¿Obsesionados por gustar a los demás? La belleza no se crea, se descubre

Esta es la mejor declaración de autoestima. Hagamos visible nuestra belleza propia y auténtica. Porque la belleza no se crea, se descubre y se comparte

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“Nada nos interesa más a las personas que las otras personas”. Me emociono leyendo estas palabras de Fernando Savater. Y al repetirlas, parece imposible que algo a veces olvidado y hasta repudiado, no se reacomode en nuestra cabeza...

¿Cómo no habrían de importarnos los demás? ¿Cómo podría prescindir de su palabra? ¿Cómo habría que restar importancia a lo que piensen de nosotros? ¿Acaso no es el amor de nuestros semejantes nuestra posesión más preciada?

¿Necesitamos gustar a todo el mundo?

Nada hay de malo en querer agradar a los demás, ni siquiera lo hay en nuestra afanosa búsqueda de aprobación. El problema no está en este anhelo, sino en otros dos factores perniciosos de esta búsqueda.

El primero es la falsa decisión, tomada a veces sin darnos cuenta, de que por fuerza tiene que venir de una persona específica. Dice el escritor Hugh Prather que todos precisamos sentirnos aprobados, pero ahora que ya no tenemos cinco años, esa aprobación no tiene por qué venir forzosamente de nuestra madre.

El segundo aspecto enfermizo de nuestra forma de encarar esta búsqueda está en el precio que somos capaces de pagar con tal de conseguirlo, en ocasiones aun a costa de traicionarnos a nosotros mismos.

Cómo agradar y ser auténtico a la vez

Obviamente, la salida no está en repetirnos cada mañana: “Me importa un pimiento lo que piensen los demás”. Ni menos aún en decirle directamente al otro: “No me digas tu opinión porque no me importa lo que pienses de mí” (entre otras cosas, porque nunca es verdad).

La mejor conducta, o por lo menos la más sana, pasa más bien por aceptar y comprender que mi autenticidad y la valoración que necesito no se excluyen. De hecho pueden y deben conjugarse. Es cuando esa coincidencia aparece, y solo entonces, cuando el encuentro con los otros es realmente bello y reconfortante, tanto para nosotros como para los demás.

Una historia sobre la belleza auténtica

Un par de años atrás, me encontraba en Punta del Este, la más famosa de las playas de Uruguay, para dar una conferencia y disfrutar un poco de la hermosa ciudad. Cuando terminó mi tarea, salí con un buen amigo a dar una vuelta por la pequeña ciudad.

Caminando sin dirección prefijada, pasamos por un bar que unos conocidos nos habían recomendado, insistiendo en que servían muy buen café y solían ofrecer algún pequeño show en vivo.

Esa noche, después del café, salió a escena una cantante. Era una mujer de mediana estatura, de bellos rasgos, y que tenía un apreciable sobrepeso. Era brasileña y hacía gala de una envidiable libertad del manejo de su cuerpo.

Se movía con gracia, llevando unas apretadas mallas que marcaban sus nada tímidas curvas y un top que dejaba al descubierto, con cierto desparpajo, los michelines que casi todas las mujeres que conocemos intentan disimular.

He de confesar que en ese lugar y en esa situación, que ostentaban cierta pretensión de glamour y refinamiento, su aparición generó sorpresa e incomodidad. Un murmullo corrió entre las mesas y varios espectadores comenzaron a codearse o hacerse gestos cómplices. Mi amigo no escapó a esta reacción inicial y comentó:

—¡Mírala, amigo! ¿A ti te parece que esta tía puede ponerse esa ropa?

Le dirigí una mirada desaprobatoria, pero no dije más, pues ya estaban bajando las luces, señal de que el show iba a comenzar. Y entonces aquella mujer volvió a sorprender a todos...

Su voz era de una dulzura conmovedora, su amplia sonrisa transmitía el placer que ella misma parecía sentir al cantar, sus movimientos eran gráciles y suaves mientras se movía en el pequeño escenario, llevada por la música.

De pronto, todo el bar estaba cautivado por aquella belleza, y en especial mi querido amigo, que parecía no poder dejar de mirarla. Después de cada canción, giraba la cara hacia mí con un gesto de incredulidad y placer.

El show concluyó una hora y media después de aquel maravilloso despliegue de virtuosismo y nosotros dos, como el resto del público, aplaudimos largamente.La mujer agradeció los aplausos con la misma gracia que mostró durante su actuación.

Después de la tercera ronda de aplausos, mi amigo se levantó de la mesa de un brinco y se encaminó hacia el escenario.

—¿Adónde vas? –le pregunté.

—A tratar de conseguir su teléfono... –me dijo sonriendo–. Quisiera invitarla a salir. Me parece que me he enamorado –agregó con ironía.

Mostrar lo bello: "des-cubrirse"

Yo permanecí en la mesa, satisfecho, aliviado y orgulloso de comprobar que, después de todo, no elegía tan mal a mis amigos. Me quedé pensando que la belleza de esa mujer (quizá como la de todos) no radicaba en cuánto se asemejaba al modelo estereotipado de mujer hermosa.

Su mayor encanto provenía de su decisión de mostrarse auténticamente como era, sin atisbos de vergüenza. Era como una declaración silvestre y contundente de la mejor autoestima: “Esta soy yo, y disfruto siendo quien soy. Yo me gusto, ojalá también te guste a ti”.

Estoy seguro de que una declaración tan adecuada no se desarrolla naturalmente.

Estoy convencido de que se aprende. La buena, buenísima noticia, es que tengo la certeza de que es algo que no hace falta aprender día tras día. Una vez que lo haces tuyo, te acompaña para siempre.

Las personas sabias no se engalanan mostrando algo que no son, ni esconden con sus arreglos lo que les parece poco armonioso, sino que, por el contrario, intentan hacer visible la belleza que saben que les es propia.

La verdadera belleza de cada uno no se inventa ni se construye, se descubre (des-cubre) y se comparte con los demás.

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