Hace unos días, antes de irme a dormir, repasé las noticias de los principales periódicos y una en particular me llamó poderosamente la atención. El artículo contaba cómo un chico de unos trece años había retenido, durante más de una hora, a toda una clase de su instituto, incluida su profesora, mediante violencia física y amenazas verbales.
Aunque la docente, en un principio, no era el objetivo del niño, en el momento en el que la mujer intervino para separarle de un chico al que estaba agrediendo, el chico se revolvió, se encaró con la profesora y comenzó a amenazarla y a abusar, una y otra vez, verbalmente de ella.
El grado de violencia verbal que alcanzó aquel chico, las palabras con las que insultaba y amenazaba a la profesora, la forma de proferirlas, mostraban, además de que el joven arrastraba tras de sí una enorme carga de dolor y frustración, cómo el manejo del lenguaje en los primeros años de vida de este chico había estado asociado a la tensión, la violencia y la agresividad.
Conocemos el mundo a través de lo que nos cuentan los adultos
A través de las palabras que recibimos durante los primeros años de la infancia y de la forma en la que nos las transmiten, configuramos nuestra identidad y construimos el tipo de relación que mantendremos de por vida con nosotros mismos y con nuestro entorno.
Si las palabras que nos dedicaron de bebés y de niños fueron amables, amorosas, asertivas, honestas y ponderadas, creceremos conscientes de nuestra valía, erigiremos una imagen de nosotros mismos fuerte y segura, desarrollaremos una alta autoestima y mantendremos un vínculo basado en la igualdad con los demás.
Al contrario, si en nuestra niñez solo escuchamos gritos, reproches, críticas, palabras duras e insultos, la vida nos parecerá dura y complicada, nuestra autoestima se verá fuertemente mermada, elaboraremos una autoimagen pobre, quebradiza e insegura y nuestras relaciones con las otras personas serán complejas y generalmente difíciles y conflictivas.
Los adultos verbalizan y crean la realidad en la que crecen los niños y le ponen palabras a su vida. También, con sus frases, le otorgan sentido al entorno de los pequeños, a sus aprendizajes, a sus relaciones, a las acciones de las personas que les rodean e, incluso, a su mundo interior.
Los niños confían en sus mayores, en la veracidad de las palabras de sus padres, de sus maestros, de sus familiares. Los niños creen en los adultos, en las frases que les dirigen. No dudan de ellas nunca, ni tan siquiera cuando estas se contradicen con su instinto y comprometen no solo su seguridad, sino también su equilibrio interno.
Las frases que frenan el desarrollo y la autoconfianza
- Cuando el padre de un niño le grita continuamente que es un vago, que no vale para nada, su hijo, desoyendo a su propia intuición, le cree y acaba por pensarse como una persona perezosa y fracasada.
- Si la abuela me compara con mi prima, mucho más alta y esbelta, imaginaré que hay algo defectuoso en mi cuerpo y me pasaré la vida persiguiendo un ideal de belleza falso (reforzado por las palabras e imágenes que me bombardean desde los medios de comunicación).
- El bebé que experimenta con texturas tocando su comida y escucha mil reprimendas que le califican como sucio y que le prohíben seguir con lo que está haciendo deja de lado su espíritu investigador y acaba por convertirse en una persona apocada e inmovilista.
Frases como “no eres bueno para nada”, “así no se hace”, “calladita estás más guapa”, “eres un torpe”, “hazle caso a tus mayores”, “cuidado que te vas a caer”, “eso no se hace”, “eso no se dice”, “no te toques”, y muchas otras que todos hemos escuchado con frecuencia, suponen además de un freno en su desarrollo, un golpe directo tanto a la autoestima como a la salud emocional del niño.
Estas palabras dañinas, lanzadas sin contención hacia los pequeños, les hieren fatalmente quebrando su autoconfianza y robándoles su poder interno y su verdadera identidad.
¿Qué lenguaje debemos usar con nuestros hijos?
Las palabras que les dirigimos a nuestros hijos, si queremos salvaguardar su autoestima y su identidad real, tienen que mantenerse libres de violencia, de agresividad, de chantaje, de humillación, de sumisión, de condescendencia, de toxicidad y de negatividad. El lenguaje que utilicemos para hablar con nuestros hijos debe, ante todo, basarse en la honestidad, el cariño y la naturalidad.
Nuestros hijos no necesitan regañinas, castigos, reprimendas, mentiras ni gritos. Nuestros hijos precisan que les hablemos con amor, con asertividad, en un tono cariñoso y que, ante todo, les ofrezcamos sostén, cuidados, seguridad, apoyo y un acompañamiento basado en el respeto mutuo, la confianza y el diálogo.
4 pasos para cambiar tu lenguaje
Escribe tus palabras
Este ejercicio suelo proponérselo a familias que llegan a consulta con problemas de comunicación.
Durante una semana, escribe en un cuaderno una lista de las frases y palabras habituales que les sueles dirigir a tus hijos.
Pasada esta semana, lee tus frases y observa atentamente tus palabras.
Responde con sinceridad a estas preguntas
- ¿Utilizas con frecuencia los insultos?
- ¿Les criticas?
- ¿Alguna palabra o coletilla se repite más que otra?
- ¿Tus palabras te recuerdan a las que recibías en tu propia infancia?
- ¿Sería beneficioso para tu hijo que cambiaras las palabras con las que sueles hablarle?
Rehúye palabras dañinas
Pasamos nuestra infancia escuchando gritos, insultos y todo tipo de coletillas y palabras que nos criticaban. Si descartamos de nuestro vocabulario estas palabras dañinas, lograremos liberar a nuestros hijos de esta pesada carga.
Para comenzar este cambio, te propongo que realices un pequeño ejercicio. Cada vez que sientas que vas a gritar, insultar o criticar a tu hijo, detente, toma varias respiraciones profundas y piensa que el tono y las palabras que vas a utilizar son muy importantes para tu hijo.
Tras tranquilizarte, imagina cómo te gustaría que te hablaran a ti y háblale así a tu hijo.
Transmite tu amor
Nuestros hijos, para desarrollar una alta autoestima y una imagen positiva de sí mismos, necesitan que con nuestras palabras les transmitamos, a diario, todo el amor que sentimos hacia ellos y las personas tan maravillosas que son.
- Acompáñales utilizando palabras empáticas que muestren tu confianza en ellos.
- Valida todas sus emociones con abrazos, con cariño, sin palabras que les juzguen.
- Ayúdales en sus problemas sin utilizar frases de crítica o de reproche, aportando tu experiencia.
- No te calles alabanzas ni palabras de cariño por estar enfadado.
- Dialoga con ellos con ternura y sinceridad.