A menudo, por las mañanas, cuando veo a mis hijos que salen de casa para ir al colegio y se vuelven para sonreírme y decirme adiós con la mano, me siento profundamente conmovido. A la vez por la felicidad y la ternura, pero también por otro estado de ánimo más complicado

Es una cierta sensación de que esa felicidad que me invade cuelga de un hilo y podría desaparecer de un solo golpe y para siempre. ¿Qué pasará? ¿Sucederá algo de repente que dé un vuelco a nuestro destino?

No se trata únicamente de ansiedad paterna, del miedo a que nuestros hijos sean agredidos, raptados, atropellados. Es un sentimiento aún más amplio, que no concierne solo a mi pequeña familia ni mi pequeño ego sino, en mi opinión, a la humanidad por entero: el sentimiento de que la vida humana es frágil, de que la felicidad que lleva a veces asociada es frágil, de que todos nosotros somos frágiles, inmensamente frágiles.

La potencia en la fragilidad

Aunque nos haga sufrir, la fragilidad nos anima a buscar nuestro refugio particular y a valorar lo que de verdad nos importa.

Ser frágil es la posibilidad de venirse abajo cuando se sufren adversidades o pruebas difíciles; venirse abajo o, al menos, quedar marcado por las heridas, lisiado, renqueante, “magullado por la vida”. Todos los seres vivos se caracterizan por su vulnerabilidad; es decir, etimológicamente, por su “capacidad de ser heridos”.

En las definiciones de vida figura la noción de muerte; aquel que está vivo es aquel que puede morir.

Una paciente, contándome su vida, usó un día la expresión “banalidades dolorosas”: no se refería a acontecimientos o traumas excepcionales sino a los pequeños sufrimientos de toda vida humana, a los cuales ella era mucho más sensible que otras personas. Nuestra fragilidad es siempre interesante de examinar porque nos fuerza a reflexionar.

Evidentemente, nos hace sufrir, nos obliga a evitar ciertos entornos estresantes, competitivos, inestables. Nos impone compromisos con la existencia. Pero también tiene ventajas; como mínimo hay tres.

Nos hace prudentes

La principal –si bien requiere que tomemos conciencia de ella– es que la fragilidad nos protege de las ilusiones de omnipotencia (“Nada malo me puede suceder”) y de un cierto número de creencias (“Todo será fácil”).

Para los frágiles y sensibles, por el contrario, todo puede suceder y todo será difícil; son conscientes de ello desde muy pronto, desde el patio de recreo del jardín de infancia. Se ha demostrado que ser un niño o un adolescente ansioso –y qué es la ansiedad sino la hiperconciencia de la propia fragilidad– protege de las muertes violentas y accidentales hasta la edad adulta.

Es comprensible: si nos sentimos tan frágiles, tenemos miedo de todo y, por tanto, hacemos menos tonterías, porque las personas frágiles disponemos, por fuerza, de la inteligencia de la supervivencia, ese sentimiento exacerbado de que somos vulnerables y hay que tener cuidado con todo, de antemano y siempre.

Así pues, lo que nos hace frágiles puede enriquecernos: a partir de los estudios realizados en el campo de la psicología del apego, sabemos, por ejemplo, que aceptar el hecho de ser dependientes afectivamente de un número reducido de personas –nuestros allegados– nos va a proporcionar, paradójicamente, un mayor sentimiento de libertad y autonomía frente a la existencia.

Nos da lucidez

La fragilidad nos hace también lúcidos. Basta con abrir los ojos y ver a un niño dormir, a un amigo envejecer, sentir pasar el tiempo; y de pronto nos decimos, o, más bien, gritamos:

“¡Se acabó comportarse como si mi vida fuera ilimitada! ¡No actuaré más como si fuera a disponer de otras existencias! ¡Ya no viviré como si fuera invulnerable y eterno!”.

De modo que la lucidez y la fragilidad nos impulsan a la sensatez. Es algo que explica magistralmente el filósofo Clément Rosset: “La alegría verdadera, en efecto, no consiste más que en una visión lúcida, pero asumida, de la condición humana; la tristeza es esa misma visión, pero consternada”.

Nos abre al mundo

Al principio, hemos vigilado ese mundo que nos rodea a fin de asegurar nuestra supervivencia; nos decíamos: “¿De dónde vendrá el próximo golpe, el próximo peligro?”. Luego, hemos aprendido a mirar en vez de vigilar, nos hemos quedado con el gusto de mirar el mundo, aun cuando el peligro haya desaparecido, aun cuando hayamos aprendido a hacerle frente.

Se produce, pues, a menudo una especie de afortunado “efecto rebote”: la salida de la fragilidad y de la angustia, aunque sea transitoria, es como el alba tras una noche de enfermedad. La saboreamos mucho más y mejor que los que han dormido sin sufrir.

Siempre he pensado que la felicidad de vivir de los frágiles era más profunda que la de los… ¿los qué? ¿Qué es lo contrario de frágil? ¿Sólido? ¿Duro? ¿Fuerte…? ¡Bah!

Lo que aquí nos importa no es lo contrario de la fragilidad sino el resultado de esta. Lo que aquí nos importa es aquello en lo que se convierten las personas frágiles que han progresado, cuando ese progreso consiste no en suprimir la fragilidad –en hacernos “fuertes”– sino en acogerla en nuestro interior sin sufrir por ello demasiado, o demasiado a menudo.

Abrazando nuestra vulnerabilidad

¿Qué podemos hacer aparte de comprender y aceptar nuestra vulnerabilidad, aparte de aceptar que nos faltan fuerzas, que estamos hechos de debilidades?

Si aceptamos y acogemos nuestra fragilidad, podemos evitar embarcarnos en vanos combates y reservarnos así para los que son necesarios.

Aceptándola, comprendemos que habitualmente tenemos necesidad de hallar refugio en otra parte: retirándonos a un ámbito tranquilo, meditando, rompiendo con el mundo de vez en cuando y preguntándonos qué nos gusta en realidad, qué queremos hacer de verdad con nuestra vida.

De ahí el enriquecimiento de quien lo ha comprendido y lo ha puesto en práctica: nuestra fragilidad nos fuerza –o, mejor dicho, nos ayuda– a permanecer cerca de lo esencial.