeño. Sin embargo, si pones otra opción intermedia a 6,5 euros, comprará el de 7 porque lo identifica como una gran mejora por solo 50 céntimos más.
Pocos se paran a pensar que con el de 3 ya tenían suficientes palomitas. La idea de oferta es muy poderosa.