Comienzo con una cita: “Una relación sana es, a grandes rasgos, aquella que empuja y sostiene el crecimiento de todos aquellos que la viven”.
Las relaciones humanas suceden en diferentes grados de intimidad y de compromiso, con distintos niveles de profundidad o superficialidad; son más duraderas o más efímeras, más abiertas y expansivas o, por el contrario, llenas de misterios y ocultamientos.
Todo esto puede aparecer a nuestra mirada como algo obvio y detectable, importante o nimio, significativo o intrascendente, dependiendo sobre todo del lugar y la función desde la cual se observan los encuentros y desencuentros entre las personas.
Relaciones saludables o enfermizas
Los que trabajamos en la tarea asistencial psicológica no podemos dejar de poner la mayor atención en la distinción más básica, más elemental y más importante para un terapeuta: la distinción entre relaciones saludables y relaciones enfermizas.
Quizá te preguntes si se pueden definir estos dos tipos de relaciones (sanas y no tanto), intuyendo con acierto que cualquier sentencia sería inevitablemente una generalización y, a la vez, una descripción insuficiente. Pero quisiera que lo intentemos por lo menos.
Las relaciones sanas se podrían identificar también por el placer que generan y lo gratificantes que resultan
Si tuviera que ensayar una breve y primera definición, elegiría poner el acento en señalar que una relación sana es aquella que empuja y sostiene el crecimiento de todos aquellos que la viven, sean dos, tres o cientos de personas.
Y agregaría que se podrían identificar por el placer que generan y lo gratificantes que resultan.
Las relaciones enfermizas son aquellas que nos hacen permanecer estancados, bloqueando nuestro potencial o, aún peor, haciéndonos retroceder con dolor y amargura en el camino de nuestro desarrollo personal.
¿Cuándo son tóxicas?
Hace ya unos años que el lenguaje de los terapeutas incorporó con fuerza los adjetivos tóxico y tóxica para referirse a “lo dañino” en los vínculos de algunas personas y hasta de algunas emociones.
Sin embargo, más allá de la moda de utilizar esta explícita y poderosa imagen –quizá en exceso– todos los especialistas en salud mental sabemos que no hay dos vínculos iguales entre sí y que cada relación interpersonal tiene sus aristas únicas, que a veces no se pueden comprender ni clasificar ni desde dentro.
Vale recordar que avanzar es siempre un proceso dinámico (tres pasos hacia delante y dos hacia atrás) y que un desencuentro o una discusión puntual no son suficientes para calificar de tóxica una relación.
Es por eso por lo que diagnosticar lo enfermizo en algunas de nuestras peores relaciones no siempre es fácil y que terminar con vínculos que construimos con esfuerzo e ilusión a nuestro paso por la vida nunca es sencillo.
Cuando la incomodidad y el malestar en un vínculo se tornan permanentes e innegables, cabe preguntarse por qué construimos este tipo de relaciones y por qué hacemos todo tipo de esfuerzos para sostenerlas, aun sabiendo que no solo no nos ayudan a crecer, sino que en lo cotidiano son la causa más evidente de nuestro sufrimiento.
Más allá de las tendencias autodestructivas que anidan en nosotros (a la sombra de nuestra baja autoestima), sería muy bueno admitir que solemos establecer relaciones con los demás en las que tratamos de satisfacer, con conciencia o no, cierta necesidad de que el afuera se ajuste a nuestra estructura más o menos neurótica.
Desde la irrupción del psicoanálisis sabemos que conseguimos relacionarnos mayoritariamente con aquellas personas que poseen rasgos y actitudes que se acoplan con los nuestros. Personas que son capaces de funcionar con nuestros peores y mejores aspectos, como si de engranajes se tratase.
Cuando la relación es sana y nutritiva, son los aspectos sanos los que se complementan; mientras que en una relación enfermiza, el “enganche” se da también, a veces solo entre los aspectos más conflictivos de ambos.
Heridas que encajan
Estos vínculos estereotipados y repetitivos se dan entre personas que “aparentemente” se encuentran para compartir un momento o una situación vital, pero que “realmente” se juntan para compartir una perfecta “coreografía” que los complementa y que se actualiza en cada interacción, conflicto o desencuentro.
Con el tiempo, la secuencia de palabras y actitudes se vuelve tan igual a las anteriores que todos saben lo que sucederá a continuación y, a pesar de lamentarse, ninguno puede evitarlo.
Son “los juegos en los que participamos”, como los llamaba el psiquiatra Eric Berne: intercambios en los que cada quien ocupa un rol ya definido para ajustarse al tablero planteado por el otro.
Un individuo excesivamente perfeccionista puede encontrar, por ejemplo, “un gran amigo” en alguien que, por sus características autocríticas y culposas, nunca está conforme con sus acciones y sus resultados, sabiendo y declamando que las cosas que hizo o que dijo no salieron del todo bien.
Un cuento con humor
Hace muchos años, en mi libro Déjame que te cuente, relataba una vieja humorada que bien podría ser parte de una historia cierta:
Una mañana, el levantarse, un hombre, desde su cuarto, llama a su mujer:
—¡María!
Al no obtener respuesta, se asoma al pasillo y la llama nuevamente:
—¡Maríaaa!
Pensando que uno de estos días acompañará a su mujer al médico para consultarle sobre esa sordera que viene notando en ella, llega a la puerta de la cocina y ve a su esposa de espaldas. Desde allí, la llama a voz en cuello:
—¡María! ¡Maríaaaaa!
Fastidiado por la situación, se acerca a ella y la sacude tomándola de los hombros. Cuando ella se da la vuelta le dice a gritos:
—¡¡¡María!!! ¿No oyes que te estoy llamando...? ¡Estás cada día más sorda!
Entonces ella se ríe y le contesta, también gritando, como para estar segura de que él, esta vez, la está escuchando:
— “¡Te he contestado cuatro veces! El que está cada día más sordo, ¡eres tú!”.
Sueños y promesas rotas
Lamentablemente, en la vida real, los intercambios no siempre son tan graciosos y las consecuencias rara vez son tan banales. Los terapeutas hemos aprendido que ciertas relaciones enfermizas son realmente capaces de producir grandes daños, especialmente si se mantienen durante años, llegando a constituir mucho más que un simple juego de a dos, transformándose en verdaderas adicciones o vínculos viciosamente cerrados y destructivos.
Quizá la mayor complicación de las patologías vinculares es que, como sucede con la adicción a las drogas, todo comienza ofreciendo el sueño de una situación deseada y esperada:
“El compañero o la compañera que el destino ha cruzado en mi camino me dará por fin lo que siempre me he merecido y nadie fue capaz de brindarme. Incluida la efímera sensación de que por fin estamos en una relación segura de la que nunca deberemos cuidarnos”.
Demasiadas veces las relaciones más tóxicas se parecen al genio de la lámpara del relato de Las mil y una noches
Aparecen en nuestra costa como un regalo del cielo, se presentan diciendo que están a nuestro servicio, que nos ayudarán a realizar nuestras tareas con mayor facilidad, que quieren evitarnos todo problema y angustia, que ya no tendremos razón para preocuparnos por el futuro.
Y, como en el cuento, en el comienzo parecen tener el poder y la voluntad de cumplir lo que han prometido.
Pero tarde o temprano despertamos a la realidad. Nuestro genio encantado exige cada vez más y nos cuesta más caro conformarlo. Aquel que prometía ser nuestro servidor y protector se vuelve nuestro enemigo, y su poder, lejos de tranquilizarnos, nos inquieta.
Igual que sucede con las drogas, el alcohol, la comida, el sexo o el dinero, la puerta que parecía conducirnos a un mar de soluciones se transforma en una siniestra espiral de problemas y presiones.
Recuperar nuestro poder
La salida está en comprender la realidad de la situación y asumir nuestra responsabilidad, tanto en el problema como en la solución. El camino es el de una verdad que no podemos olvidar:
Difícilmente alguien tendrá sobre mí un poder que no sea el que yo le di
Si no me olvido y me doy cuenta de que yo te di este poder, entonces debo darme cuenta también de que puedo retirártelo.
Quizá no haya mejor consejo que aquel de nuestras madres cuando nos recomendaban cuidarnos de las malas compañías. En el fondo, sin saberlo, se referían a aquellas personas que son capaces de sacar en demasiados momentos lo peor de nosotros.
Termino con la maravillosa frase de uno de los más grandes humoristas de la historia, Groucho Marx, que en una de sus películas decía: “No estoy asociado a ningún club, porque yo nunca aceptaría ser socio de un club que aceptara socios como yo”.