Hace tiempo leí una de esas historias edificantes. Un peregrino encuentra a tres hombres picando piedra junto a un camino.

—¿Qué estáis haciendo? –les pregunta movido por la curiosidad.
—Ya ve, estamos picando piedra –contesta el primero.
Doy de comer a mis hijos –responde el segundo.
Yo construyo una catedral –replica el tercero.

La estructura de la historia es progresiva. En el ánimo de su autor, picar piedra es una respuesta banal. En cambio, construir una catedral es algo muy
importante. No comparto sus prioridades.

Cuando yo cuento la historia, es el tercero el que da de comer a sus hijos. Porque dar de comer a los hijos es algo mucho más trascendente que construir una catedral. Constituye la verdadera justificación del trabajo humano.

¿Qué soy yo: pediatra, escritor? Cuando mis libros sean olvidados, los hijos de mis hijos vivirán. La forma en que he tratado a mis hijos influirá en la forma en que ellos traten a los suyos. Yo soy, ante todo, padre, y es así como cambio el mundo.

El placer olvidado de cuidar a los hijos

En otros tiempos, tener hijos no era percibido como una carga, sino como un bien en sí mismo. Hace algunos años era frecuente escuchar que tener hijos era una bendición. En otros momentos parece que tener descendencia es un problema. ¿Es la maternidad un hecho neutro, al que cada época tiñe de connotaciones positivas o negativas? No lo creo.

La crianza y cuidado de los hijos debe ser algo agradable de por sí.

Las conductas que son imprescindibles para la supervivencia del individuo o de la especie producen placer. Los animales no saben que la comida contiene nutrientes necesarios para vivir, ni que el sexo es necesario para reproducirse. Actúan motivados por el placer.

Pero el placer sexual no basta por sí solo para garantizar la reproducción. Es necesario cuidar y alimentar a los niños durante años. Ningún animal lo hace durante tanto tiempo como el ser humano. Si nuestros más lejanos antepasados, sin educación ni normas sociales, sin ley ni religión, hubieran pensado que los bebés eran una carga excesiva, los habrían abandonado sin el menor remordimiento.

Además, parece que existe un importante mecanismo de retroalimentación según el cual cuanto más cuidas de un bebé más deseas seguir cuidándolo. Porque te enamoras.

El primer contacto con el bebé es decisivo

Muchas enfermeras de maternidad me han comentado que la madre que ha tenido en brazos a su hijo en la misma sala de partos, no solo algunos minutos, sino durante un par de horas de contacto continuo, suele quejarse muy poco. Se siente segura para encargarse de su hijo, pide que se lo dejen las 24 horas y tiene pocos problemas con la lactancia.

Las madres que han estado separadas de sus hijos durante las primeras horas parecen sentirse más inseguras. A veces se sienten agobiadas y piden a la enfermera que se lleve al bebé un rato para poder descansar.

Es una espiral en la que cada paso facilita el siguiente.

La madre que ha sido feliz con su hijo le sonreirá, le tocará y le hablará mucho más. Verá a su hijo con mejores ojos y este, confiado y satisfecho, llorará menos y dormirá más tranquilo. El bebé al que dejan solo en su cuna, al que no toman en brazos, se vuelve más inseguro, llorón y exigente, y su madre puede sentirse agotada y agobiada.

La presión social: demasiadas normas

Cada paso en la relación entre madre e hijo facilita el siguiente, pero no lo determina. En cualquier momento puede iniciarse un cambio en un sentido o en otro. Muchas veces, la presión social impone cambios en un solo sentido.

Así es como los padres se ven envueltos en una maraña de tabúes: “No lo cojas en brazos, que lo malcrías”, “No lo metas en tu cama, que luego no lo podrás sacar”. Curiosamente, solo se prohíben las cosas agradables y divertidas. Nadie dice: “No le laves la ropa, o se acostumbrará y tendrás que seguir lavando hasta que se case”.

Estas normas absurdas separan cada vez más a madre e hijo. Crean desconfianza mutua y resentimiento. Cuando el niño llora, los padres tienden a pensar: “¿Qué diablos querrá ahora? ¿Cuándo me va a dejar dormir? ¿Qué puedo hacer para que se calle de una vez por todas?".

Las normas absurdas crean desconfianza y resentimiento.

Pero es posible invertir el proceso y orientarse hacia la dirección correcta. Podemos coger a nuestro hijo en brazos, acariciarle y cantarle. Sentir el calor de su piel suave, deleitarnos con el olor de su cabecita. Dormir arrullados por su tranquilizadora respiración. Notar cómo su cuerpo se amolda al nuestro buscando un nidito donde descansar.

Un día tu hija se despierta a las tres de la madrugada y descubres que no llora, ¡sino que ríe! Nada en el mundo te hará olvidar ese momento. Se establece la empatía, la capacidad para comprender y compartir los sentimientos del otro. Cuando el niño llore, los padres pensarán: “Pobrecito, cómo sufre, ¿qué le ocurrirá? ¿Por qué no puede dormir?”.

¿Creamos dependencia en los niños?

Hace muchos años se descubrió que los niños lloraban menos si podían oír el corazón de su madre, a cuyo sonido tranquilizador se acostumbraron en el
útero. Entonces inventaron un osito de peluche que hacía “tictac”, como el sonido de un corazón, en lugar de pensar que si la madre cogía al niño en brazos se dormiría tranquilo.

Pensaban que con un osito al que abrazar, un “tic-tac” al que escuchar y un chupete, el bebé ya no necesitaría más a su madre.

Olvidaban que una madre puede ofrecer a su hijo mucho más que cualquier objeto o combinación de objetos inanimados. Olvidaban que ella se ha acostumbrado durante nueve meses a llevar a su hijo a todas partes. Olvidaban que ella también llora menos si puede tener a su bebé en brazos, se siente más segura si puede verlo en todo momento y duerme mejor si está junto a él.

Una madre tiene que escuchar que, con su absurda costumbre de coger a su hija en brazos y metérsela en la cama, le está creando dependencia. ¿Es que es la suya la única niña de año y medio que aún vive con sus padres?

Durante años, todos los niños dependen de los padres para desarrollarse, para aprender y para sobrevivir. Es imposible volver a un niño dependiente, porque ya lo es, hagan lo que hagan los padres.

Buscar excusas para mantener el contacto

Tanta es la presión social en estas cuestiones que muchas madres se han visto obligadas a buscar justificaciones de lo más diverso para mantener el contacto con su hijo.

Está mal visto cogerlos en brazos, pero ¿quién puede oponerse a los beneficios del masaje infantil? Si nos preguntan: “¿Qué haces todo el rato jugando con el niño? ¡Tiene que aprender a entretenerse solo!”, es menos conflictivo responder: “No estamos jugando, es estimulación precoz, para desarrollar su inteligencia...”.

Esto está bien mientras sea solo un ardid para acallar las críticas. Porque no es lo mismo jugar con un bebé que intentar convertirlo en un genio, aunque le cantemos las mismas canciones.

Rebaja tu exigencia

En el primer caso, el único objetivo es que la madre y el bebé disfruten del juego. En cambio, la estimulación precoz puede convertirse en un deber, en algo que te estás obligando a hacer para ser una buena madre. Entonces te vuelves exigente y esperas los resultados de todo lo que hagas con tu hijo. Te convences de que si el niño no se convierte en un genio, es que has perdido el tiempo jugando con él. Todo es exigencia.

Olvidado el placer de la maternidad, se ha impuesto el mito de la madre abnegada y sacrificada.

El que dedica tiempo y esfuerzo a escalar una montaña o a tocar el piano y ha trabajado duro para conseguir lo que quería despierta sentimientos de envidia y admiración. Pero, cuando se trata de cuidar a un niño, se tiende a pensar que la madre lo ha hecho por obligación, que ha “renunciado a sí misma”, a sus prioridades y a sus deseos. En este caso lo que ella despierta es compasión.

Ser madre es interpretado como un sacrificio personal y no como una posible fuente de placer. La madre se ve obligada a levantarse varias veces cada noche para atender a su hijo, porque la solución más fácil y más cómoda, que sería meter al bebé en su cama, le ha sido prohibida. “Tienes que esforzarte y enseñar a tu hijo a dormir solo, es por su bien”.

Olvídate de abnegaciones, no necesitas sacrificarte. Piensa que lo que es mejor para tu hijo es también lo mejor para ti. Nuestra especie no habría sobrevivido un millón de años si fuera de otro modo.

El momento del cambio: sé la madre que quieres ser

Si necesitas hacer un esfuerzo para violentar tus más íntimos deseos, si a menudo te sorprendes pensando cosas como: “Le cogería en brazos, pero dicen que no es bueno...”, “Qué pena verle llorar, pero tiene que aprender...” o “Dormiría con él, pero tiene que acostumbrarse a dormir solo”, probablemente significa que tanto tú como tu hijo saldríais ganando con un cambio.

No te sacrifiques ni por cómo te dicen que deberías cuidar a tus hijos, ni por ellos, porque ser madre no implica renunciar a ser uno mismo. De este modo, ante las inevitables peleas y desaires de su futura adolescencia, en vez de “Cómo me paga todo lo que hice por él” podrás pensar “Qué años tan felices he vivido con este niño”. Y la adolescencia también pasará, no te quepa duda.

1. Regálate una pausa

¿Desesperada, agobiada, agotada? Coge al niño en brazos, pasea mientras le cantas... o siéntate y descansa con él. Verás como en pocos minutos los dos os sentís mejor. Si esto no funciona, que papá o la abuela se lo lleven a pasear un par de horas. Aprovecha ese tiempo para descansar, y no para hacer otras cosas que tengas pendientes. Si estás agotada, lo que más necesitas es una buena siesta

2. Vuelve a tu infancia

¿Es el primero y te sientes perdida? Tienes más recursos de los que imaginas. Nunca antes has sido madre, pero has sido hija. Conecta con la niña que llevas dentro. Intenta recordar sus sentimientos, sus miedos, sus alegrías, sus esperanzas. ¿Comprendes ahora por qué a tu hijo le dan asco las espinacas o tiene miedo a la oscuridad? ¿Por qué no quiere dejar de jugar para ir a comer o por qué se olvida de lavarse las manos?

3. Duerme con tu bebé

Si te da miedo que el bebé se caiga de la cama, puedes dejar el somier directamente en el suelo. También puedes ampliar la cama de matrimonio poniendo al lado un colchón individual. Para que el bebé no se quede atrapado en el hueco que hay entre los colchones, es mejor dejarle el individual a papá.

4. Hora de cuentos y prioridades

¿A qué edad empiezan a dormir solos? Es probable que hacia los tres años se deje convencer para dormir solo, siempre y cuando le cuenten cuentos y le hagan compañía hasta que se duerma.

Puedes estar un año sin limpiar el polvo, y no pasa nada. Pero si pasas un año sin hacer caso de tu bebé, sin jugar con él, sin abrazarle, ¿quién le va a limpiar después el alma?

5. Cuando no quiere caminar...

Los niños empiezan a dar los primeros pasos hacia el año o el año y medio. Pero una cosa es caminar alrededor de mamá, en casa y cuando está quieta, y otra muy distinta caminar por la calle de la manita. Esto es mucho más complicado para el niño y no suelen hacerlo hasta los tres años. Los niños de dos años no se niegan a caminar por “maldad”, sino porque realmente no pueden hacerlo. Necesitan que los lleves en brazos o, si lo aceptan, en cochecito.

6. Sigue siempre tu instinto

No dependas de los comentarios de los demás. A algunas personas parece “molestarles” ver a una madre feliz con su hijo en brazos. Pero crecen tan rápidamente que, si no lo mimas ahora, ¿cuándo lo vas a hacer? ¿Acaso crees que cuando tenga doce años podrás llevarlo en brazos?