En estos últimos años estamos asistiendo a un interés creciente por un tipo de crianza, muy alejada de la tradicional, siempre basada en el respeto, en el desarrollo de niñas y niños, hacia sus verdaderas necesidades físicas y emocionales. En paralelo a esta transformación del paradigma educativo han proliferado libros, cursos y talleres que les venden a las familias diversos métodos de educación emocional.

Sin embargo, al seleccionar este material hemos de prestar exquisito cuidado, puesto que si lo analizamos a fondo, a menudo nos topamos con el inconveniente de que muchos de sus autores aún no se han liberado del antiguo modelo educativo y sus guías parecen más orientadas a adoctrinar y manipular el mundo emocional de los pequeños, que a acompañarles de forma respetuosa.

Fundamentos de una educación emocional basada en el respeto

Para llegar a entender determinadas emociones, los niños necesitan crecer, madurar y experimentarlas por sí mismos. Es la primera cuestión fundamental que estos libros obvian. Pareciera que la educación emocional se ha convertido en una asignatura pendiente, necesitada de un libro de texto y un profesor que la enseñe, pero no se educan las emociones en una hora lectiva semanal o en una margarita de colores.

En realidad, la educación emocional está presente en la vida y ocupa las 24 horas del día.

Aunque no nos percatemos de ello, con cada acción que emprendemos estamos mostrando a nuestros hijos y alumnos cómo gestionar sus emociones. Ante las diversas circunstancias de la vida, cada reacción nuestra tiene mucho más valor que cualquier libro o método de educación emocional.

¿Se pueden clasificar las emociones?

Debemos comprender que el mundo emocional del ser humano es muy complejo. Cada persona siente sus vivencias de forma diferente, por lo que pretender encasillar y clasificar las emociones puede ocasionar que perdamos un gran número de matices. Pensemos que, si existen grandes diferencias entre cómo percibimos cada uno de nosotros una sensación básica como la temperatura (unos sentimos frío mientras otros están cómodos, y viceversa), cuando hablamos de emociones, las tonalidades posibles se multiplican.

Incluso, refiriéndonos a las emociones básicas universales (miedo, rabia, alegría, etc.), ante una misma situación, las sensaciones personales pueden ser muy diferentes. Por este motivo, tenemos que mostrarnos sumamente cautelosos cuando hablamos de educar las emociones de los niños.

¿Cómo son las emociones en la infancia?

Los bebés, antes de poder expresarlas verbalmente, ya sienten emociones en su cuerpo. Recordemos que se sobresaltan y lloran cuando se asustan, o que sus caras enrojecen y sus cuerpos se tensan cuando se frustran. Esto se debe a que su sistema límbico –el llamado cerebro emocional– se activa y reacciona ante estímulos externos.

Así pues, todos los seres humanos, desde nuestras primeras experiencias de vida, ya percibimos emociones, aunque no podamos nombrarlas.

Poco a poco, los adultos vamos nombrando este complejo mundo emocional y les ofrecemos a los niños palabras para que ellos puedan ir expresando hacia fuera lo que sucede en su interior. Primero les hablamos de las sensaciones básicas como frío, calor o dolor, para, más adelante, nombrar las emociones como el miedo, la alegría o la rabia.

En toda circunstancia tenemos que mostrarnos especialmente cautelosos con nuestras palabras para no interpretar las emociones de los niños y no darles una impresión incorrecta de lo que están sintiendo. Muchos adultos tienden a minimizar o restar importancia a algunas emociones (“levántate, no ha sido nada” o “no te asustes, tampoco es para tanto”), creando gran confusión en los pequeños.

Entender nuestras emociones, el primer paso para ayudarles a entender las suyas.

Nosotros, padres o educadores, si deseamos acompañar a nuestros hijos de forma respetuosa y no influirles con interpretaciones erróneas de sus emociones, previamente tenemos que haber trabajado y comprendido nuestras propias emociones. Solo comprendiéndonos a nosotros mismos, podremos empatizar con los niños, saber cómo se están sintiendo en cada situación y también qué tipo de acompañamiento precisan de nuestra parte.

Más allá de cualquier estudio o formación académica, considero que este autoconocimiento emocional es uno de los mejores regalos que les podemos legar a nuestros hijos.

Para que los niños y niñas crezcan emocionalmente sanos, resulta fundamental que no se sientan solos ante cualquier situación difícil que tengan que afrontar. Si se saben escuchados y comprendidos, se sentirán libres para comunicar lo que les sucede y para pedir, según la circunstancia, lo que necesiten de nosotros.

Cómo animarles a sentir por sí mismos

Hablar con naturalidad sobre cómo nos sentimos.

¿Estamos conectados con nuestras emociones? Nosotros somos los primeros que tenemos que habituarnos a expresar nuestras vivencias emocionales. Este será el mejor ejemplo para nuestros hijos. Si ellos nos escuchan hablar con naturalidad de cómo nos sentimos en cada momento, lo tomarán como algo normal y se acostumbrarán a hablar de sus emociones. Aprovechemos cualquier situación para hablarles sobre nuestros sentimientos.

Las emociones que se callan se enquistan.

No juzgar, no existen emociones buenas ni malas.

Todos necesitamos comunicar lo que sentimos en cada momento, sea cual sea ese sentimiento. A veces se reprimen emociones mal llamadas “negativas” como la tristeza, el miedo, el asco o la ira, por no estar socialmente bien vistas. Pero no es saludable esconder las emociones. Todas tienen su razón de ser en nuestra vida y han de ser nombradas, comprendidas, asimiladas y si es necesario, sanadas.

Pedir que identifiquen las emociones en el cuerpo.

Desde que empiezan a hablar, podemos preguntarles a los niños (sin forzarles en ningún momento) cómo y dónde sienten cada emoción. Aunque aún no tengan el vocabulario necesario para explicar con detalle cómo se sienten, seguro que pueden encontrar formas de representarlo. Pueden darle una forma, una textura o un color. Por ejemplo, pueden sentir un cojín pesado sobre su pecho o una bola que gira muy rápido en su estómago.

Dar ejemplo de equilibrio, no perder los papeles.

Es improbable que ayudemos a los niños a gestionar sus emociones si somos nosotros los primeros que nos desbordamos a la primera de cambio. No podemos enseñar a manejar un arrebato de ira cuando nosotros mismos no somos capaces de autorregularnos en determinados momentos. Tenemos que encontrar nuestras propias estrategias para controlar nuestra ansiedad y, si es necesario, buscar ayuda profesional para lograrlo.