Un relato anónimo cuenta que una maestra pidió a sus alumnos que escribieran cuáles eran las siete maravillas del mundo actual. Aunque hubo variaciones entre las diferentes listas, en ellas aparecían construcciones humanas como el Coliseo de Roma, el Tah Majal o la Gran Muralla China.
Al recoger el trabajo de cada estudiante, la maestra se fijó en que había una niña que aún no había acabado. Estaba tan concentrada que no quiso distraerla. Cuando hubo terminado, le pidió justamente a ella que leyera su lista de maravillas en voz alta.
Muy nerviosa, la alumna dijo que le había costado decidirse, porque había muchas, pero que ya tenía su lista:
“Para mí las siete maravillas del mundo son poder ver, poder oír, poder tocar, poder oler, poder saborear, poder reír y poder amar”.
La clase calló en un silencio reflexivo y lleno de admiración.
¿Por qué no valoramos lo que tenemos?
Es una lástima que para valorar las mejores cosas de la vida tengamos que perderlas. ¿No sería mucho más lúcido darnos cuenta de la magia que nos rodea aquí y ahora?
Esta es la finalidad del libro Pequeño curso de magia cotidiana publicado por la filósofa Anna Sólyom, donde esta autora de origen húngaro señala que el secreto para celebrar las maravillas que nos rodean está en la gratitud, la curiosidad y la atención plena.
Si en lugar de quejarnos damos las gracias cada día por las cosas que tenemos, por las bellas personas que nos acompañan, por las experiencias que vivimos cada día, inmediatamente la existencia se convierte en un campo de juegos.
Si abordamos cada momento con la curiosidad de un niño, todo será un aprendizaje excitante. Para ello es esencial que pongamos los cinco sentidos en lo que hacemos, como la niña del cuento. Además de tomar la vida con humor y amor.
La magia cotidiana está a nuestro alcance en actos tan simples como caminar al trabajo fijándonos en el mundo que nos rodea –en lugar de pegar la mirada al móvil–, en la vela que encendemos al llegar a casa, o en la pausa de media tarde para tomar un té:
“El tacto de la taza caliente, especialmente en invierno, resulta muy reconfortante (…). Deja que el sabor del té invada tu boca, presta atención a esa fragante sensación y desconecta de cualquier otra cosa que esté pasando por tu cabeza (…). Este descanso de tarde es tu oasis para recargar energías y así poderte enfrentar a lo que te espera después”.
Cómo crear momentos inolvidables
Justamente la ceremonia del té, tal como la concibieron los viejos maestros japoneses, es un ejercicio de referencia para detener el torbellino mental y despertar nuestros sentidos al mundo que nos rodea.
No es casual que las primeras casas de té se situaran en medio del bosque, que los utensilios sean de especial belleza y que en los salones tradicionales suela haber una tablilla con la enigmática inscripción Ichigo-ichie, creada en el siglo XVI por el fundador de la ceremonia del té.
Esta expresión japonesa significa literalmente “una vez, una oportunidad”, y podría traducirse como: “lo que vamos a vivir ahora mismo no se repetirá nunca más”.
Este concepto –que ha centrado mi último libro junto a Héctor García, Ichigo-ichie, el arte japonés de vivir momentos inolvidables–, hacía hincapié en la importancia de tratar al anfitrión con Ichigo-ichie, como si fuese la última vez que fuésemos a tener trato con él o ella, viviendo con intensidad para que quedase el recuerdo más bello posible.
Tal como lo dejó escrito el maestro Yamanoue Soji en 1588: “Si tomamos conciencia de lo extraordinario que es cada momento, nos daremos cuenta de que cada encuentro es una ocasión única en nuestra vida”.
La conciencia de lo irrepetible
Darnos cuenta de que todo lo que vivimos es único e irrepetible, un truco mágico que no volverá a representarse en el escenario de la vida. Ahí es donde está, en definitiva, la magia cotidiana. Desde esta perspectiva, cada cosa que vivimos –un amanecer, la preparación de un nuevo plato, el descubrimiento de una canción, el encuentro con un viejo amigo– tiene algo de maravilloso.
La escritora Raphaëlle Giordano escribió una novela titulada Tu segunda vida empieza cuando descubres que solo tienes una, y tal vez sea esa precisamente la esencia de la magia cotidiana: tomar conciencia de que antes y después de nosotros hubo y habrá una nada infinita, y que ya es todo un milagro que estemos aquí para celebrar las cosas del mundo y las personas de nuestra vida.
Percatarnos de esto reaviva una magia que siempre ha estado ahí, esperando a ser despertada para iluminar nuestros días.