En un mundo que evoluciona tan rápido como en el que vivimos, no ser capaces de cuestionar lo que sabemos, no animarnos a revisar lo que alguna vez nos dijeron o no permitirnos actualizar la propia experiencia nos dejaría en poco tiempo en la misma situación de quien nunca supo y nada entiende.
La historia moderna de la ciencia muestra, de forma inequívoca, cómo la suma total de los conocimientos del ser humano se duplica cada vez con mayor rapidez. Esta aceleración del saber de la humanidad está indudablemente sostenida y empujada por la velocidad de los avances tecnológicos del último siglo, muy especialmente por las comunicaciones.
La expansión de Internet, por ejemplo, es considerada la gran responsable de la aceleración de ese índice de duplicación global de conocimientos; por “su culpa” la humanidad en su conjunto tendrá acceso al doble de la información total con la que hoy cuenta en apenas un lustro.
Sin prejuicios y dispuestos a repensarlo todo
Nadie puede dudar de los beneficiosos avances y de los buenos resultados que la sociedad occidental ha obtenido en los últimos veinte años, gracias a los progresos, descubrimientos y desarrollos que han tenido lugar en medicina, biología o agronomía, pero esta evolución acelerada también motiva, para bien y para mal, la caducidad rápida y brutal de nuestro conocimiento.
Es imprescindible, pues, sabiendo esto, estar atentos a actualizar lo que sabemos permanentemente; revisar, descartar, descubrir, completar, mejorar y cuestionar lo que siempre tuvimos por cierto.
Es necesario crear nuevos diseños de viejos productos, nuevas soluciones a viejos problemas y nuevas formas de utilizar las viejas herramientas que hemos heredado en los nuevos desafíos que nos propone el presente. Si estas razones no fueran suficientes para justificar la necesidad de abrirnos a lo nuevo o la conveniencia de explorar nuevas posibilidades, tengo un argumento adicional que creo irrefutable.
Abrir nuestra mente
Como terapeuta, aprendí una norma que me ha servido mucho en mi vida y que repito a otras personas cuando tengo la oportunidad. Todo gira alrededor de la definición, particular y provocativa, que daba uno de mis maestros cuando intentaba aclarar para nosotros, futuros terapeutas, los conceptos de neurosis y de salud mental.
El mayor de los disparates no es vivir haciendo cosas extrañas que la mayoría de la gente asocia con la locura, sino
“Vivir haciendo siempre lo mismo y tener la absurda pretensión de que el resultado que obtengamos sea diferente”
¿Qué nos conduce a tener esta ilógica expectativa, que previsiblemente nos conducirá a una repetida frustración de lo que esperamos? Seguramente, uno de los motivos de esta terquedad se deriva de nuestra evidente dificultad para abrirnos a nuevas posibilidades, es decir, de nuestra rigidez, que nos impide aceptar los cambios, de nuestros prejuicios y la fuerza de malos hábitos repetidos, que se han vuelto costumbre solo porque alguna vez fueron útiles o porque así nos fueron enseñados.
En algunas áreas del conocimiento, todo sucede como si huyéramos del pensamiento creativo, asustados por las consecuencias de reflexionar, enfrentarnos o contrastar los hechos, lo que se supone cierto hasta hoy. Mantenemos actitudes basadas en prejuicios que de todas maneras no somos capaces de sostener en nuestro discurso cotidiano. Parece evidente que si se hiciera una encuesta con las preguntas que enuncio a continuación, obtendríamos muy pocas o ninguna respuesta afirmativa:
- ¿Estás a favor de la rigidez de pensamiento?
- ¿Te parece positivo o productivo evaluar una situación o a una persona partiendo de tus prejuicios infundados?
- ¿Crees que generalizar sobre algo o alguien es una manera de ayudar a encontrar la verdad definitiva de las cosas?
- ¿Opinas que es beneficioso aferrarse a hábitos mentales anacrónicos?
Y sin embargo, en la secuencia cotidiana de nuestra conducta, siendo sinceros con nosotros mismos, no podemos dejar de admitir que, en más de una ocasión, no nos animamos a abrir la mente a algunas ideas nuevas y que nos sorprendemos haciendo algún análisis teñido de prejuicios o basado en antiguos esquemas de referencia que ya no tienen ningún valor.
Deberemos aceptar que algunos planteamientos podrían ser calificados como meras generalizaciones, como hechos de nuestra propia limitada experiencia o como producto de una mirada restringida a un determinado entorno.
Un cuento en un andén
Hace muchísimos años, llegó a mis manos una poesía. Se llamaba The Cookie Thief (El ladrón de galletitas) y la había escrito una maravillosa autora norteamericana, Valerie Cox. El poema era tan bello como la historia que contaba. Incapaz de traducir lo poético de la obra, me conformé con hacer de la historia un cuento, que me acompaña desde entonces.
En los últimos años, me he vuelto a cruzar dos veces con la historia, contada en forma de anuncios publicitarios para dos fabricantes de galletas: una vez en Italia y otra, en Brasil. Está claro que alguien más disfrutó del poema de Valerie Cox y decidió plasmarlo en imágenes; o quizá –me emociona el hecho de pensar que así puede haber sido– alguien disfrutó de mi propia versión de la historia y la transformó en alguno de esos anuncios.
La historia nos habla de una mujer que llega a la estación de ferrocarril para subir al tren que la dejará después de un viaje de dos horas en su ciudad natal. Al preguntar por el andén de salida, el empleado de la estación la avisa de que, lamentablemente, el convoy va con retraso y llegará a la estación una hora más tarde de lo previsto.
Molesta, como cualquier persona a quien le toque aguantar un plantón inesperado, la mujer se acerca a un pequeño establecimiento de la estación y compra allí un par de revistas, un paquete de galletitas y un refresco.
Minutos después, se acomoda en uno de los bancos del andén para esperar el convoy. Pone sus cosas a un lado y empieza a hojear una de las revistas. Pasan unos diez minutos. Por el rabillo del ojo ve acercarse a un joven barbudo que toma asiento en su mismo banco.
Casi instintivamente, la mujer se aleja del muchacho, sentándose en la punta del asiento y sigue leyendo. Otra vez de reojo, la mujer ve con asombro cómo, sin decir palabra, el joven estira la mano, coge el paquete de galletitas que está entre ambos, encima del banco, lo abre y toma una galletita.
¡Qué poca vergüenza! –piensa ella–. Sin siquiera pedir permiso...
Dispuesta a hacer valer su pensamiento frente a la situación, pero no a dirigirle la palabra al joven descarado, la mujer se gira y, ampulosamente, coge también una galletita del paquete y, mirando fijamente al muchacho, se la lleva hasta la boca y le da un mordisco.
El joven, por toda respuesta, sonríe y... coge otra galletita.
La mujer está indignada... No se lo puede creer. Vuelve a mirar fijamente al muchacho y coge una segunda galletita. Esta vez hace un gesto exagerado, gira la pequeña torta frente a la propia cara del joven y luego, sin quitarle los ojos de encima, mastica con enfado la galleta.
Así continúa este extraño diálogo silencioso entre la mujer y el chico.
Galletita ella, galletita él. Primero uno, luego el otro...
La señora, cada vez más indignada; el muchacho, cada vez más sonriente.
En un momento determinado, la señora se da cuenta de que en el paquete queda una única galletita. La última. “No se atreverá... ¡No va a comerse la última...!”, piensa. Como si hubiese leído el pensamiento de la indignada mujer, el joven alarga la mano de nuevo y, con mucha suavidad, saca del paquete la última galletita.
Ahora es el muchacho el que mira a la señora a los ojos, y cortando la galletita en dos, le ofrece una de las mitades con su sonrisa más encantadora.
—Gracias –le dice ella, aceptando, con voz y cara de pocos amigos.
En ese momento, llega a la estación el tren que la mujer esperaba. La señora se pone de pie, recoge sus cosas del banco y, sin decir palabra, sube al vagón que le corresponde. A través de la ventanilla, la enfadada pasajera observa cómo el joven se come a pequeños bocados la mitad de la última galletita.
—Con una juventud como esta –se dice–, este país no tiene remedio.
El tren arranca. Con la garganta reseca por el enfado, la mujer abre su bolso para buscar el refresco que había comprado en la tienda de la estación. Para su sorpresa, allí está, intacto y sin abrir... ¡su propio paquete de galletitas!
Esta maravillosa historia, que puede contarse para hablar de muchas cosas, muestra los resultados de los preconceptos,
Lo injusto de algunos análisis que hacemos y conclusiones a las que llegamos, cuando dejamos que nuestra mirada se tiña con la inmoral parcialidad que aportan los prejuicios.