¡Basta de ruido! Aprende a escuchar al corazón

Para encontrar nuestro verdadero yo en nuestro interior, nos hará falta distinguir nuestra esencia de nuestras emociones o nuestros impulsos. ¿Cómo conseguirlo?

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La llave que nos abre las puertas del bienestar, o de la tan anhelada felicidad, está dentro de nosotros: el corazón. Además de ser el órgano que bombea la sangre a todas las partes de nuestro cuerpo, el corazón también alberga nuestro yo.

Esta idea es el punto de partida de Pax Dettoni, experta en educación emocional y autora de libros como La inteligencia del corazón (ed. Destino), que nos invita en este artículo a escuchar a nuestro corazón como forma de autoconocimiento y como una oportunidad de tomar mejores decisiones desarrollando nuestra inteligencia emocional. 

¿Cuál es la voz del corazón?

Por Pax Dettoni, antropóloga experta en educación emocional

Fijémonos: ¿dónde ponemos la mano cuando decimos “yo”? ¿La ponemos en los pies? ¿O en la cabeza? ¿O en el estómago? Efectivamente, la ponemos en el pecho, encima de nuestro corazón. Por lo tanto, podemos imaginar que aquello más íntimo que habita en nosotros, nuestra versión más auténtica, reside allí.

Podríamos pensar que llegar a nuestro corazón es labor sencilla, pues vivimos con él las 24 horas durante los 365 días del año, y se supone que somos nosotros mismos. Sin embargo, no nos resulta fácil conectar con nuestra propia esencia, escuchar a nuestro corazón.

Esta dificultad se da, principalmente, porque hay varias voces que pueden hacerse pasar por la voz del corazón y, si uno no se entrena, puede confundirlas y no llegar a reconocer la auténtica.

Por ejemplo, es un clásico confundir la voz del corazón con la voz de las emociones. ¿Cuántas veces hemos escuchado “haz lo que el corazón te dicte” para referirse a “haz aquello que la emoción quiere hacer”? ¿Cuántas veces hemos seguido el impulso de una emoción y luego nos hemos dado cuenta de que, en realidad, no queríamos aquello que nos ha traído ese impulso?

Tendemos a confundir emoción con corazón, y esa dislexia no nos ayuda en absoluto a aprender a identificar nuestra verdadera y auténtica voz.

El corazón no son las emociones, el corazón se esconde tras ellas y solo podemos conocernos cuando somos capaces de des-identificarnos de lo que sentimos.

La metáfora del carruaje

Para entender mejor qué partes nos componen, o qué voces se pueden hacer pasar por la voz del corazón, hay una metáfora que me gusta mucho, la del carruaje, que la autora Annie Marquier extrajo de cuentos orientales.

Imaginemos un carruaje, de aquellos de cuento de hadas: va tirado por un par de caballos pura sangre y conducido por un cochero que viste un traje azul marino y un bombín. Detrás, una bonita carroza con dos puertas y cortinitas en las ventanas. Dentro viaja el pasajero o pasajera que quiere llegar a su destino final. Existen cuatro elementos claros en esta imagen: los caballos, la carroza, el cochero y el pasajero.

El carruaje representa la totalidad del ser humano y cada uno de los elementos corresponde a pensamientos, emociones, verdadero yo (yo espiritual que habita en el corazón) y cuerpo. ¿Quién es quién?

  • Los caballos representan nuestras emociones, pues son los que mueven el carruaje –del mismo modo que las emociones nos motivan a actuar–. De hecho, emoción proviene del latín emovere, que quiere decir “mover”. Igual que los caballos pueden desbocarse y llevar al carruaje a su perdición, lo mismo nos puede ocurrir si dejamos que las emociones se desborden.
  • Nuestro cochero interior corresponde a nuestros pensamientos: quien debe mantener a los caballos en el sendero y a un buen ritmo son las riendas que conduce.Es probable que encontremos que en nuestro carruaje el cochero lleva las riendas muy sueltas y los caballos hagan lo que les da la gana. O por el contrario, quizá descubramos que nuestro cochero lleva muy cortas las riendas y los caballos no pueden moverse con naturalidad. Aunque también puede ser que el cochero lleve las riendas justo en la medida que permita al carruaje avanzar con fluidez.

Los caballos el cochero hacen que el carruaje avance y llegue a su destino. Pero ese destino no puede ser el que los caballos decidan, pues no tienen capacidad para decidir; ni el cochero, pues su labor es servir al pasajero, no tomar decisiones en su nombre.

  • Entonces, la carroza, que representa nuestro cuerpo, sirve para transportar al pasajero, que es quien debe indicar el destino al cochero para que este conduzca a los caballos que moverán todo el carruaje. ¿Quién es entonces este pasajero?
  • El pasajero representa el yo: esa parte auténtica, verdadera, que identificamos como nosotros mismos, esa parte que no se ve, no se huele, no se saborea, pero que está y se siente. Nuestra parte espiritual, aquel yo al que nos referimos cuando nos tocamos en el pecho. Aquel yo que sí, vive en el corazón. Es decir, el yo que hemos de conocer y aprender a escuchar para alcanzar nuestro destino.

Podemos explorar cuán ordenado está nuestro carruaje preguntándonos: ¿Quién manda? ¿Mandan los caballos y sus apetencias o las decisiones de nuestro cochero; o los deseos de mantener bonita la carroza; o manda ese pasajero que llevamos dentro?

El carruaje que llegará en buenas condiciones a su destino es aquel en el que cada uno hace su función sin usurpar funciones de los demás. En nuestro carruaje interior debe “mandar” el pasajero, es decir, el corazón, es decir, el verdadero yo al que hemos de aprender a escuchar.

Retomando las riendas

Desarrollar la capacidad que nos enseña a desidentificarnos de nuestras emociones, de nuestros pensamientos, de nuestros instintos corporales y a identificarnos con nuestro verdadero yo es lo que he llamado la inteligencia del corazón. Aquella inteligencia que empezamos a usar cuando decidimos aprender a amar. ¿Qué encontramos en el corazón sino amor?

Para usar nuestra inteligencia del corazón es necesario, como primer paso, desarrollar nuestra inteligencia emocional; debemos aprender a reconocer nuestras emociones y gestionarlas, si no nuestro carruaje será gobernado por los caballos.

Hagamos la prueba: si cerramos los ojos y pensamos en aquella persona que no soportamos, ¿qué sentimos? En nuestro estómago surge algo parecido a un nudo que quema, y sí, ya se ha despertado la rabia, el rencor o, en el peor de los casos, el odio. ¿Acaso está esa persona delante? No. Basta con pensar en ella para que se active la emoción.

Lo mismo ocurre cuando queremos desactivar las emociones. Por ejemplo, si esta mañana ha sucedido algo que ha hecho que me enfade, lo peor que puedo hacer es seguir pensando en ello todo el día, pues seguramente no lo pensaré en positivo, sino que encontraré aún más motivos para enfadarme. En vez de dejarlo ir, lo alimento. Pero si, en cambio, cuando lo siento, respiro y después dirijo mi atención a otros asuntos, ya no pienso más en ello: no lo alimento, lo desactivo.

Solo a través del “buen pensar” podemos mantener los caballos a un buen ritmo y siguiendo las órdenes que reciben a través de las riendas.

También deberemos aprender a ser propietarios de nuestros pensamientos, así como de nuestros deseos e instintos corporales. Es decir, la inteligencia del corazón nos servirá para ser propietarios de nosotros mismos, para que sea el amor el que guíe nuestras vidas y nos conduzca a nuestro verdadero destino.

Cuando aprendamos a escuchar esa voz que es solo nuestra, no encontraremos en ella miedo, desconfianza o desesperación, sino aceptación, comprensión, confianza, gratitud, generosidad: amor. Aunque requiere de una práctica constante para ser encontrada.

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