A Javier le encanta escribir en sus ratos libres. Desde siempre regala a sus amigos relatos breves por su cumpleaños, o en cualquier ocasión que se preste.
Hace cuatro años hizo el gran salto y publicó su primera novela. Tuvo una sorprendente acogida y recibió muchos elogios de sus conocidos y también de lectores anónimos que, para su sorpresa, le escribían para felicitarle por el libro. A la vista del extraordinario resultado de esta primera experiencia, se animó a escribir su segunda obra.
Tras un año y medio de intenso trabajo nocturno (Javier trabaja en una gran empresa y tiene que robar tiempo al sueño para poder escribir), hace dos meses consiguió publicarla. Como en la primera ocasión, empezó a recibir correos con opiniones de sus lectores.
Una lectora anónima de su primer libro le remitió el siguiente mensaje: “Apreciado Javier: He leído tu segundo libro. Aunque he disfrutado mucho con su lectura, la historia que cuentas me resulta muy lejana y me ha costado meterme en los personajes…”.
Javier hubiera preferido un elogio, sin duda, pero a pesar de todo valoró muy positivamente aquella opinión, pues le mostraba que, apostando por una historia poco convencional como había hecho, corría el riesgo de perder parte de su público. Era una valiosa enseñanza que le ayudaba a progresar como escritor.
Aquella misma semana recibió otra opinión: “Gracias por tu maravilloso segundo libro. Me he sentido absolutamente identificada con la protagonista. Me he metido en la historia desde la primera página. Parecía escrito para mí”.
A Javier no solo le encantó aquel correo, sino que le descubrió que una historia especial como aquella le podía hacer perder público, pero al mismo tiempo conectaba extraordinariamente con aquellos que se veían reflejados en ella. De nuevo, el comentario le ayudaba a crecer como escritor.
Recibió aquel mismo día un tercer correo: “Javier, he leído tu segundo libro. En confianza, y que no te sepa mal, se nota que no te lo has currado”.
Javier se quedó con los ojos clavados en la pantalla. A aquel lector no le había gustado el libro. Y no porque no conectara con la historia ni porque se hubiera aburrido leyéndola. La culpa era de él porque “no se lo había currado”. Rememorando las noches en que, a pesar del cansancio, se obligaba a dedicar un rato a la escritura, las tardes pasadas en la biblioteca buscando información y las agotadoras horas de correcciones, siempre en fin de semana, borró con un brusco gesto el correo, haciéndolo desaparecer de la bandeja de entrada.
Todo puede decirse... si sabemos cómo
Esta es una historia de plomo en la balanza emocional; esa balanza imaginaria que contrapone lo positivo y lo negativo que hacemos en una relación, y que nos indica si esta goza de buena salud.
Javier responde siempre los correos de sus lectores. Este no lo contestó jamás: el exceso de plomo resultó en la quiebra de la relación entre un lector anónimo y un escritor aficionado. Pero, más allá de la anécdota, es una historia que ejemplifica el daño que hacemos a nuestras relaciones cuando hacemos mal las críticas, cuando a través de ellas juzgamos a los demás.
Se trata de comunicar una observación, no de juzgar con la crítica.
En esencia, hay dos formas de decir las cosas a los demás, especialmente aquellas que no nos gustan:
- La primera consiste en expresar en primera persona lo que siento o lo que observo. Es una forma siempre legítima y habitualmente constructiva, ya que la mayoría de las veces provoca una serena reflexión en el otro.
- La segunda consiste en que, en lugar de expresar lo que siento u observo, doy un paso más: saco conclusiones de ello y transformo mi crítica en un juicio al otro. Este tipo de crítica difícilmente es constructiva. Solo personas con una gran seguridad personal la aceptarán y reflexionarán sobre ella. La mayoría se sentirá herida por la arbitrariedad del juicio, un juicio que no aporta ningún valor.
Imaginemos que alguien nos levanta la voz. Podemos decirle: “Tu tono de voz me hiere” (nuestra vivencia). O sacar de ello nuestra propia conclusión y afirmar: “Eres un histérico” (juicio al otro). En el primer caso estamos ayudando al otro (si quiere continuar el diálogo con nosotros, probablemente rebajará el tono de su voz). En el segundo, muy probablemente provocaremos su reacción.
La crítica expresada en forma de juicio es, además, una forma algo egoísta de traspasar la responsabilidad: ¿Me hiere tu tono de voz? Nada tiene que ver con mi sensibilidad o mi inseguridad. La culpa es tuya porque eres un histérico.
Entre dos personas, todo puede decirse si sabemos cómo. Pasando de la crítica que juzga a las observaciones en primera persona podemos dar un giro de 180 grados a una relación. Porque a nivel emocional, la crítica fácil es puro plomo en la balanza, mientras que una observación bien comunicada puede ser puro oro.