Si, imaginariamente, nos dispusiéramos a sumar:
- La cantidad de hombres y mujeres que se declaran dispuestos a estar en pareja, pero en conversaciones entre amigos coinciden en la queja de que “no hay hombres” o “no hay mujeres”
- El número de personas que se lamentan de que “no tienen suerte” en el amor
- Los cientos de miles de habitantes de nuestro planeta que se autodefinen como “difíciles” o “complicados” para poder aspirar a una relación amorosa
- Todos los que por malas experiencias o dudosos planteamientos filosóficos han decidido renunciar a la idea de estar en una pareja estable...
Nos enfrentaríamos con una problemática algo inquietante respecto al futuro de las relaciones trascendentes y nutritivas entre personas; y eso que he dejado fuera de la estadística, con absoluta conciencia, a todos aquellos que hoy, mucho tiempo después, siguen “elaborando” el duelo de una relación perdida hace ya demasiado tiempo y viven esquivando la posibilidad de darse nuevas oportunidades de encuentro.
Vivir sin pareja: ¿en qué espejo te miras?
En lo personal, no pertenezco al club de aquellos que creen que no es posible vivir plenamente si no se está en pareja, pero sí al de los que estamos seguros de que un proyecto de vida compartido con alguien que amamos y nos ama tiene muchas más posibilidades de florecer y trascender.
Repito algo que tú sabes: no somos autosuficientes, ni siquiera a la hora de conocernos totalmente. Algunos aspectos de lo que somos están ubicados en lo que se llama el punto ciego de nuestra percepción, y así como necesitamos un espejo para mirar nuestro propio rostro, necesitamos de la mirada de alguien más para vernos completos.
Cualquiera es, o podría ser, un espejo donde encontrarse, pero no cualquiera puede ser tu mejor espejo para ese fin.
Me dirás que ese espejo no tiene por qué ser la mirada de tu pareja, y es verdad. Sin embargo, como profesional de la salud, te aseguro que no hay espejo más fiel que aquel que nos regalan los ojos de quien comparte tu vida cotidianamente. Me dirás que hay espejos que deforman demasiado la imagen y te devuelven una mirada que poco tiene que ver con tu realidad, que hay miradas que proyectan más de lo que realmente ven, que hay, en fin, espejos claramente incompatibles con tu necesidad de saberte mejor... y también es verdad.
¿Es realmente tan difícil encontrar una pareja adecuada?
Aun cuando decidamos no aparecer en ninguna de las listas de “los que no quieren” del principio de este artículo, parece que no solo es inevitable que nos preguntemos cómo se encuentra ese espejo “ideal”, sino que, además, es irremediable darnos cuenta de que el mecanismo final o la confirmación de una buena elección será siempre el doloroso proceso de exponerse al riesgo de equivocarse, ya que las certezas no pertenecen al área de las relaciones interpersonales, y mucho menos al principio.
Podría, sin ser un experto, intuir, decidir o establecer qué cosas debería mirar y evaluar a la hora de elegir un coche, una casa o una prenda de vestir, ¡pero cuánto más difícil es (lógicamente) elegir una persona a la que esté dispuesto a abrir mi corazón y arriesgarme a sufrir!
El simple deseo no es suficiente para encontrar a la persona “indicada”... Pero el decidir que eso es un imposible es suficiente para que el pretendido encuentro deseado nunca suceda.
¿Siempre es un riesgo abrir el corazón? No puedo ni quiero mentirte... ¡Sí! Pero vivir lo es, por lo menos vivir como yo pretendo vivir y como deseo que tú vivas.
Claro que hay riesgos y hay imprudencias alocadas. Alguna vez he repetido una frase que me dijo un gran amigo: Es arriesgado lanzarse a la alberca sin saber si hay agua; pero es una locura, y no un riesgo, lanzarse a la alberca sin saber si hay alberca. ¿Cómo se sabe si hay alberca? Y ya que estamos... ¿Cómo se puede prever si hay agua suficiente para no romperse la cabeza en la primera zambullida?
El secreto de las parejas que funcionan
Me gusta pensar que una pareja trascendente se apoya en un trípode de factores que conforman un armonioso triángulo: CONFIANZA-ATRACCIÓN-AMOR.
Son tres factores que, posiblemente, se desarrollan casi siempre desde una semilla poderosa, que es la subjetiva y placentera sensación mágica del “encuentro de almas”, algo difícil de definir, pero que todos los que hemos pasado por ella recordamos con claridad, y que los que nunca la han experimentado reconocerán de inmediato cuando les ocurra, o cuando permitan que les ocurra.
Una vez más, como ya hemos dicho en otras ocasiones, no se trata de similitud de gustos ni de coincidencia de opiniones, no se trata de que los dos disfrutemos de las mismas cosas, ni de que compartamos una misma ideología o soñemos cada noche exactamente los mismos sueños. Estas semejanzas podrían ser solo anecdóticas en algunos casos y hasta “empobrecedoras” en muchos otros.
El mejor de los encuentros viene marcado por lo complementario y no por lo idéntico, y no es resultado solo de una coincidencia, sino también de una construcción activa del vínculo.
Demasiadas veces, el verdadero encuentro se apoya en la capacidad de valorar cada uno en el otro esos aspectos que muchos podrían considerar “sus defectos” y nosotros definimos como “nuestras diferencias”, pero que nos resultan, a veces misteriosamente, maravillosos o atractivos.
Domesticarnos los unos a los otros: convertirnos en hogar
Si recordamos el encuentro del principito y el zorro en el popular libro de Saint-Exupéry, podremos entender en qué consiste construir un vínculo.
"Si me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo", le explicó el zorro al principito. ¿Y cómo domesticarle? El zorro lo describe bien: "Vendrás cada día, te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje a veces es fuente de malentendidos."
Los ritos son necesarios. El zorro también se lo indicó al principito:
—Hubiera sido mejor que vinieras a la misma hora –dijo el zorro–. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, desde las tres yo empezaré a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré así el precio de la felicidad. Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar mi corazón...
De esta manera, el principito domesticó al zorro. Y, como suelo agregar cuando cuento esta historia... El zorro, claro, domesticó también al principito.
Un vínculo “domesticado”, como el que describe Antoine de Saint-Exupéry, nos permitirá expandirnos en una relación verdaderamente trascendente y complementaria.