Para el filósofo norteamericano Thomas Nagel, el altruismo es “la voluntad de actuar en la consideración de los intereses de otras personas, sin la necesidad de segundas intenciones”. Compartir lo que se posee sin esperar beneficio alguno a cambio. Ayudar sin esperar reciprocidad en la ayuda. Un impulso fuertemente vinculado a la generosidad, la solidaridad, la predisposición a cooperar, el sentimiento de justicia y equidad.

Cuando pensamos en el altruismo, es frecuente que lo confrontemos con el egoísmo. Como si fuera la pugna entre un ángel que nos dice en el oído derecho que nos preocupemos de ayudar a nuestro prójimo y un diablo que nos susurra en el oído izquierdo que pensemos únicamente en nuestros intereses.

En nuestra cultura, predomina la percepción de que el ser humano es intrínsecamente egoísta y violento, y que el altruismo es algo que se educa.

Nos han educado para que pensemos que son dos impulsos antagónicos, pero los científicos han llegado a la conclusión –sobre todo gracias a experimentos de la última década– de que son dos caras complementarias (aunque a veces contrapuestas) del instinto básico de supervivencia.

¿Por qué somos altruistas?

Durante muchos años, los científicos han defendido que los humanos éramos genéticamente egoístas, que solo podíamos actuar de manera altruista por motivos morales y mediante un control muy estricto de nuestros impulsos básicos. Se basaban en que el instinto de supervivencia individual (la base del egoísmo) es un rasgo adaptativo de gran valor, puesto que aumenta las probabilidades de mantenernos vivos hasta la reproducción y, por lo tanto, de transmitir nuestros genes a la siguiente generación.

En 1976, el teórico evolutivo Richard Dawkins, de la Universidad de Oxford, publicó El gen egoísta y popularizó enormemente esta creencia. De hecho, era un pensamiento que el propio Charles Darwin había asumido en 1859, que el altruismo era una cuestión espiritual ligada a un alto grado de moralidad. Supo prever que un colectivo en el que todos sus miembros fueran plenamente altruistas tendría mayores probabilidades de evitar su extinción puesto que la probabilidad de supervivencia de un individuo viene reforzada cuando recibe la ayuda de sus semejantes.

A Darwin le desconcertaban en grado sumo los descubrimientos de conductas altruistas en animales anteriores al Homo sapiens en la escala evolutiva. Reconoce en sus escritos que es un dato difícil de encajar en su modelo evolutivo de selección natural. Un largo debate científico de más de cien años de duración ha puesto en evidencia que su error consistía en atribuir al altruismo un carácter exclusivamente moral, de aprendizaje cultural.

La generosidad, puesta a prueba

Sabemos hoy que el ocuparse del bienestar de los demás tiene, en realidad, raíces genéticas y es una derivación del instinto social (vivir en grupos), que, a su vez, es una derivación del instinto biológico de supervivencia presente en todas las especies sociales.

  • Las hormigas de la especie Temnothorax unifasciatus abandonan la colonia antes de morir, alejándose de sus congéneres. Una estrategia preventiva para evitar contagiar al colectivo, y una demostración de que el altruismo ya está presente en las sociedades de insectos, según los investigadores de la Universidad de Ratisbona (Alemania), que llevaron a cabo un estudio de estas hormigas publicado en 2010.
  • En la Universidad de Chicago verificaron experimentalmente en 2011 que los pequeños roedores se ayudan entre ellos en situaciones de peligro. Sometieron a dos cobayas que vivían juntos a situaciones muy distintas: a uno lo encerraron dentro de un tubo transparente con una puerta practicable tan solo desde fuera. Al segundo lo dejaron vagar libremente en la acogedora jaula.
    El cobaya libre se alteraba al ver y escuchar los gemidos de su compañero atrapado con una respuesta de “contagio emocional”, un fenómeno habitual en humanos y animales, en el que un individuo comparte el miedo, la angustia o incluso, hasta cierto punto, el dolor, sufrido por otro sujeto.
    Después de varias sesiones, el cobaya libre aprendió a abrir la puerta y liberar a su compañero. Es importante destacar que los investigadores no adiestraron al cobaya para que abriese la puerta del tubo. Lo aprendió por su cuenta, motivado por su impulso automático de buscar un modo de terminar lo más rápidamente posible con el sufrimiento de su “compañero”.

La empatía es el mecanismo que utiliza la biología para condicionar respuestas solidarias y generosas en los mamíferos.

¿Somos generosos por naturaleza?

Se ha demostrado ampliamente que los niños también tienen impulsos altruistas desde muy corta edad. Niños de dieciocho meses ayudan espontáneamente al psicólogo infantil a recuperar los objetos que se le han caído, aunque se inhiben rápidamente si descubren que las caídas de objetos no son involuntarias, sino provocadas. Niños bien alimentados de entre tres y siete años comparten espontáneamente la mitad de su desayuno con el compañero que carece de él.

En 2013, Felix Warneken y Michael Tomasello, de la Universidad de Harvard y del instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, respectivamente, demostraron que el sentido de la reciprocidad actúa en los humanos como mecanismo regulador para impedir que se produzcan abusos en su tendencia natural al altruismo.

A bien temprana edad dejamos de compartir con los demás a manos llenas para aplicar una cierta contabilidad que regule el mercado de favores e intercambio de recursos.

Observaron que los niños de menos de tres años son altruistas sin esperar nada a cambio y que, a partir de los cuatro años, aplican más selectivamente su altruismo en función de la reciprocidad recibida. Como es lógico, la falta de reciprocidad inhibe antes el impulso de compartir que el de ayudar, puesto que entregar recursos propios tiene siempre mayor coste.

Patricia Kanngiesser, de la Universidad de Bristol (Inglaterra), concluye: “Los niños son generosos por naturaleza en sus primeros años de vida, se vuelven más egoístas sobre los cuatro años y alrededor de los siete aprenden a ser generosos de nuevo de acuerdo con las normas sociales de su comunidad”.

El gen altruista

Los descubrimientos científicos ponen en evidencia que el egoísmo y el altruismo se transmiten a través de genes específicos.

  • En 2007, científicos israelíes encontraron que en los individuos más altruistas está presente una variación en el gen AVPR1a.
  • En 2010, investigadores de la Universidad de Bonn (Alemania) descubrieron que quienes presentaban un tipo de minúscula variante en un gen llamado COMT eran el doble de generosos.

Desde el nacimiento, pues, unas personas heredan mayor pulsión al egoísmo que otras, pero el ambiente y la cultura también la determinan, aumentando o disminuyendo esa tendencia. No es cierto que la humanidad haya utilizado secularmente la cultura para fomentar el impulso altruista, sino todo lo contrario, la cultura y la religión se han utilizado para inhibir el altruismo instintivo y alentar conductas violentas y opresivas contra colectivos predeterminados.

Quizá la ciencia debería formular la pregunta contraria a la que se ha venido planteando hasta ahora: ¿en qué medida el egoísmo desaprensivo, la explotación del hombre por el hombre, la indiferencia (o hasta el posible placer) por el sufrimiento ajeno, son producto de las distintas culturas y los distintos entornos sociales? Y es que los distintos impulsos instintivos tienen, a veces, direcciones contradictorias.

Nuestro primer impulso, cuando actuamos sin pensar, es el de cooperar con nuestros semejantes; mientras que cuando somos reflexivos y nos paramos a pensar, reparamos en los costes y caemos en el egoísmo.

Mientras el instinto territorial de un niño le empuja a no querer compartir sus juguetes con los niños que acaba de encontrarse en el parque infantil, su instinto social le empuja a jugar con ellos. Si un delincuente está atacando a un hijo nuestro, el instinto de autoprotección nos empuja a quedarnos quietos (o huir) para no sufrir daño, pero el instinto de conservación de la especie nos empuja a dar la vida, si es necesario, para que nuestro hijo no sufra daños.

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Egoísta, ¡y a mucha honra!

Aunque la violencia y los horrores humanos nos inclinan a creer que ser altruista es antinatural, la realidad es que son consecuencia de la supremacía que adquiere el instinto territorial y de supervivencia del individuo sobre el instinto de cooperación social por los fuertes condicionantes culturales suministrados por la política y las religiones. Se ha comprobado que los primates más sociables son menos agresivos, mejores padres y viven más años.

Los humanos solo son violentos y hostiles bajo condiciones específicas: cuando se ven sometidos a presión, a abusos o al abandono, o cuando sufren una enfermedad mental. Pero lo cierto es que bastan unos pocos litros de tinta para ensuciar las aguas cristalinas de una piscina entera.

El verdadero altruismo

  • Es relativamente fácil ser altruista cuando solo tienes que aportar un poco de lo mucho que posees. La verdadera fuerza del altruismo es saber compartir aquello que te es escaso con alguien que está peor que tú.
  • No condiciones tu altruismo a tu estado de humor: las necesidades de las personas con las que te relacionas son las que son.
  • Evitar que tu mal humor afecte a quienes te rodean es tu primera oportunidad cotidiana de practicar el altruismo.
  • No restrinjas tu altruismo a tan solo las personas que te caen bien. No pongas filtros mezquinos a una motivación tan elevada.
  • Si de verdad eres altruista, no esperes a que te pidan favores para darlos. Ofrece la ayuda necesaria antes de que te la pidan.
  • No pierdas el tiempo explicando a tus hijos (si los tienes) o a la gente que te rodea que deben practicar el bien. Limítate a dar ejemplo y ellos te seguirán.

Llorenç Guilerà es Doctor en Psicología por la Universidad Autónoma de Barcelona e Ingeniero Industrial.