Las plazas de infinidad de pueblos y ciudades están decoradas con estatuas ecuestres que sostienen, sobre enormes pedestales, la imagen heroica de un hombre que cambió el curso de la historia. Un hombre cuyos logros han persistido a través de los siglos, para una posteridad que desafía la caducidad de las vidas particulares.

Las revistas de moda, reflejo de una forma de heroicidad contemporánea, llenan sus portadas de superheroínas con carreras brillantes que cumplen años sin envejecer, se recuperan de embarazos en tiempo récord y prosiguen sus trabajos y sus crianzas sin mostrar una ojera, ni una estría, ni un momento de desánimo. Mujeres a las que la vida no deja cicatriz alguna.

Despojémonos de las imágenes idealizadas

Crecemos y vivimos a la sombra de esa imagen, inoculadas con la idea de que una vida que importa es una vida en el pedestal, en las portadas. Pero esas heroicidades muestran solo la punta del iceberg y personifican en un solo cuerpo, en un solo nombre, la experiencia colectiva de un momento de la historia. Más que mostrar al héroe o a la heroína, invisibilizan a todos los antihéroes, a todas las antiheroínas, a toda la gente que con sus gestos cotidianos construye la vida.

Estas imágenes mitificadas invisibilizan el sacrificio de la gente anónima y el sufrimiento de los perdedores

Toda la mitología de la heroicidad se centra en inmortalizar al llanero solitario que llegó para conquistar el mundo, pero jamás da cuenta del mundo conquistado, de la gente que sufrió, que lloró, que pasó miedo, que resistió a la violencia del héroe.

Las portadas de las revistas no hablan de la angustia por la conciliación, de la imposibilidad de sentirse siempre feliz, de la impotencia cuando el día a día nos desborda y nos sentimos caer. Pero todas esas vidas pequeñas son nuestras vidas, son nuestras existencias reales y cotidianas.

Expectativas más reales

Crecer y construirnos como personas a la sombra de esas estatuas, con las portadas como espejo de una realidad imposible, nos genera un malestar y una impotencia que nada tiene que ver con nosotros, sino con una forma de pensar y de estar en el mundo. Una forma que remite a personas importantes y personas que no importan, a formas de ser sobresalientes y formas anónimas, y a la competición constante por alcanzar los pedestales.

Esta manera de representarnos colectivamente genera, además, un desprecio íntimo por los perdedores del mundo y de la historia que opera también hacia nosotros mismos, que nos hace infravalorarnos, someternos a violencias constantes y a vivir en un duelo perpetuo por aquello que ni somos ni lograremos ser jamás.

Habitar un pedestal o aceptar nuestra vulnerabilidad

En su obra Historia de los monjes de Siria, Teodoreto de Ciro narra la vida del místico cristiano Simeón Estilita el Viejo, que pasó los últimos 37 años de su vida subido a una columna instalada en los alrededores de lo que hoy es Alepo. Su idea de vivir sobre un pedestal nació, según cuentan, de la imperiosa necesidad de dejar atrás el mundo real. Lo había intentado de muchas otras formas, pero desde la horizontalidad el mundo siempre lo acababa atrapando. Así que ensayó la verticalidad, y allí se quedó.

Dicen que se alimentaba de restos de pan y cuencos de leche que los chavales de los alrededores le subían hasta lo alto de su exilio. De manera que, en una lectura metafórica, Simeón se beneficiaba de lo bueno del mundo sin necesidad de soportar lo malo. Pero las ventajas de esa verticalidad ascética solo se pueden leer así desde fuera, desde abajo. Su experiencia, posiblemente, también fue una experiencia de soledad extrema, de vida a la intemperie, sin cobijo ni consuelo alguno.

Pero nuestra mayor potencia es la vulnerabilidad, la posibilidad de estar abiertos al mundo y de que el mundo nos conmueva

La heroicidad, los pedestales, las portadas de la revista, son una promesa de felicidad. Si yo fuese así, si yo estuviese ahí, sería feliz. Los males del mundo no alcanzan ese lugar, y desde ahí la vida no puede dejarnos cicatrices. Y en esa ilusión perdemos de vista lo que tal vez sea nuestra mayor potencia: la vulnerabilidad, la posibilidad de estar abiertos al mundo y de que el mundo nos conmueva, nos sobrepase, nos conmocione, nos hiera y nos acoja.

Una propuesta para hacer terapia colectiva

Hay un ejercicio grupal que consiste en ponerse en círculo y que una persona, desde el centro, se deje caer. Sin más. Se desploma con la certeza de que el grupo la recogerá, la irá pasando de unos brazos a otros y no permitirá que se lastime. Porque ese daño ya no sería el de una sola persona aislada, no sería una cicatriz personal, sino el dolor de todo el grupo; y el consuelo a un dolor común no es personal, sino que nace de los brazos del conjunto puestos para acoger a quien lo esté necesitando, a quien necesite del apoyo y del cobijo.

Al ir rotando la posición central, la posición de vulnerabilidad, entendemos que todos, en algún momento, somos todo. Que tanto nuestra caída, como nuestras heroicidades, tienen repercusiones en el entorno; que a veces hacemos daño al caer, como lo hacemos al negarnos la caída; que nuestras batallas tienen víctimas, y que nosotros también participamos de ese dolor, aunque la mítica del pedestal nos impida verlo.

Bajar del pedestal a otros

Tal vez debemos ejercitarnos en mirar con ironía esas estatuas, esas portadas, esos héroes y heroínas de la ficción contemporánea que nos asaltan a diario desde los videoclips, los encuentros deportivos y los grandes carteles publicitarios. Si es cierto que Victoria Beckham, Cristiano Ronaldo o Gerard Piqué solo lloran cuando recogen un premio, debemos sentir compasión por ellos, más que admiración.

Porque permitirnos llorar nos da una profundidad necesaria para estar en el mundo y con el mundo, porque tener miedo es ser conscientes del peso abrumador de la realidad, y solo desde esta capacidad para llorar y temer, desde la fragilidad, podremos construir un mundo más amable. Porque dejarnos caer es acoger la pequeñez que nos constituye y que nos hace mágicos, accesibles, emocionables y emocionantes.

Amar nuestras cicatrices emocionales

Hay que observar las victorias pensando en los perdedores, porque en ellos están las claves del conocimiento: quien gana no necesita moverse un ápice, pero quien pierde, sí. Celebrar los goles, pero celebrar de una manera profunda cada vez que el héroe cae, porque es ahí donde aprendemos a ser algo más que estatuas, desde el anonimato, los brazos abiertos, los pequeños gestos cotidianos. Desde ser lo que somos, lo que sí podemos ser, dando valor a las manos tendidas, a las sonrisas, a las ojeras, a las estrías.

Poniendo en cada cicatriz toda la potencia de una vida vivida, de un cuerpo y un estar en el mundo que, en tanto que vida, solo puede ser memorable.