Por Óscar Pujol
La mente es la gran olvidada. Nos miramos cada día en el espejo de nuestra mente, pero no nos preocupamos de sacarle brillo.
Hacemos todo tipo de ejercicios para estar en forma, pero no hacemos gimnasia mental para que nuestra mente tonifique sus neuronas y funcione mejor, se irrite menos y no quede a merced de las emociones compulsivas.
Ciertamente, somos muy mentales, pero casi nunca hacemos ejercicios de concentración, de meditación, de observación y control del flujo mental.
La mente es el instrumento que nos permite percibir el mundo. Utilizamos la mente constantemente como si fuese un arco. Lanzamos las flechas de la percepción a través de nuestros sentidos para capturar las piezas que son los objetos: un olor, un sonido, el sabor de una manzana, el tacto de una flor, las formas bellas de un atardecer.
Consumimos las piezas capturadas en la cámara oscura de nuestra mente. El consumo es interior, pero la cacería se hace fuera, en el mundo exterior.
Separando el mundo interior del exterior
Sin querer, la mente nos va narrando una historia y construye para nosotros un escenario que acabamos confundiendo con la realidad.
La mente nos dice que existe un mundo externo lleno de objetos placenteros, desagradables o neutros y un mundo interno formado por nuestras sensaciones, emociones, ideas y afectos.
Ese mundo interior está habitado por un ser misterioso al que llamamos Yo. No sabemos realmente quién es, pero creemos que es el que se levanta por la mañana y se acuesta por la noche. Responde a nuestro nombre y está cargado de intereses y expectativas. El hambre es su motor y el deseo, el timón que guía su rumbo.
Con todo ello cometemos un error esencial: nos acabamos identificando con la mente y el yo que la habita. El mundo interior somos nosotros mismos y el mundo externo está allí enfrente, delante de nuestros ojos, con toda su imponente presencia.
Creamos así una frontera dolorosa entre el yo y el mundo, la fractura existencial que nos separa definitivamente del universo. Dentro y fuera se convierten en dos categorías básicas de nuestra existencia.
El mundo interior es mental y privado. El mundo exterior, físico y público.
¿De dónde viene la luz?
Nace entonces el sujeto de la oscuridad, nuestro pequeño yo cotidiano, agazapado en la caverna del cerebro y que vive constantemente aplastado por las limitaciones que le impone la realidad.
El sujeto de la oscuridad nos prepara para el segundo gran error: pensar que la luz siempre viene de fuera, cuando en realidad la única luz que realmente ilumina el mundo es la luz de la conciencia.
En un bellísimo pasaje de las Upanishads, los antiguos pensadores de la India indagaron sobre la verdadera naturaleza de la luz.
¿De dónde viene la luz? Del sol, es la respuesta más evidente. Sin embargo, cuando el sol se pone ¿de dónde viene la luz? De la luna, y ¿cuando no hay luna? Del fuego, y ¿cuándo el fuego se apaga? De la voz viene la luz, porque si una persona llama a otra en la oscuridad, esta se dirige al sitio de donde viene la voz. Y ¿cuándo la voz se calla? La luz viene de la mente, porque en plena oscuridad y en silencio podemos ver un mundo de imágenes interiores. Y ¿cuándo la mente deja de funcionar? Queda entonces la luz de la conciencia, la única fuente de luz no reflejada.
¿Son iguales la conciencia y la mente?
El yo nace al confundir la conciencia con la mente. El yo es una confusión esencial, y por eso estamos siempre tan inquietos y desasosegados.
Desde el punto de vista de la filosofía india, la identificación de la conciencia con la mente es un error fundamental. Los Yogasutra, al igual que muchos otros textos clásicos, afirman que no somos la mente, que mente y conciencia son cosas totalmente distintas.
Existen dos principios básicos: la materia primordial o naturaleza que forma la armazón del mundo natural y la conciencia pura que es capaz de conocer este mundo.
La materia es cambiante, dinámica y activa, pero inconsciente e incapaz de conocer. La conciencia es inmutable e inactiva, pero es capaz de conocer el mundo material y de conocerse a sí misma.
La conciencia en su estado puro no tiene contenido, está vacía, pero cuando entra en contacto con la materia asume formas distintas. Somos entonces conscientes del gato, del perro o de cualquier otra imagen, sonido o sabor particularizado.
Es muy difícil para nosotros imaginar esta conciencia pura, ya que siempre la vemos entrelazada en la materia y asumiendo formas concretas.
La podemos imaginar como la luz del sol: una luz tan intensa que es cegadora y no permite ver nada más allá de su resplandor incandescente; luz blanca sin resquicios, chispa pura, fulguración momentánea pero eterna.
La materia más refinada
La materia y el espíritu son como un ciego y un cojo. La materia puede andar pero no ve su destino. El espíritu puede ver, pero no caminar.
El espíritu monta a horcajadas la materia y montado a su espalda le indica el camino. Este camino es la creación del mundo, fruto de la colaboración milagrosa entre el espíritu y la materia.
En esta creación se percibe la materia encendida por el espíritu. El espíritu, la luz, se enreda en la materia y queda atrapado en la oscuridad.
La mente, en contra de lo que parece, es material e inconsciente. No brilla con luz propia, sino con la luz reflejada de la conciencia. La mente es oscura, aunque parece que ilumina todas las percepciones.
La parte más sutil de la mente, el intelecto, es la forma más refinada de la materia: materia translúcida capaz de reflejar la luz de la conciencia. La mente es una forma especial de materia sutil que actúa de enlace entre la materia tosca y la conciencia.
La conciencia está atrapada por lo material
La metáfora del diamante ayuda a entenderlo mejor. La mente es como un diamante. El diamante no brilla en la oscuridad, pero si abrimos un poco la ventana para dejar pasar un rayo de luz que lo atraviese, entonces brillará reflejando un arco iris de colores en toda la habitación.
El rayo de luz era blanco pero, al cruzarse con la maravillosa diversidad de la materia, refleja una variedad infinita de matices. La policromía del diamante es la policromía del mundo.
El diamante es en realidad oscuro, solo visible mediante una luz externa, y sin embargo iluminado por el rayo parece una lámpara encendida. Por eso, normalmente creemos que la mente es consciente, al igual que la luna parece luminosa al reflejar la luz del sol.
La mente produce simultáneamente una diversificación de la neutralidad de la conciencia pura –la luz blanca– y una limitación al atrapar la luz en el diamante, al restringir la libertad de la conciencia y atarla a las eventualidades del mundo.
Estos son los dos objetivos de la naturaleza. Por un lado, permitir que el pálido espíritu disfrute de los colores del universo y conseguir así la experiencia de la diversidad. Por otro lado, hacer que el espíritu se libere de la cárcel material y recupere su libertad. La conciencia quiere contemplar el juego de la naturaleza.
Esa es la oscura belleza del mundo material. La conciencia ve y la materia es vista en su bella y creativa oscuridad, en la que se refleja la luz solar de la conciencia.
Eso genera el placer de la diversidad. Ante él, la conciencia queda atrapada como el genio en la lámpara.
Este es el primer objetivo de la materia: que el espíritu disfrute de ella. Pero el goce de la materia acaba generando cansancio y sufrimiento.
Ello se debe a la inestabilidad propia del cambio y a la oscilación continua entre los extremos del placer y el dolor, el éxito y el fracaso, el amor y el odio. De hecho, se trata de un mundo de luz reflejada, la que absorbe el intelecto al estar en contacto con la conciencia.
El intelecto es como un hierro incandescente. Parece que brille con luz propia, pero es en realidad el calor del fuego el que aporta la luz.
En busca de la transparencia
Por eso decimos que la mente es oscura y hablamos de la oscuridad del intelecto, porque el intelecto brilla con una luz reflejada y el mundo que nos revela es un mundo de oscuridad, de sombras, de reflejos, de apariencias en cierta manera fantasmagóricas, como en la caverna de Platón.
Todo lo que vemos son formas de la oscuridad, formas materiales teñidas de reflejos y el mundo es un espejo de sombras.
En realidad es nuestra propia mente la que oscurece la luz de la conciencia, pues, si la mente dejase de funcionar, nos veríamos anegados por un aluvión de luz pura y empezaríamos por primera vez a ver con otros ojos el reverso de las cosas de este mundo.
El miedo a eliminar la mente es el miedo a caer en la inconsciencia y proviene de la confusión entre mente y conciencia.
El ser humano inteligente se cansa de este juego de sombras y deja de buscar la luz en la oscuridad. Invierte la mirada y empieza a trabajar para la liberación del espíritu.
La conversión espiritual indica elpunto de inflexión, el momento en que se produce un giro hacia dentro y se intenta descubrir la fuente interna de la luz: el Sol Interior.
Entonces se deja de buscar el placer, para buscar el origen del placer. Se deja de buscar el objeto amado, para perseguir el amor y se deja de atesorar información para buscar la fuente del conocimiento. Lo sabroso deja de interferir con lo saludable y el sujeto de la oscuridad deja paso al sujeto de la transparencia.
Extraer la luz atrapada en la materia para aislarla en su cristalina pureza es la cura definitiva para el dolor de la existencia.
Las percepciones nocivas de la mente
Una mente tranquila conduce a la felicidad. Por el contrario, una mente alterada produce personalidades angustiadas y psicóticas.
Los ejercicios de concentración contribuyen a calmar la mente y, al mismo tiempo, permiten que esté más alerta.
Al igual que no vamos a sitios infectos o no tomamos alimentos en mal estado, deberíamos también evitar las percepciones nocivas para la mente.
Sacamos de la nevera la comida echada a perder, pero no expulsamos de la mente los pensamientos deteriorados. A menudo los atesoramos y los hacemos fermentar para destilar el vino rancio de la enemistad y el odio.
La higiene mental, al igual que la del cuerpo, debería ser una de nuestras principales preocupaciones cotidianas.
¿Cómo plantear la búsqueda del Sol Interior?
Mediante sencillos ejercicios de meditación es posible empezar a entender por qué la mente, como los brazos o las piernas, no es en el fondo más que un órgano.
Nuestra verdadera identidad no reside en la Luna de la mente, sino en el Sol Interior que la alumbra.
El Sol Interior
Es el Brahman de las Upanishads, al que no hay que buscar en lugares remotos: ni en los mundos inferiores, ni oculto en una caverna, ni en lo alto del cielo.
Brahman se manifiesta en la luminosidad de nuestras percepciones mentales: aquí y ahora.
El contenido de la percepción es la materia y la luz que la ilumina, la conciencia testimonial.
La conciencia testimonial
Está un paso atrás de la mente y la puede contemplar cuando trabaja: podemos observar nuestras sensaciones, emociones, ideas y pensamientos como objetos externos a nosotros.
La conciencia es luminosa, sonora y plena. Se percibe cuando se cierran los ojos con fuerza y aparece un resplandor o cuando nos tapamos los oídos y escuchamos el rumor del mar. En la India suele decirse que quien no ve esta luz o no oye este rumor se acerca a la muerte.
Cinco pasos para encontrar el Sol Interior
- Sentarse con las piernas cruzadas o en una silla con la espalda siempre recta.
- Cerrar los ojos y concentrar la atención en el contacto del aire al pasar por los orificios de la nariz.
- La mente se va calmando concentrada en la respiración y se experimenta una sensación de bienestar.
- Al cabo de un rato la mente se distrae y aparecen pensamientos y emociones. Observémoslos cómo surgen, cómo duran y finalmente desaparecen. Son siempre transitorios y no nos pertenecen.
- Volvamos la atención delicadamente a la punta de la nariz. A medida que aumenta la concentración, la sensación de bienestar crece y la luminosidad de la conciencia se revela con más claridad.
Libros para profundizar en la conciencia
- Después del éxtasis, la colada; Jack Kornfield, Ed. Liebre de Marzo
- Patañjali-Spinoza; Óscar Pujol y Atilano Domínguez, Ed. Pre-Textos