Aprende a confiar en ti (y en los demás)

La fe es capaz de poner en marcha lo que todavía no es pero puede llegar a ser, lo que nos permite ir hacia lo soñado. La desconfianza en los demás nos aleja, también, de nuestra mejor versión.

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Desde hace casi unos años he querido, un poco por decisión y otro poco por necesidad, aportar palabras y herramientas que nos ayuden a todos a lidiar con las dificultades de un mundo que cada día nos hace más ardua la tarea de cumplir con el objetivo de seguir creciendo, con el de dejar salir nuestro potencial y, especialmente, con el de ser capaces de ayudar a otros en momentos críticos.

Toca hoy el turno a un concepto tan cuestionado como poderoso, tan trascendente como anclado en el presente, tan defendido como denigrado. Me refiero a la fe, y con ella a todo un abanico de conceptos que de ella se derivan, ya desde la mera familiaridad lingüística, como la fidelidad y la confianza.

¿De qué hablamos cuando hablamos de fe?

Si nos permitimos escuchar las cosas que del tema se dicen a nuestro alrededor, nos sorprenderá tanto la fuerza que se le atribuye a la fe como su conexión casi mágica con el mundo de lo esotérico y lo supersticioso.

Escuchamos que para lograr algo en la vida hay que tener fe, que la fe “mueve montañas”, y que tener una fe inquebrantable es una bendición... Escuchamos de hombres y mujeres “de poca fe” y también de personas que la descubren; de algunos que la “renuevan” y de otros que “han perdido la fe”... ¿Acaso la fe es un don divino que les toca a algunos y a otros no? ¿Algo que se gana y se pierde en una misteriosa partida de naipes? ¿Algo que azarosamente se encuentra o se extravía como un enigmático camino reservado para pocos?

Si bien la palabra nos remite en principio al mundo de lo espiritual y lo religioso, el concepto de fe no está limitado al mundo de los creyentes de ninguna religión, aunque en muchas de ellas se los llame genéricamente “los fieles” y en algunas otras se utilice el inquietante mote de “los infieles” a los que no creen en lo que yo creo.

Se asocia naturalmente, dentro y fuera de lo religioso, a la fe con “creer” y, sin embargo, la fe es mucho más. El que tiene fe no solo cree, el que tiene fe sabe, confía, está seguro, tiene la certeza de que las cosas, los demás, uno mismo o Dios, obrarán en concordancia con lo que cree. Si bien “confiar” es obrar “con fe”, coloquialmente reservamos este término para los asuntos más terrenales y aquel para los divinos, aunque su separación sea solo pragmática.

La confianza y el amor

Si tengo fe en algo o en alguien, creo en ese proyecto, confío en esa persona, en su lealtad, en su palabra, en su capacidad, en su amor... Y esto es tan importante que, en una pareja, la confianza mutua es por fuerza uno de los valores sobre los cuales se puede construir una relación trascendente (los otros dos pilares son la atracción y el amor).

Quien confía apuesta, pone todas sus fichas en el casillero del vínculo, tiene fe en otro, en un proyecto o en sí mismo y sus recursos.

A quienes entran en nuestro círculo de confianza les deparamos las muestras de afecto más espontáneas, confesiones, pedidos de consejo o de ayuda, abrimos para ellos las puertas del corazón para hacer más amplio nuestro mundo interior. Y es más que lógico que sea así, porque solo cuando confiamos podemos “bajar la guardia”; solo en confianza podemos mostrar nuestras partes más vulnerables, al saber (o presumir) que esa acción no será utilizada para hacernos daño. Dice Joseph Zinker: “la magia del amor es que quien te ama sabe qué debe hacer o decir para herirte ‘mortalmente’ y nunca lo hará”.

Paradójicamente, son los que pueden confiar los que se sienten más seguros, los que son más abiertos, los que permiten que quienes los rodean enriquezcan cada momento de sus vidas, como el arroyo que recibe lo que le brindan las orillas y corre alegre hacia el mar, acompañado de todo aquello que encuentra a su paso.

La desconfianza se aprende

Pero claro, no todo es sencillo. Nada que sea bueno es gratis y las mejores cosas a veces no son eternas.

En mi opinión nacemos confiados (¿de qué otra forma podríamos llegar al mundo siendo al nacer la especie más vulnerable de la creación?), y luego con el tiempo se nos enseña a desconfiar, de lo que nos dicen, de la propia experiencia y de las experiencias prestadas de otros.

Desde el punto de vista más biológico, lo natural es la confianza.

Una torre sólida y alta se construye a lo largo de muchísimos años y, sin embargo, una furiosa tormenta puede derribarla en algunos minutos. La confianza también se construye en el tiempo, pero también como la torre, se puede derrumbar en un momento.

Los desconfiados no nacieron tales: alguna vez fueron defraudados en su confianza, fueron engañados, estafados, mal amados, y a partir de ese momento proyectaron sobre todos el prejuicio de “no confiable”, siendo cautelosos, ocultando, estando a la defensiva desde el principio y poniendo a prueba al que se acerca, esperando ser defraudados nuevamente...

Pierden un tiempo valiosísimo, desperdiciando la posibilidad de disfrutar desde el principio de una relación. No se trata de entregar confianza absoluta desde el primer instante –no es lo mismo ser confiado que ser ingenuo–, pero sí de dar los primeros pasos en esa dirección desde el primer encuentro. Ya habrá tiempo para corregir el rumbo más adelante, no hace falta tener a prueba a los demás, bastará con estar conscientes del crecimiento del vínculo.

El filósofo Friedrich Nietzsche escribió: “El que no tiene confianza en sí mismo miente siempre”.

El desconfiado comprime sus ganas de compartir con el otro, aplica injustamente la historia pasada sobre todos, consiguiendo que los más confiables terminen cansándose y se alejen. Así, el desconfiado va limitando su círculo de relaciones, ya que al decir de Tito Livio: “Ganamos la confianza de aquellos en quienes ponemos la nuestra”.

¿Es posible confiar hoy en día?

Me decía una tarde un paciente: “Una vez un amor me engañó, un amigo me traicionó, un socio me estafó: la gente es mala, no se puede confiar en nadie”. Le contesté, “Ni siquiera en ti”.

Vivimos épocas en las que la confianza no es moneda corriente. Tenemos miedo de que nos roben, nos estafen, nos engañen... Y entonces terminamos confiando más en las leyes, en las rejas, en la policía o en la seguridad privada, que en las palabras, en las personas o en la educación.

¿Quién confía en que el fontanero vendrá cuando dijo y que cobrará lo justo? ¿Quién cree sinceramente que el dinero de sus impuestos vuelve en su totalidad a la gente como servicio? ¿Quién alquilaría un piso sin un contrato y una garantía?

El valor del otro como persona, la confianza en su palabra, en su compromiso, en su capacidad de cumplir un pacto, se ha ido deshaciendo como los dibujos en la arena, arrastrados por los miedos, la incertidumbre y las defraudadoras experiencias que hemos padecido después de confiar...

Nadie está exento de caer en las redes de un canalla, un simulador, un cínico o un estafador profesional. Pero ello no puede ser la excusa para, luego, desconfiar de todo el mundo.

No podemos seguir en este círculo más que vicioso: No confío, no soy confiable, nadie confía en mí, no confío en nadie.

Los hombres y mujeres de fe no temen y confían fuertemente en sí mismos y en los demás; por eso se animan a modificar sus condiciones de vida y las de los otros. Es urgente recuperar el valor de los principios morales para que los cimientos de la confianza vuelvan a ser la base de las relaciones interpersonales.

¿Para qué sirve fe?

La fe, en el mejor y más espiritual de los sentidos, es más aún. La fe es una fuerza poderosa que permite que muchas ideas singulares, válidas para los que las comparten, formen parte de la vida y signifiquen algunas acciones cotidianas, ciertas elecciones y la mayoría de las decisiones.

La verdadera fe es capaz de sostener el alma de los creyentes, orientar sus actos cotidianos y también ayudar a aceptar o superar del mejor modo los inconvenientes e incertidumbres de la vida. No es posible, por ejemplo, saber con plena certeza si existe un destino prefijado o una vida más allá de la muerte, pero sí se puede asegurar que la fe plena en un plan divino minimiza, para los que más fe tienen, los obstáculos que el miedo suele anteponer.

Es más probable que alguien logre un objetivo si avanza confiando en que Dios –o aquello en lo que cree– lo está ayudando y cuidando, que si no siente este apoyo.

Dicen que la fe es la chispa de Dios en el hombre y tal vez por eso es capaz de poner en marcha lo relacionado con la creación, con lo que todavía no es pero puede llegar a ser, lo que nos permite ir más allá, hacia la conquista de lo soñado.

Los hombres y mujeres de fe son emprendedores que no temen y confían fuertemente en sí mismos y en los demás, y por eso se animan a modificar las condiciones de vida propias y ajenas. Los verdaderos líderes han sido siempre, además de dirigentes, políticos o guerreros, guías espirituales; hombres y mujeres de fe que han cambiado la historia.

La fe es la antorcha que, una vez encendida, ilumina a todos y cada uno de los que se animan a sostenerla.

Cuidar que su fuego no se apague es, también, parte de la aventura de andar por la vida con la fe como motor y bandera. Confianza y fe, dos cosas para no olvidar. No se trata de elegir sino de sumar. Dicen los sufís: “Ten fe en Dios, y a pesar de eso, ata tú mismo tu camello”.

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