En todos los hogares donde habitan niños pequeños, las mañanas pueden resultar muy estresantes. Simplemente ocurre que los niños no quieren ir a la escuela.

Entonces permítanme, queridos lectores, formular una pregunta antipática:

¿Por qué los mandamos, si no quieren ir?

Sospecho que la respuesta automática de los adultos es: “Porque es su obligación”. Bien. Insistiré con preguntas incómodas:

¿Quiénes hemos dispuesto la obligatoriedad y cuál es el sentido de esa imposición?

Concedámonos la libertad para pensar libremente y sin tantos prejuicios, porque hay una sola realidad: los niños no quieren ir, lloran todas las mañanas, a veces se enferman para lograr su objetivo, otras veces se transforman en niños agresivos o distantes.

¿Por qué van los niños a la escuela?

Propongo que intentemos pensar en el propósito original que la escuela tuvo en sus inicios.

Comenzó a masificarse durante la revolución industrial para responder a las necesidades de las flamantes fábricas, proveyendo mano de obra cualificada. En ese momento era indispensable que los niños tuvieran conocimientos mínimos de lectoescritura, matemáticas y cultura general.

Pero, sobre todo, era el lugar donde se los disciplinaba y se los igualaba. Esto es importante: en esa época dejaron de tener relevancia las aptitudes de cada niño, para estandarizarlos y para que –en el futuro– pudieran responder bajo formatos similares a los requerimientos de las empresas.

Han transcurrido 200 años y sin embargo la escuela no ha cambiado demasiado:

  • La disciplina y el respeto indiscutido hacia las autoridades no ha variado.
  • La homogeneidad por edades continúa.
  • La obligatoriedad respecto a lo que todos los niños deben aprender es la misma.

¿Pero acaso es malo que los niños respeten a sus maestros, aprendan a leer y escribir y se comporten bien? No hay nada malo ni bueno en ello. Simplemente, propongo que registremos los precios que todo niño –es decir, toda criatura libre, espontánea, inquieta y curiosa– tiene que pagar por reprimir todo su despliegue natural.

Por otra parte, si no pretendemos que los niños se conviertan en obreros de las fábricas sino que –por el contrario– hoy en día tenemos expectativas más altivas para ellos, ¿por qué los enviamos a una escuela que ha quedado obsoleta en sus formas y sus objetivos?

En este punto nos encontramos con dos caminos para la reflexión. El primero es mirar con ojos bien abiertos –y críticos– a la escuela que conocemos hoy.

El segundo es imaginar cómo sería una escuela positiva y necesaria para nuestros niños, los niños del siglo XXI.

Represión normalizada

Empecemos por la primera cuestión: la escuela que conocemos hoy. Un ejercicio interesante sería recordar si cuando nosotros éramos niños, nos gustaba ir a la escuela o no.

Tal vez recordemos que en el ámbito escolar, conocimos a quienes fueron nuestros mejores amigos. Esa es una buena noticia: en la escuela hay otros niños. Pero hasta el momento, aquello que recordamos con mayor alegría son los juegos y el intercambio amistoso con otros niños.

Estaremos de acuerdo en que para jugar no precisamos obedecer a los adultos ni estar sometidos a exigencias ajenas al biorritmo infantil. Algunos de nosotros recordamos que teníamos miedo, o que éramos demasiado tímidos, o que no comprendíamos lo que se nos enseñaba, o que no teníamos amigos o que respondíamos milimétricamente a las exigencias de los mayores.

Aun cuando hemos tenido experiencias difíciles en la escuela, en muchos casos las hemos normatizado. Esto significa que nos resultan familiares y que por lo tanto, no se nos ocurre que las cosas podrían haber sido de otra manera. Si el acatamiento a la autoridad, la represión de nuestras inquietudes y, sobre todo, los frenos respecto a los movimientos corporales y a la exploración espontánea nos han formateado al punto de no sufrir más, es lógico que hoy –siendo adultos– no sintamos ninguna molestia frente al continuum de la represión sobre quienes son niños hoy.

Una vez más, formulo preguntas fastidiosas:

¿La escuela tal como la conocemos hoy sirve para el despliegue de las habilidades de cada niño contemporáneo?

Y algo más:

¿Eso que los niños aprenden en la escuela es relevante? ¿Podrían aprenderlo de otra manera o en otros ámbitos?

Vale la pena interrogarnos sin miedo y sin preocuparnos por llegar a conclusiones diferentes a las esperadas. Porque de todas maneras los niños no quieren ir a la escuela, y esa parece ser una alarma interesante para tener en cuenta.

Cómo debería ser la escuela actual

Abordemos entonces la segunda cuestión:

¿Seríamos capaces de construir una escuela a la que los niños vayan felices? ¿Cómo sería una escuela así? ¿Podemos imaginarla?

Si no podemos soñarla, quizás podamos preguntarles a los niños qué les gustaría hacer. Los niños saben perfectamente qué necesitan y además mantienen la fuerza vital que los lleva siempre a querer saber más, alcanzar metas más lejanas.

Ese anhelo por explorar más allá de nuestro entorno está inscrito en el diseño original de los seres humanos. Cuando los niños se muestran apáticos o desinteresados sobre ciertos asuntos, es porque eso que pretendemos enseñarles no tiene ningún sentido para ellos.

Por supuesto, los niños menores de 14 años querrán jugar casi todo el tiempo. ¡Eso es fantástico! Tenemos asegurada una escuela fenomenal, porque los niños aprenden jugando, tanto como las personas grandes aprendemos lo que sea dentro del intercambio social o afectivo con otros individuos.

Sé que parecen ideas raras. Sin embargo, observemos a los niños cuando frecuentan un club al que les encanta ir. Les complace verse con sus amigos y hacer actividades que los cautivan.

En esos casos, ponen toda la capacidad y el compromiso para ser los mejores, ya sea en el deporte o en la actividad que hayan elegido. En algunos casos se convertirán en guías o líderes desde la mirada de otros niños, por el empuje y entusiasmo que desplegarán en sus propios dominios.

El temor que compartimos los adultos es que si los niños juegan todo el tiempo, nunca aprenderán matemáticas ni geografía. Pues bien, hasta que no hagamos la prueba, no estaremos seguros.

Por el momento, sabemos que los niños que han atravesado las escuelas represivas tampoco han aprendido matemáticas ni geografía. Sin ir más lejos, ¿cuántos de nosotros somos capaces de resolver una raíz cuadrada?

Por supuesto, esta no es una invitación a la ignorancia. Más bien todo lo contrario. Es un llamado para pensar con mayor autonomía.

Ahora bien, es probable que los adultos necesitemos a los niños para que nos conduzcan de la mano hacia caminos más abiertos, más libres y más auténticos. Nosotros ya estamos inundados de miedos, prejuicios y experiencias traumáticas.

En cambio, los niños aún son puros e inocentes, y responden al diseño bajo el cual han sido creados. Una escuela feliz con niños felices, no sólo va a permitir un despliegue extraordinario en cada niño sino que además, va a redimirnos de todo sufrimiento pasado.