La ciencia nos dice que la materia no es sólida como imaginamos, que espacio y tiempo son una construcción mental. Que veamos el cielo azul no significa que lo sea, del mismo modo que en el silencio existen sonidos que un perro puede oír o una radio transformar en una frecuencia audible para el oído humano.

Pero los sentidos, pese a lo limitados que resultan en ocasiones, son lo que hace posible la experiencia de la vida y el mundo. Sin ellos, el universo exterior se desvanecería: el cerebro perdería a sus emisarios e informantes, tal vez no sentiríamos el cuerpo o nos dejaríamos de identificar con él.

¿Percibiríamos entonces lo que en Oriente llaman la luz pura de la conciencia, cuya entidad no puede demostrarse por escapar precisamente a la observación de los sentidos?

El mundo, un manjar sabroso para los sentidos

Vista, oído, olfato, gusto y tacto son, pues, nuestro puente de enlace con el mundo exterior, las herramientas que nos permiten gozar de él y detectar peligros o posibilidades. El mundo se ofrece como un "manjar sabroso para los sentidos", como afirma Diane Ackerman en su libro Una historia natural de los sentidos. Pero, como cualquier manjar, tomado sin mesura puede convertirse en algo rutinario y carente de valor.

Los sentidos están en la base de nuestro instinto de protección al avisarnos de posibles peligros. Así, desconfiamos de un alimento por su aspecto, el olor que desprende o porque no sabe bien; y, si tocamos algo caliente que podría quemarnos, el sentido del tacto nos alerta generando dolor.

A la hora de captar la información los sentidos a menudo se complementan. Así, cuando se nos tapa la nariz los alimentos no nos saben igual. Esto ocurre porque gusto y olfato están conectados: mucho de lo que se percibe como sabor es en realidad olor. La temperatura, la textura y la presentación también pueden hacer que la experiencia con un alimento cambie.

Esta conectividad entre los sentidos es básica en el aprendizaje. De hecho, son ellos los que permiten desarrollar las capacidades cognitivas y afectivas en los primeros años de vida, como defendió el psicólogo Jean Piaget. Solo hay que observar a los bebés: exploran con la mirada, lo tocan todo, se llevan a la boca los objetos… La teoría de Piaget liga con una frase pronunciada por Aristóteles siglos antes: "Nada hay en la mente que no haya estado antes en los sentidos".

Recuperar la actitud inocente y curiosa del niño que llevamos dentro, observando el entorno con ganas de aprender experimentando, es un buen punto de partida para revitalizar los sentidos y ser conscientes de la labor que realizan.

1. Tacto, el poder de las caricias

El cálido roce de las sábanas al despertar nos da la bienvenida a un nuevo día. Después, el agua de la ducha que cae sobre nuestra piel nos activa y reconforta. Son algunas de las sensaciones matutinas que solemos experimentar a diario gracias al tacto, el sentido encargado de enviar al cerebro las señales que captamos a través de la piel.

Este órgano, que puede pesar hasta 10 kg y medir 2 m2, es el más grande del cuerpo. En su segunda capa (la dermis) esconde los receptores sensoriales que nos abren a experiencias tan reconfortantes como las caricias de la pareja, el abrazo de un hijo o el beso de una madre.

Pero no solo sentimos placer al tocar y ser tocados. El contacto físico tiene un gran poder terapéutico, palpable ya en los primeros meses de vida. "Los bebés masajeados aumentan de peso un 50% más deprisa que los no masajeados. Son más activos, captan mejor lo que les rodea, toleran mejor los ruidos, se orientan antes y dominan mejor sus emociones", afirma Ackerman en su obra sobre los sentidos.

El contacto físico tiene un gran poder terapéutico

No en vano, la Asociación Española de Masaje Infantil (Aemi) sostiene que "la piel es el primer lenguaje". Un lenguaje que nos conecta con el afecto y el consuelo y que seguimos buscando de adultos.

Pero el tacto no es solo delicadeza. También puede hacernos sentir la intensidad del frío invernal, el dolor físico tras una caída o el peso de una caja al moverla, y permite orientarse a tientas. Incluso nos hace conscientes de nosotros mismos porque gracias a él sentimos el cuerpo. Todo esto lo convierte en un sentido fundamental, sin el que no podríamos vivir, a diferencia de otros como la vista o el oído.

Centrar la atención en las sensaciones y emociones que despierta tocar ciertos objetos (una fruta, una flor, el musgo…) contribuye a cultivar este sentido, dando espacio a su gran poder evocador y de transmisión de sentimientos.

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2. Olfato, ligado a la memoria

Recuerdo que, en una ocasión, mientras caminaba por la calle, el perfume familiar de un chico que pasaba rescató de mi mente, en unos segundos, la imagen de mi primer amor. Es algo que puede ocurrir con cierta facilidad, pues el olfato tiene un gran poder evocador.

Los bulbos olfatorios de la nariz envían la información de los aromas al sistema límbico, que es la parte del cerebro que procesa las emociones. Esta es, precisamente, una de las bases de la aromaterapia.

Así, el olor de un libro, el aroma de una receta familiar o el de una chimenea encendida pueden despertar emociones ligadas a los recuerdos.

El gran poder evocador del olfato

Se calcula que podemos llegar a identificar más de diez mil olores diferentes, aunque nuestro olfato actual tiene poco que ver con el de los humanos que vivían, de un modo más instintivo y no solo racional, en un mundo sin contaminación.

Un 90% de la población urbana de la Unión Europea está expuesta a contaminantes perjudiciales para la salud, según la Agencia Europea del Medio Ambiente, y estos compuestos pueden atrofiar también la capacidad olfativa.

Aprovechar el fin de semana para visitar entornos naturales contribuye a afinar este sentido tan evocador: descubrir las diferentes fragancias de las flores, el olor salino de la brisa del mar, el aroma de los árboles…

Otra opción es fijarse en olores cotidianos reconfortantes: la piel de la persona amada, nuestra fruta preferida, un aceite esencial que nos relaja… Cerrar los ojos y centrarse en la información que transmite el olfato ayuda a descubrir los aromas más sutiles.

3. Vista, el sentido más apreciado

Seguramente es el sentido más valorado. De hecho, 7 de cada 10 de nuestros receptores sensoriales están en los ojos. Son una ventana abierta al mundo y tienen el poder de mostrar a los demás cómo nos sentimos. La intensa mirada de Sharbat Gula, la niña afgana que con sus profundos ojos verdes protagonizó la portada de National Geographic en junio de 1984, es un buen ejemplo del poder que puede tener una mirada.

Los ojos captan la luz y la transforman en señales nerviosas que llegan al cerebro. Pero es el cerebro quien acaba creando las imágenes. Al soñar o recordar el pasado, por ejemplo, "vemos" sin necesidad de utilizar los ojos.

La luz que penetra a través de ellos, además, aumenta la producción de hormonas que nos activan, como la serotonina y la dopamina. En cambio, su ausencia hace que se genere melatonina, la hormona del sueño. El papel de la visión en el metabolismo es, pues, muy importante.

Pero el estilo de vida actual, con trabajos cada vez más sedentarios, de muchas horas frente al ordenador y a menudo en un despacho iluminado con luz artificial, pueden sobrecargar la mirada. Los ojos se quejan de esta sobreexposición con síntomas como la sequedad ocular, la irritación y la fatiga visual.

En el trabajo dale un descanso a tu vista

Para dar alivio a los ojos el doctor José Manuel Benítez, catedrático de Oftalmología de la Universidad Complutense de Madrid, aconseja:

  • Descansar cada dos horas durante quince minutos y aprovechar esos momentos para mirar al infinito y parpadear.
  • Es importante la posición del ordenador, el borde superior de la pantalla debe estar un poco por debajo de la altura de los ojos.
  • La iluminación debe ser la correcta, ni demasiado brillante ni con un escaso contraste.

Otro de los aspectos que podemos potenciar es nuestro campo de visión. Tendemos a prestar atención solo a lo que tenemos delante, pero si miramos más allá disfrutaremos de la espectacularidad del cielo y las nubes en una puesta de sol, del sutil cambio en el tono de las hojas de los árboles que anuncia los cambios de estación o del constante ir y venir de las olas que, con su vaivén, acarician la arena y las rocas.

Observar la naturaleza con una mirada despierta y atenta contribuye a conectarse más con el presente y los constantes cambios de ciclo que se producen.

4. Oído, mucho más que sonidos

Estamos tan habituados al ruido que una de las cosas que más puede impresionarnos es el silencio que se experimenta, por ejemplo, al practicar submarinismo o coronar una cima. Un silencio solo interrumpido por la respiración o los latidos del corazón, sonidos que nos reconfortan y conectan con nosotros mismos.

No es de extrañar porque, ya en el vientre materno, oímos cómo bombea el corazón de nuestra madre y cómo sus pulmones cogen y sueltan aire. Antes de nacer escuchamos también sonidos que provienen del exterior, como la voz de nuestros padres, que luego somos capaces de reconocer. Es uno de los sentidos que desarrollamos de forma más temprana.

Pero el oído no solo permite escuchar: gracias a él se aprende a hablar y regula el equilibrio; por eso, las afecciones que afectan al oído pueden provocar vértigos y mareos.

El oído te conecta con las emociones

El sonido tiene, además, un gran poder de conexión con las emociones. Al escuchar música podemos sentir ternura, miedo, tristeza, esperanza… "Cuando cantamos, se nos dilatan las pupilas y aumentan los niveles de endorfinas; la música compromete a todo el cuerpo, así como al cerebro, y tiene una cualidad terapéutica", escribe Ackerman.

Cantar y escuchar diferentes estilos de música puede ser, pues, una buena manera de revitalizar este sentido. El uso reiterado de auriculares, el ruido del tráfico, las obras urbanas o las aglomeraciones pueden acabar silenciando pequeños regalos para nuestros oídos, melodías como el gorjeo de un pájaro, el caer de una hoja marchita o el aire peinando las ramas de los árboles.

Se puede tratar de afinar el oído para concentrarse en esos sonidos, que nos resultan más agradables y mucho menos estresantes.

5. Gusto, un sano placer

Es tal la satisfacción que podemos obtener gracias a este sentido que con solo imaginarnos nuestros platos preferidos la salivación y la sensación de hambre aumentan, como si estuviéramos preparando el organismo para degustarlos en ese preciso momento.

El sentido del gusto es, y ha sido, fundamental para la supervivencia de nuestra especie, y ha evolucionado a lo largo de los siglos: pocos podrían hoy deleitarse con muchos platos que antaño eran de consumo frecuente.

No obstante, los menús actuales también pueden atrofiar este sentido con su exceso de salsas y condimentos (sal, azúcar, pimienta, saborizantes…), que pueden enmascarar los sabores y restar autenticidad a los platos.

Recuperar la sencillez en la cocina, apostando por recetas cocinadas a la plancha, al vapor o en papillote, contribuye a redescubrir el sabor natural de los alimentos. Un sabor que será más auténtico e intenso si se eligen productos ecológicos y de temporada.