La inteligencia tiene prestigio. Todo el mundo parece querer que sus hijos sean muy inteligentes. Y hay tests que prometen resumir sus capacidades con un numerito comprensible.

Aunque sin duda no es lo mismo sacar 80 que 128 (pero esa diferencia ya se notaba sin necesidad de hacer un test, ¿verdad?), es absurdo pensar que el que saca 128 es más listo que el que saca 120.

Las dos etapas de la inteligencia

La inteligencia depende de la interacción entre la herencia y el medio ambiente. Sin duda, hay niños que nacen con la capacidad de ser unos genios y otros que jamás destacarán. Pero el genio sólo puede llegar a genio si está inmerso en un ambiente adecuado.

El desarrollo de la inteligencia es un viaje en dos etapas y actualmente cometemos el error de dar más importancia a la segunda, a la etapa de la educación, que a la primera, la de los primeros años, donde es importantísimo el afecto de los padres.

Mozart no habría sido un genio de la música si su padre no hubiera sido músico, si en su casa no hubiera habido un piano. El mundo está lleno de campesinos, albañiles y peluqueras que hubieran sido excelentes catedráticos de física o escritores, pero que no tuvieron la oportunidad de estudiar. Pero eso no impide que sean campesinos o peluqueras muy inteligentes (y probablemente eso les permita una vida más plena que a sus compañeros menos espabilados).

Todo el mundo parece centrarse en la educación: estimulación, estudio, buenos colegios, universidades de prestigio... Pero todo ese trabajo de nada sirve sin la inteligencia de base, que se ha formado antes, por la interacción del niño con quienes le rodean, principalmente con la madre.

Interacción para el desarrollo

Efectivamente, los primeros años son fundamentales. En The irreducible needs of children (“Las necesidades básicas del niño”), el pediatra T. B. Brazelton y el psiquiatra S. I. Greenspan señalan que el bebé y el niño pequeño necesitan la atención de un adulto durante todo el tiempo que están despiertos.

Parte de esa atención debe ser interacción directa, cara a cara: mirarle a los ojos, decirle cositas, sonreírle y estar por él.

Otra parte del tiempo, el adulto puede estar dis­ponible, algo más lejos, haciendo otras actividades pero al mismo tiempo respondiendo de vez en cuando a las llamadas del niño o dándole indicaciones.

En otros momentos, el adulto simplemente está cerca, en la misma habitación, pero está.

No sabemos en qué proporción exacta necesita el niño estos tres tipos de relación. Los niños occidentales parecen necesitar la interacción cara a cara, al menos, la mitad del tiempo que están despiertos, aunque muchas culturas parecen obtener los mismos resultados llevando al bebé todo el rato a la espalda y sin apenas interacción directa.

Tal vez nuestros niños necesitan más estimulación porque no tienen suficiente contacto físico

Lo que es seguro es que los niños privados de la atención de los adultos sufren un retraso en su desarrollo. En el caso extremo, los niños semiabandonados en orfanatos sufren graves déficits psicomotores y graves pro­blemas psicológicos aunque estén limpios y bien alimentados.

El mito de la estimulación precoz

Para algunos, la idea de que la simple presencia de la madre es fundamental para el desarrollo del bebé puede resultar muy inquietante. “¡La madre, así, sin más, sin estudios, sin preparación!” “¡Hay que enseñar a la madre a hacerlo mejor!” Así surgieron los métodos de estimulación precoz.

Ojo, no estoy hablando de la estimulación especial que excelentes profesionales ofrecen a niños con problemas físicos y psíquicos, y que sin duda resulta muy útil. Estoy hablando del concepto de estimular a niños sanos y normales con técnicas, vídeos, músicas y otros materiales “educativos”, con la esperanza de aumentar su inteligencia y de convertirlos en genios.

En realidad, estos métodos confunden las dos etapas del viaje que antes mencionamos. Intentan adelantar a los primeros años las técnicas de educación que se usan en la escuela. Pero la inteligencia no se forma así.

El médico estadounidense John T. Bruer, en El mito de los tres primeros años (Ed. Paidós), explica muy bien la falacia de este tipo de estimulación precoz. Si el cerebro no se de­sarrolla por sí mismo (como crece el esqueleto) sino que necesita una serie de estímulos, es precisamente porque estos estímulos son tan universales que todos los niños, por el simple hecho de tener unos padres que se ocupen de ellos, los reciben.

No es necesario conocer técnicas especiales o rea­lizar determinadas actividades, basta con estar allí y amar a su hijo tal como le sale de dentro

6 claves para educar desde la inteligencia

La mejor forma de estimular la inteligencia en los niños es con nuestro ejemplo. Comportándonos inteligentemente y respetando su inteligencia. Con amor, con respeto y con la verdad por delante. Así, los pequeños aprenderán a comportarse de forma semejante.

Evitar las contradicciones

Hay órdenes incompatibles: “¡Estate quieto y come!”, “Te he hecho una pregunta. ¡No seas respondón!”... Y hay palabras que se desmienten con los hechos, por ejemplo, decirle a un niño que llora “papá y mamá te quieren mucho” desde dos metros de distancia y sin ningún intento por acariciarle o consolarle.

Respetar sus sentimientos

El que está triste está triste y el que está enfadado está enfadado. No podemos decir: “No pasa nada, no te has hecho daño” al que llora a moco tendido después de un golpe; o “Si tú lo que quieres es jugar con Alberto...” al que acabamos de separar porque intentaba estrangular a Alberto.

Es posible consolar o controlar sin faltar a la verdad: “Ay, qué pupa; ven que te doy un besito en la pupa” o “Ya sé que estás enfadado con Alberto, pero no se puede pegar aunque estés enfadado”.

Favorecer su expresión

Ayúdale a expresar sus sentimientos en vez de intentar cambiarlos. Por ejemplo, cuando nos llama por la noche, a veces preguntamos: “¿Qué pasa”, “¿tienes miedo?”, “¿te duele la barriga?”. En la mayoría de los casos sabemos que lo único que quiere es compañía. La pregunta correcta sería: “¿Qué pasa, echabas de menos a mamá?” o “No te gusta estar solo, ¿verdad?”.

De la otra manera, estamos haciendo que se invente un miedo o un dolor.

Enseñar a actuar

Marta, de ocho años, ha empujado a un niño pequeño. Su padre le dice “Eso no se hace...”, pero Marta está llorando y le da la espalda. Es probable que no sea rebeldía sino vergüenza. Sabe que ha hecho algo mal, pero es demasiado pequeña para saber qué se hace en estos casos.

En vez de continuar la regañina, podemos abrazarla y enseñarle cómo resolver estas situaciones: “A Luisito no le ha gustado lo que le has hecho; él quiere que seas su amiga. ¿Sabes qué se dice?”.

Encontrar las palabras

Siguiendo con el ejemplo anterior, conviene elegir bien la disculpa. Si le dio un golpe accidental jugando, es lógico que se disculpe: “Perdona, fue sin querer”. Pero si le dio a propósito, “fue sin querer” sería mentir. Entonces puede decir: “Perdona, no debería haberte empujado”. ¿Y si Luisito empezó la pelea y Marta no ve motivo para pedir perdón? Pues podría ser: “Lo siento, no debería haberte empujado” (sentirlo, claro que lo siente, por eso llora, pero no es lo mismo que pedir perdón).

Decir siempre la verdad

A veces mentimos a nuestros hijos casi sin darnos cuenta. “Si no comes, no crecerás”, cuando va a crecer igual. Mezclamos los valores, decimos: “Qué niño más feo” cuando se porta mal. Exageramos, confundiendo lo particular con lo general: “Eres un niño malo” en vez de: “Has hecho una cosa mal”.

Y la mentira más absurda: “Si te portas mal, no te querré” en vez de: “Si te portas mal, me enfadaré”. ¿No ve que le seguirá queriendo de todas maneras? Pues no se lo oculte.