Cómo despedirse de la vida

Cuando descubrimos que nuestra vida se acaba, cuando nos enfrentamos a la muerte, ¿cómo podemos agradecer lo vivido? ¿Cómo cerrar los asuntos pendientes?

Despedir la vida

Cuando recibimos el anuncio de que nuestra vida se acaba, podemos abandonarnos al derrumbe o tratar de hallar cierta paz en la despedida.

Aceptar y agradecer lo que ha sido nuestra existencia y tratar de cerrar temas pendientes con las personas queridas puede reconciliarnos con nosotros mismos y dejar una huella imborrable en el corazón de los demás.

Asumir la propia muerte

Todos sabemos que somos seres temporales. Y también somos conscientes de que algún día llegará nuestra despedida de la vida y de las personas que queremos.

Pero, dado que somos seres fundamentalmente creativos, hemos hecho un ajuste para que esa sensación de temporalidad forme parte del fondo de nuestra existencia y no nos atormente en nuestro vivir cotidiano.

De este modo, podemos vivir el aquí y ahora ateniéndonos solamente a los acontecimientos que la vida nos depara. La idea de la muerte está lejos de nuestra conciencia, y así debe ser.

Pero a veces, algunas personas –por motivos que ahora no vienen al caso, pero que nunca se corresponden con una constatación de la muerte– conectan con esta finitud y, entonces, reaccionan con angustia, confusión, mareos... Se trata de la llamada neurosis noógena o existencial, o de una crisis de pánico, pero en ambos casos siempre tienen que ver con la vida, no con la muerte.

Otras veces, en cambio, se nos puede diagnosticar una enfermedad con un mal pronóstico, y la muerte y nuestra temporalidad saltan a primer plano de la conciencia. Es necesario, entonces, ocuparnos de su mensaje:

Ha llegado el tiempo de ir preparando nuestras maletas y de hacer balance de lo vivido.

La idea de la muerte también se nos presenta cuando llegamos a una cierta edad, normalmente a partir de los 60 años. Cuando envejecer supone una pérdida de autonomía, de facultades físicas y mentales, si la persona no aprende a aceptar estos cambios y disfrutar de la vida, se sentirá inmersa en un proceso emocional que perturbará su existencia cotidiana.

El duelo por la propia vida se puede diferenciar en dos categorías que están relacionadas con la edad.

  1. El duelo por la vejez en sí.
  2. El duelo tras el anuncio de una enfermedad terminal a una edad en la que aún se está lleno de vida. Las connotaciones son distintas.

En los duelos debidos al deterioro progresivo de la edad avanzada, la propia vida se enlentece y los mensajes sociales ayudan a entender que es tiempo de recoger los frutos y serenar el espíritu.

Sin embargo, resulta paradójico que, aunque la sociedad está llena de actividades para estimular la vida de las personas mayores, es difícil hallar un grupo psicológico encaminado a asimilar y a hacer balance de las vidas, prácticamente ya vividas, de quienes por edad están cerrando sus ciclos vitales.

Una actividad de este tipo, lejos de empujar a nuestros ancianos a la muerte, podría ayudarles a encontrar una cierta paz en la despedida.

Duelo ante una enfermedad terminal

Pero, ¿qué le sucede a una persona cuando una enfermedad mortal irrumpe en su vida? Recuerdo un caso:

Hace unos años, me recomendaron hacerme unas pruebas médicas. No estaba bien, pero tampoco me encontraba mal. Decidí recoger las pruebas sola y abrí el sobre sin hacer caso de la advertencia que había en él: “No lo abra. Entregue el sobre cerrado a su médico”. Allí, sentada en el coche, leí el diagnóstico: “Cáncer de hígado en estado terminal”.

Me quedé sin respiración, noté cómo me empezaba a temblar la mandíbula y cómo las lágrimas corrían por mis mejillas. ¿Cómo era posible? En apenas unos segundos, había pasado de ser una mujer sana a estar muriéndome.

Tardé varias horas en confirmar, gracias a un amigo médico, que afortunadamente el diagnóstico estaba mal hecho y la conclusión era otra. Pero la vivencia, podría decir que irracional, me hizo reflexionar durante muchísimo tiempo sobre cómo hubiera cambiado mi vida de haber sido cierto.

Lamentablemente, los diagnósticos no están equivocados para otras personas, por lo que necesitan prepararse y asimilar que les ha llegado el fin del viaje.

No es fácil encontrar el equilibrio entre luchar “con uñas y dientes” para recuperar la salud y, paralelamente, darse un tiempo para reflexionar y elaborar una posible despedida.

Es fácil quedarse en la inconsciencia y la hiperactividad en la primera situación, o en la resignación y la impotencia, en la segunda.

Hay quienes, por miedo a sus sentimientos y/o a los de los demás, deciden jugar a “ignorar” la situación y el problema y se embarcan en una vida de aturdimiento y ofuscación: “Total, ¡para qué voy a cuidarme o hacer algo!”.

El miedo, sobre todo, les arrastra a negar lo innegable. Hay una necesidad de control y de dominio sobre lo inevitable.

Generalmente, se han dedicado a desafiar la vida sintiendo que la dominaban. Pero ahora necesitarán aprender a aflojarse y dejar de huir.

Nunca es demasiado tarde para sentirse humano y, por tanto, frágil y fuerte, poderoso y débil, luchador y aceptador.

En el otro extremo, ocurre el derrumbe total. La resignación y la impotencia sumen a la persona en una tristeza tan profunda que se abandona, antes de tiempo, a la situación. Si ya normalmente cada día que pasa es un día más cerca de morir, ¿por qué no renunciar ahora a seguir remando en el río de la vida aunque nos lleve, inevitablemente, al mar?

En cualquier caso, sea lo que sea que nos depare la vida, siempre hay algunas tareas que nos pueden ayudar a estar más en paz. Estas podrían resumirse en dos:

  • Estar bien con uno mismo y con lo que ha sido nuestra vida hasta ahora.
  • Ir cerrando temas pendientes que tenemos con los demás, con las personas que comparten nuestro día a día.

Aceptar cómo hemos vivido

Estar bien con uno mismo es aceptar cómo hemos vivido hasta ahora, sean cuales sean las experiencias que hayamos tenido. Alegrarnos y sentirnos orgullosos de lo que hemos hecho y conseguido, tanto a nivel psicológico como material.

Y, sobre todo, no lamentar lo que no hayamos conseguido, los sueños que no hayamos podido cumplir o lo que, pasado el tiempo, pensamos que ha estado equivocado o mal.

Cada cosa, positiva o menos positiva, nos ha ayudado a ser quienes somos: ese ser único e irrepetible que siempre, y de muchos modos, ha enriquecido la vida de quienes le rodean, aunque, a veces, haya sido a través del sufrimiento.

Porque, aunque nos resulte difícil de creer, incluso los momentos poco positivos han ayudado de alguna manera tanto a quienes han recibido nuestros desaires como a nosotros mismos.

Cerrar asuntos pendientes

Los temas pendientes con los otros son, a veces, los más difíciles de abordar. Se trata de decir lo no dicho, tanto lo agradable como lo no agradable. No es bueno dejarse emociones y sentimientos en la trastienda.

A veces es difícil decir: “Te quiero, siempre te he querido” o “Me gusta sentirte cerca”. En otras ocasiones, lo que nos cuesta decir es: “Lo que no me gusta de ti y nunca me he atrevido a decirte es que...” o “Tengo un mal recuerdo de aquella vez en que...”.

Digámoslo sin acritud, pero con la intensidad que comporta el sentimiento.

Y por último, necesitamos aceptar que las personas a las que queremos y que nos quieren sufren y se sienten impotentes cuando nos ven mal y no disponen de los recursos para ayudarnos.

La impotencia es el peor de los sentimientos humanos; el sufrimiento de nuestros seres queridos es una consecuencia de su amor.

Hablar de ello entre nosotros también alivia y une más allá de las fronteras de la vida, pues se crea un lazo que perdura para siempre en el corazón.

En realidad, ninguna de estas tareas es específica del duelo. Todas ellas pueden formar parte de nuestra vida cotidiana y son demasiado enriquecedoras como para dejarlas, exclusivamente, para situaciones vitales extremas.

Son un buen proyecto de vida para vivir al día. Así, ¿nos vamos a conformar con dejarlas apartadas de nuestra cotidianidad?

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