Estás en una fiesta. Tú, tu pareja y un grupo de personas, algunas amigas, otras conocidas tuyas y otras amigas de tus amistades. Estás hablando con unas y con otros, comentando cómo os va la vida, bromeando, pasándolo bien.
Va avanzando la noche y la fiesta se constela en grupitos aquí y allá. Tú te quedas en el sofá con Enrique, que ha resultado ser amigo de Laure, la de Marsella, ¿te acuerdas de ella? Y mira qué casualidad, que además estudió en mi facultad, pero dos años más tarde, y claro, coincidimos en infinidad de espacios y hemos estado recordando y...
A medida que le explicas a tu pareja el encuentro, su expresión se empieza a nublar. Se esfuerza por sonreír y mostrar interés, pero en los días siguientes anda taciturno y preocupado. El malestar se ha instalado y aparece, colándose por las rendijas, la tristeza.
¿Cómo se construye el miedo?
La aparición de otra persona representa una amenaza para nuestra seguridad. Buscamos a tientas construirnos una seguridad con pies de barro que se ahoga bajo las primeras gotas de lluvia. ¿Dónde hemos aprendido a tener tanto miedo? El cine, la música, la literatura, las series de televisión y los periódicos, todos ellos nos envían incesantemente el mensaje de que “el otro/a” es una amenaza. Nos enseñan a estar a la defensiva y, al mismo tiempo, a amenazar, a atacar, a confrontarnos y a sustituirnos.
Es una construcción del vínculo a través del temor a la pérdida de la que participamos todos y todas. Y es la construcción de lo común a través de la enemistad, del ellos y el nosotros, del binomio que se erige sobre la exclusión mutua.
Esta forma de entender la interacción humana en general y las relaciones amorosas en particular se asienta sobre varios pilares que atraviesan de manera transversal todos nuestros espacios: la competitividad y la confrontación, todas ellas partes de la misma forma guerrera de ver y estar en el mundo.
Del yo al nosotros
Cuentan que en esta comunidad, que habita una región de Chiapas, en México, nadie cierra las puertas con llave, sino que apenas las atrancan con una balda para que no penetren los animales. Dicen que cuando un vecino ve una puerta cerrada de esta manera, no entra. Sabe que la casa está vacía, y entrar para causar algún daño no tiene sentido alguno: perjudicar a alguien de la comunidad es perjudicarse a uno mismo.
En la lengua tojolabal no existe la palabra yo. La primera persona es siempre un “nosotros”.
Esa idea amplia de un “nosotros”, de ser comunidad extensa, ha desaparecido totalmente de nuestro entorno. No tenemos tiempo ni nos quedan energías para cultivar la vida en común más allá de pequeños núcleos familiares, y en la vorágine cotidiana apenas tenemos espacios donde compartir las vidas, donde relacionarnos sin mediaciones laborales o mercantiles.
“El otro” es un peligro para el yo, puesto que viene a amenazar unas zonas de confort que no se pueden compartir.
De entre ellas, la pareja es el refugio por excelencia ante las inclemencias de un mundo complejo donde las redes amplias de apoyo mutuo han desaparecido. Es un bien preciado y publicitado pródigamente como la solución a todos los males.
Ante el miedo a la pérdida de ese refugio cerramos filas y abrimos en nuestro imaginario un espacio de guerra donde nos comparamos y nos confrontamos, construyendo una enemistad que solo da cuenta de nuestros miedos e inseguridades, reafirmándonos en la batalla: efectivamente, soy más guapo, más listo, más simpático. Soy más, soy mejor. Y la otra persona, en consecuencia, es menos, es peor. El mismo caldo de cultivo de todas las guerras.
¿Es posible dejar de sentirnos amenazados?
¿Cómo dejamos atrás la confrontación? Compararnos nace de un instinto de competición, del más y del menos, del mejor y del peor que ni es sostenible, ni es beneficioso.
Los seres humanos no somos lienzos planos comparables matemáticamente. Somos un cúmulo de imperfecciones poliédricas, relativas y variables, llenos de luces y de sombras, de grandezas y miserias, de grandes momentos, horas bajas y ratos de habitual, emotiva mediocridad.
Para romper con ese estado emocional de alerta constante es necesario reforzar la confianza en el vínculo, y es también un gran alivio reconocernos y sabernos imperfectos así como incompletos. Eliminar la exigencia de heroicidad cotidiana, la obligación de serlo todo, y dejarnos caer en la carencia, en la necesidad de los demás, es una forma de cambiar el paradigma relacional desde la raíz misma.
Sabiéndonos incompletos sin la multiplicidad, el miedo a la diferencia y a la alteridad se esfuma. El temor se ve convertido en curiosidad, en confianza, en anhelo de conocimiento, de intercambio de puntos de vista, de vivencias, de ideas, de formas de vida.
Todo el mundo tiene algo que aportarnos si escuchamos y atendemos con curiosidad, con generosidad.
El miedo a ser engullidos en ese intercambio es insostenible, aunque acercarnos al otro siempre sea una experiencia transformadora: la contaminación cruzada es el modo elegido por la vida para reproducirse y seguir adelante.
La exclusión, la cerrazón, el rechazo agota las posibilidades de vida, nos mengua y nos ahoga en un mundo y un entorno cada vez más pequeño, enrarecido y atemorizado.
Revisar nuestra percepción y la del mundo entero
Las comparaciones culturales en términos de mejor o peor, de civilizaciones avanzadas y atrasadas, de amigos y enemigos irreconciliables se sostienen sobre ese mismo temor a la contaminación, a la sustitución, a salir de la zona de confort y tenerle que plantar cara a una realidad que es mucho más compleja.
Entre lo negro y lo blanco, lo bueno y lo malo, lo suyo y lo nuestro, el ellos y el nosotros hay infinidad de lugares de encuentro, de experiencias compartidas o por compartir, de alianzas, de mestizajes, vínculos y amistades posibles y necesarias. Y hay infinidad de enseñanzas.
La llegada de alguien nuevo a nuestras vidas, personales o colectivas, de alguien distinto, nos enseña quiénes somos y por qué somos como somos, pone en relieve nuestras carencias y aporta posibilidades de revisarnos, de repensarnos, de ampliar nuestro horizonte y nuestras potencialidades.
Ponernos a la defensiva o al ataque como única estrategia posible nos lleva hacia el desastre. La amenaza a priori no existe si no le damos nosotros existencia.
Preguntas vitales que desactivan miedos:
Ponernos a la defensiva ante una persona o un grupo humano que no conocemos solo puede estar basado en prejuicios, estereotipos y miedos infundados. Nuestra mente temerosa se lanza a un encadenamiento de ideas sin base real que nos alejan, precisamente de la realidad. ¿Qué preguntas podemos hacernos para desmontar la confrontación?
¿Qué sé? ¿Qué creo saber? ¿Qué ignoro?
La otredad es una construcción en negativo sobre un positivo imaginario que somos nosotros mismos. Construimos suposiciones, imaginamos intenciones ocultas y montamos toda una teoría de la conspiración que dé lugar a un escenario donde representar nuestros miedos sin auténtico fundamento, asumiéndolos como reales.
Nos conviene preguntarnos qué sabemos y qué no sabemos de la otra persona, cuestionarnos nuestras suposiciones y desmontar las proyecciones catastróficas de un futuro dramático que aún no ha sucedido y que dependerá, posiblemente, del presente que construyamos.
¿Qué ha sucedido? ¿Qué sucederá?
Y también ¿de qué depende que suceda? Volver al presente, concretarlo. En la lógica de la confrontación, A lleva inevitablemente a B, y esta lleva a C. No hay escapatoria posible. Pero la vida y los seres humanos estamos llenos de sorpresas, de giros, de recovecos. Y nuestra forma de estar en el presente también cambia la ecuación.
Dar un giro a la dinámica, negarnos a la confrontación y sustituirla por la cooperación también construye futuros posibles y distintos. La amenaza es el síntoma.
¿Qué temo?
En el fondo de la cuestión está el miedo. Entender qué nos atemoriza de una situación concreta nos da la clave para desmantelarlo.
Los niños se tapan los ojos para hacer desaparecer la realidad que les asusta. Pero la realidad sigue allí. Cerrar las puertas y generar enemistad no soluciona la cuestión, la empeora y la enquista. Atrevernos a preguntar al otro, a la otra, quién es, qué desea, qué necesita, nos abre también la puerta a nosotros para poder ser, desear y necesitar.