Cuando me preguntan cuál era mi libro favorito de niño, siempre digo que un atlas que tenía bajo la cama. Cada noche lo ojeaba un rato antes de conciliar el sueño. Más que ninguna novela de aventuras, solo con abrirlo mi imaginación se disparaba al pasear los ojos por territorios extraños, desiertos, ciudades de nombre enigmático, islas diminutas en medio del océano…
Decía Peter Matthiessen, el autor de El leopardo de las nieves, que "un hombre sale de viaje y es otro quien regresa".
Cuando empecé a trabajar de camarero, en los primeros años de universidad, destinaba mi dinero a viajar todo lo que podía y con cualquier medio. Si la gente me preguntaba por qué viajaba tanto, en lugar de estarme quieto estudiando, yo respondía: “Viajar me relaja, porque al menos cuando estoy dentro de un tren sé que voy a alguna parte, algo que no siempre sucede en mi vida”.
El primer gran viaje
Al llegar a los treinta, tras dejar mi empleo como editor porque no soportaba las luchas de poder en la oficina, hice un viaje de 43 días a la India como rito de paso, algo que en la era moderna han hecho miles de occidentales que se buscaban a sí mismos.
Todo desplazamiento exterior a la vez lo es interior, debido a la alquimia que se produce en el viajero cuando se encuentra en territorio desconocido.
Tal como dice Matthiessen, regresé como una persona diferente. De mi mochila saqué mi primera novela, escrita a mano a lo largo del viaje en una libreta de escolar indio. Nada volvió a ser igual a partir de entonces. Sin embargo, no es necesario emprender una ruta tan larga ni tan lejana para que un viaje sea iniciático.
Más que el destino en sí, se trata de adoptar el espíritu de curiosidad y exploración del viajero. En palabras de Paul Auster: “Dicen que tienes que viajar para ver el mundo. A veces pienso que si estás quieto y con los ojos bien abiertos, verás todo lo que puedes manejar."
¿Por qué viajar nos ayuda?
Salir del mundo familiar genera todos estos efectos beneficiosos en la persona:
Atención plena.
Especialmente cuando se viaja solo, al transitar por un escenario ignoto abrimos los cinco sentidos a lo que nos rodea. Este estado de alerta forma parte de nuestro kit de supervivencia, que nos lleva a valorar los potenciales peligros, pero a su vez es lo que permite que vivamos la aventura con pasión y observación.
Multiplica la empatía.
Una persona muy reservada se abrirá a la conversación en un largo viaje en tren por Siberia, o en la azotea de un hotel barato en Camboya. Y no solo porque los locales o los otros viajeros se interesen por quiénes somos, sino porque la acumulación de experiencias nos incita a compartirlas.
Una jubilada que recorría el sur de la India, me confesó: “El primer día en este país me pasaron más cosas que en los últimos diez años”.
Más amplitud de miras.
Cuanto más vemos, más entendemos. Conocer a gentes con una forma de vivir y de pensar diferentes a la nuestra nos ayuda a relativizar nuestras creencias y a ejercitar el músculo de la flexibilidad. En ese sentido, sumergirse en una cultura totalmente distinta es una vacuna contra la rigidez y las ideas preconcebidas.
Entrenar la creatividad.
A no ser que seamos parte de un tour donde está todo milimetrado –e incluso en ese caso–, en un viaje rara vez todas las cosas salen como las teníamos previstas, lo cual nos enseña el útil arte de improvisar. A lo largo del camino nos encontraremos con hoteles llenos, temporales que obligan a cancelar nuestros vuelos, así como una larga ristra de incidencias que nos obligan a tomar decisiones momento a momento.
El “¿Y ahora qué hacemos?” supone un gran entrenamiento para las personas que siempre necesitan tenerlo todo controlado.
Otra visión de los problemas.
Nada más despegar el avión, si nos desplazamos por este medio, podemos contemplar nuestra vida con distancia y empezar a darnos cuenta de lo que funciona y no funciona en ella. La perspectiva que nos da estar lejos de nuestra zona de confort nos permite llegar a conclusiones nuevas y, en consecuencia, tomar decisiones que darán un nuevo rumbo a nuestra existencia. Este es el motivo por el que las pedidas de matrimonio, entre otras resoluciones vitales, a menudo tienen lugar en lugares exóticos.
Para gozar de estas ventajas no es indispensable gastar una fortuna en un itinerario por el otro lado del mundo. Incluso dentro de nuestra ciudad hay lugares a los que nunca vamos que pueden aportarnos un poco de alquimia viajera.