¿Solos o en compañía? Esta elección, natural y saludable, parece transformarse en nuestras noches más oscuras en otra alternativa nada tranquilizadora: ¿aislado o dependiente? Y aun en una más, no por falsa menos frecuente en nuestras cavilaciones: ¿esclavo o ermitaño? En la realidad, estas dicotomías son solo torturas imaginarias.
Siempre podemos aprender a entrar en relación con los demás hasta sentirnos incluidos en el mundo de todos y siempre podemos encontrar el espacio de reflexión de la propia y exclusiva compañía. Siempre podemos encontrar momentos en los que podemos disfrutar de estar con el prójimo y momentos en los que el silencio externo e interno nos proporciona plenitud. Pero si llenamos nuestra vida de miedo, sea el temor a quedar atrapados por un vínculo o el horror de la ausencia de la mirada de alguien, transitaremos nuestra existencia huyendo de uno y de otro fantasma.
Somos "animales sociales": necesitamos interactuar
En lo personal, no dudo de nuestra esencia gregaria. Precisamos del contacto y el vínculo con otros, y no necesariamente como signo de nuestra debilidad, como sugería Nietzsche, sino como expresión de una intrínseca necesidad de lo que de humano hay en nosotros. Crecemos, nos reafirmamos y somos en relación con los demás, y esa interacción da sentido a nuestras vidas. Hambre de su afecto y aprobación, pero también de su disentimiento y crítica. Ambición de su mano y de su hombro, pero también necesidad de sabernos útiles y trascendentes.
Es al conectar con esa característica “social” de lo humano cuando nace y se hace valiosa la comunicación genuina, honesta y continua, pero también cuando fluye, como ya hemos visto, la cooperación entre las personas, la solidaridad y la comprensión de lo que el otro sufre o vive. El momento en que aparece, sin necesidad de explicación, nuestro aspecto más bondadoso, compasivo y generoso.
¿Qué calidad tienen las interacciones virtuales?
Sin embargo, vivimos en un mundo que parece privilegiar la comunicación instantánea antes que la comunicación profunda, que jerarquiza la inmediatez por encima de la trascendencia, que honra la cantidad de seguidores que se tiene antes que los pocos amigos. Hoy vivimos en un mundo en el que la tecnología de la comunicación virtual, que tanto ha hecho para fortalecer los vínculos, amenaza con dificultarlos.
Todo sucede como si internet, en su intento exitoso de acercar a los que están lejos, tendiera a alejar a los que están cerca.
Comencé a alarmarme ante esta situación hace algunos meses, cuando, sentado en la mesa de un café, mi amiga Julia me hizo notar lo que sucedía en la mesa de al lado. Cinco jóvenes (tres chicos y dos chicas) que no llegaban a los 18 años compartían unos refrescos. Cada uno de ellos tenía un teléfono móvil en su mano. Cada uno estaba en su mundo leyendo y enviando sus mensajes instantáneos. Ninguno decía una palabra, solo compartían el espacio físico del bar que les ofrecía conexión libre de wi-fi. de pronto, algo más terminó de inquietarme. Una de las jovencitas se rio con ganas y le dijo al muchacho que estaba sentado a su lado: “¡Hay que ver cómo eres!”. Él, que se encontraba junto a ella, ¡le había mandado un mensaje por el teléfono!
Por supuesto que no se trata de dejar de utilizar la tecnología, ni de prohibir los chats, ni de censurar la red (hace tres meses, un médico de Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, guio por internet a un colega cirujano en Rusia para que este pudiera operar con su técnica a un paciente de Siberia y salvarle así la vida). Se trata de agregar a las ventajas de la tecnología las olvidadas maravillas del contacto genuino y presencial entre las personas.
Poder transmitir una idea a mil ‘amigos’ en unos segundos no nos debería impedir disfrutar del placer de compartir un café ‘solo’ con cuatro.
Nadie puede dudar de lo maravilloso y tentador que es poder transmitir una “idea profunda” o “una frase genial” a 1.500 “amigos” en un minuto y 140 caracteres, pero eso no debería impedir que disfrutáramos igualmente del incomparable placer de compartir una mesa de café con cuatro amigos, hablando durante horas solo de tonterías.
El poder sanador de nuestras manos
Hace algún tiempo me crucé con una historia tradicional china que habla del nacimiento del arte de la digitopuntura, una técnica que, mediante la presión de los dedos, estimula los meridianos del cuerpo para armonizar su funcionamiento. Es una historia que hoy quiero compartir contigo dándole un sentido especial:
Vivía en la antigua China un hombre muy pobre que se llamaba Li Wang. Pese a su pobreza, Wang era conocido y querido por todos sus vecinos por su disposición permanente a compartir su escasa ración de comida con cualquier otro desafortunado que llamara a su puerta y ayudar al que sufría, aun postergando sus propias necesidades.
Se dice que una mañana en la que Wang intentaba conseguir algo de pesca para su almuerzo le fue concedida una gracia, y vio, envueltas en la bruma, ocho figuras que se acercaban a él caminando junto a la orilla del río. Sin saber de dónde venía esa intuición, Wang se preguntó si sería posible que fuesen quienes presumía… Cuando los tuvo más cerca, Wang ya no pudo dudar: ¡tenía ante sus ojos a los ocho inmortales! Aquellos ocho sabios que, según la tradición, habían alcanzado la iluminación gracias a su comprensión del tao y, con ella, la vida eterna.
La visión de aquellos hombres era sobrecogedora, pero Li Wang se armó de coraje y, pensando que quizá debía seguirlos, decidió caminar detrás de ellos a través del río, que los primeros de la fila ya atravesaban.
De pronto, uno de ellos, notando su presencia, se volvió hacia él y le dijo:
—Si pretendes venir con nosotros, habrás de dejarlo todo atrás, todas tus posesiones y tus ataduras.
—Eso es sencillo —dijo Wang—, pues en verdad nada tengo.
—Muy bien —dijo el inmortal—. Toma esto…
Pidiéndole que hiciera un cuenco con sus manos, vertió en el improvisado recipiente un líquido verde y viscoso que llevaba en una pequeña botella que colgaba de su cinto. Wang se acercó las manos a la boca para beber, pero el aroma de aquella poción era tan hediondo y su aspecto tan repugnante que no pudo evitar la convulsión que le produjo una arcada y derramar el líquido en el suelo.
—No estás listo aún para seguir nuestro camino —sentenció el inmortal—. Todavía estás demasiado apegado a las apariencias.
En cuanto hubo dicho estas palabras, dio media vuelta y se dispuso a seguir al resto de sus compañeros, que ya cruzaban el río caminando sobre las aguas.
Li Wang permaneció junto al río, de rodillas, embargado por la tristeza y el remordimiento: los dioses le habían puesto delante una oportunidad única, y él la había desaprovechado. Una oportunidad que se le había escapado, literalmente, entre los dedos.
—¡Dadme otra oportunidad! —gritó Wang con desesperación desde la orilla.
—No necesitas otra oportunidad —dijo el inmortal detenido sobre el agua—. Todo lo que necesitas está en tus manos.
Hay un poder en nuestras manos: la decisión de tender la mano, de abrazar al que lo necesita, de contener al que está desesperado, de darle nuestro calor.
La figura dio unos pasos más y desapareció entre la bruma. Wang se encontró solo y sintió que todo estaba perdido; rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos… fue entonces cuando percibió en ellas un resplandor verde como el jade.
Wang no tardó mucho en descubrir el don que aquel brillo daba a sus manos: la capacidad de aliviar los dolores y de curar las enfermedades. Desde entonces, el campesino se dedicó a viajar por toda la comarca, y al cabo de un tiempo, a medida que su habilidad trascendía, recorrió otras tierras.
Dondequiera que fuese, Wang procuraba el alivio de aquellos con los que se cruzaba con solo tocarlos o acariciarlos, llegando a ser conocido y recordado como el rey de los dedos de oro. Algunos dicen que, por sus méritos, encontró finalmente el camino hacia la vida eterna. Otros dicen que no fue realmente así, aunque le reconocen como uno de los padres de la práctica de curar con las manos (finalmente, otro modo de alcanzar la inmortalidad).
No todos hemos tenido acceso a esa sabiduría y a esa técnica, pero cuento esta historia para explicar que hay un poder en nuestras manos. Un poder que no tiene nada de milagroso, pero sí mucho de magia. Es la decisión de tender la mano, de abrazar al que lo necesita, de contener al que está desesperado, de darle el calor de nuestro cuerpo a aquellos que sienten el frío del desamparo, de acompañar a quienes se sienten abandonados por el mundo, aunque no sea más que por el enorme y egoísta placer de sentirse útil. Un poder, permítaseme decir, que, por lo menos por ahora, no podemos enviar a través de nuestro ordenador personal ni de nuestro móvil.