Superar la queja y aprender a expresar nuestros deseos

La queja es el combustible que alimenta muchos conflictos personales. Una de las claves para superar las experiencias conflictivas es, precisamente, dejar de vivir instalados en la queja y aprender a hacernos cargo de las auténticas necesidades que se ocultan tras esta actitud.

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La queja es una reminiscencia del llanto infantil con la que tratamos de conmover al mundo, a nuestra madre, para que se ocupe de nosotros. Es una expresión natural y saludable de nuestros sentimientos. Por supuesto que sí. Pero la queja puede convertirse en una conducta perniciosa si se instala en nuestra vida ya en la edad adulta.

Porque toda queja encierra en sí misma una necesidad no expresada que queda implícita y es el receptor de la queja el encargado de descubrir y atender dicha necesidad. De esta forma, nos transformamos en seres dependientes e impotentes que buscan ser consolados por los brazos del mundo.

Seguir manteniendo estas actitudes infantiles de adulto, y anclarnos a estos modos de afrontamiento arcaicos, comporta consecuencias importantes. Por ejemplo, es muy probable que contrariemos a la personas que escuchan nuestra queja y nos encontremos con su negativa o con que nos retire su apoyo.

Experimentar frustración, sea por la pérdida de algo o alguien importante para nosotros, o por no haber logrado un propósito o deseo anhelado, es normal y forma parte de la experiencia de vivir. El problema es cómo lo vivimos, la forma particular de afrontamiento que utilizamos ante dicha situación, el modo particular que elegimos de expresar nuestro sentir y nuestra necesidad.

La queja es innata

¿Saben cuál es la primera conducta de apoyo a nosotros mismos, el primer acto de autoayuda en nuestra vida? Cuando tratamos de conseguir que alguien, seguramente nuestra madre, se ocupara de nosotros. Y lo hicimos mediante un mecanismo extraordinario que la naturaleza puso en nuestras manos: el llanto.

El refranero popular lo sabe perfectamente y por eso nos advierte: “El que no llora no mama”.

Generalmente, para un niño o niña que está en las primeras fases de su vida, el mundo funciona según dos premisas básicas relacionadas con su bienestar. La primera, alguien ha hecho algo que ha producido mi frustración; la segunda, alguien ha dejado de hacer algo que yo esperaba y por eso me siento mal.

Una vez establecidas ambas premisas, obtiene una conclusión evidente: alguien va a tener que hacer algo para que deje de sentir esta frustración; para recuperar mi bienestar tengo que “tocar el timbre”, llorar, y el mundo, mi madre, pondrá su pecho en mi boca para satisfacerme, pues ella siempre siente empatía con este clamor mío y acude presta en mi ayuda.

De esta forma, el llanto del bebé, esa queja primigenia que lanzamos todos nada más llegar a este mundo, cumple una función fundamental: atraer a la madre en busca de alimento, de cariño, de protección; llamar su atención para que satisfaga aquellos aspectos que el pequeño no puede obtener por sí mismo. Su única responsabilidad, por el momento, será justamente esa: llorar, quejarse. Y decimos por el momento, porque será así hasta que llegue el día en que disponga de los recursos adecuados para afrontar de forma distinta la situación.

Cuando la madre intuye que el llanto de su hijo ya no es producto de una falta de recursos, de una indefensión honesta o de un dolor transparente –por ejemplo cuando pide que le lleve en brazos cuando ya sabe caminar–, ya no acude tan presta y empática como lo hacía meses atrás.

¿Qué hacer si la queja está instalada en nuestra vida?

Llegados a este punto alguien puede pensar que si la queja es una expresión de dolor, lamento, sollozo, etc.., todos, en determinadas circunstancia, continuamos caminando por la vida con el objetivo de que nos lleven en lugar de ejercitar nuestras piernas. Seguimos, en ciertos momentos –bastantes más de los que creemos–, tratando de que quienes nos rodean se movilicen para hacerse cargo de nosotros.

Pero cuando no asumimos la responsabilidad de nuestra experiencia sino que la delegamos en el otro para que nos ayude –sea la pareja, el jefe, la vida, Dios, la suerte, el destino los padres…–, nos convertimos en seres pasivos que viven las relaciones y todas las experiencias deforma unidireccional, tal como un lactante: el otro da o cuida y yo recibo.

Es importante que consigamos desarrollar conductas alternativas, nuevas formas de encarar nuestras necesidades que nos permitan una expresión de las mismas más responsable, saludable y madura.

Por eso, en este tipo de situaciones, pregúntate cuál es el mensaje que quieres transmitir con tu queja, cuál es la necesidad que se esconde en esa forma de expresión.

¿Necesitas sentir más muestras de afecto de tu pareja? Si es así, analiza cómo se lo haces saber: ¿es una expresión franca y abierta o, tal vez, una recriminación, una actitud victimista? Cuando descubras cuál es tu necesidad real, plantéate si quieres transmitirla de forma clara y honesta.

Recuerda que esta actitud promueve la empatía y el acercamiento, mientras que la queja provoca lo contrario.

Aprender a pedir, en determinados momentos, que necesitamos que nos lleven en brazos, lejos de convertirnos en niños dependientes, nos transforma en adultos responsables de nuestras propias necesidades. Al mismo tiempo, el hecho de mostrar una actitud honesta, de expresar nuestras necesidades auténticas, de responsabilizarnos de nuestra vida, nos dará algo que solo nosotros, y nadie más, puede ofrecernos, una manera más madura de estar en el mundo y de relacionarnos con los demás.

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