Tal y como expone Gustavo Dessal, "el amor es una invención feliz que nos permite tolerar nuestra propia existencia".
Los psicoanalistas sabemos que, como seres humanos, estamos destinados a convivir con el vacío de sentir que no estamos completos; lo que llamamos "la falta". Tolerar esa falta es precisamente uno de los esfuerzos más costosos que enfrentamos como personas; y después de una ruptura amorosa el sentimiento puede llegar a ser insoportable.
En algún momento todos hemos tenido que convivir con el vacío, con ese sentir de que no estamos completos, que nos falta algo o alguien para ser felices.
En otras palabras, y citando a Jacques Lacan, que el afecto está ligado siempre a nuestra relación con el otro, a aquello que nos constituye como sujetos deseantes. Es decir, deseamos precisamente porque hay algo que nos falta, algo que solo encontraremos en el campo del otro. Por ese motivo es en el campo del otro en el que el sujeto se funda.
Podemos sostener que somos, en lo que nos afecta y en tanto sujetos, siempre dependientes de ese deseo que nos liga con el otro y que nos obliga a no ser más que ese ser siempre desconocido y faltante.
Cómo duele el desamor
Escribe Catherine Millot en su libro O solitude (Editorial Gallimard) que muchas veces nos vemos confrontados con el hecho de no ser nada para el otro y que, cuando uno ama, este sentimiento puede confundirse con la muerte.
Por su parte, el escritor, antropólogo y pensador francés Georges Bataille afirma que el amor eleva el deseo de un ser por otro a un grado de tensión en el que la privación eventual de la posesión del otro o la pérdida de su amor no es experimentada menos duramente que una amenaza de muerte.
El sujeto que tan claramente aparece en el psicoanálisis, así como en la literatura, configurado por otro, lo que implica irremediablemente una dependencia frente a él, entiende del penar por el objeto amado perdido. Pero este sujeto aparece totalmente desdibujado en la psiquiatría de nuestros días, reduciéndose este a un usuario individual que no debería sufrir. De repente, la pérdida de un ser amado no debe ser triste, siendo la tristeza tratada como patológica y obligatoriamente medicada.
Cuando Freud nos habla en su obra Duelo y melancolía sobre el proceso de duelo, explica que este consiste en “la reacción a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente” y advierte:
“Jamás se nos ocurra considerar al duelo como un proceso patológico y someter al sujeto a un tratamiento médico, aunque se trata de un estado que le impone considerables desviaciones de su conducta normal. Al cabo de un tiempo desaparecerá por sí solo y juzgaremos inadecuado e incluso perjudicial perturbarlo”.
Aprender a vivir con el deseo y la falta
Así pues, el dolor ante la pérdida de la persona amada es inevitable, pero no patológico. Se trata de transitar el proceso; y hay varios conceptos que pueden ayudarnos a llevar a cabo este camino:
Darnos el tiempo necesario
Es imposible eludir un cierto lapso de tiempo (es estrictamente necesario) para que seamos capaces de desligarnos de esa persona u objeto amado perdido, a pesar de que este punto choca con la urgencia a la cual nos vemos obligados en la sociedad actual marcada por la inmediatez, completamente intolerante a la espera.
Volver a valorar nuestro yo
Diferentes maniobras a nivel consciente e inconsciente pueden ayudarnos a renunciar a ese objeto perdido, como dijo Freud, “desvalorizándolo, denigrándolo y, en definitiva, asesinándolo”.
Al final de este proceso, lo que en psicoanálisis llamamos el yo, es decir, nuestra identidad dicho de una manera sencilla, debería llegar a “gozar de la satisfacción de reconocerse como el mejor de los dos, como superior al objeto”.
Sin embargo, contra este proceso surge una oposición natural e innata del sujeto que consiste en que este no abandona ni renuncia fácilmente a su posición adquirida, aun cuando en muchos casos haya podido encontrarles ya una sustitución. El sujeto tiende a representarse el mundo como desierto y empobrecido, incapaz al inicio de sustituir al desaparecido y sustituirlo por uno nuevo que ocupe ese escenario.
Dejar de identificarnos con el otro
En general, reconocemos en el otro algo de nosotros mismos que nos atrae inconscientemente y lo elegimos. Dependiendo, lógicamente, de lo que busquemos especulativamente de nosotros mismos en el otro, realizaremos diferentes tipos de elección.
Eso, en último término, predispondrá a uno u otro duelo, más o menos intenso, dependiendo de si el yo queda más o menos dominado por el otro.
Comprender por qué lo sentimos así
Este proceso puede resultar un tanto complejo, puesto que se trata de abandonar la representación de esa persona amada, que como explica Freud “se halla representada por innumerables impresiones (huellas inconscientes)”.
Es decir, no existe una única representación del objeto amado, ya que esta representación es a su vez capaz de activar múltiples recuerdos que cada vez proceden de una fuente diferente. Y es que el objeto presenta un gran número de conexiones distintas con olores, sonidos, lugares, símbolos...
Si a eso se le suma, como sucede en muchos casos, que la persona amada ha intervenido en un suceso traumático, entonces el proceso se puede complicar todavía más porque probablemente este suceso traumático pueda estar reactivando otros recuerdos reprimidos en ella que también resultaron traumáticos.
Resolver el dilema
El gran enigma que solo resuelto permitirá que avancemos tras sufrir este tipo de pérdidas es comprender por qué esa persona es irreemplazable por otra, qué le otorga su valor y en definitiva qué hace a esta experiencia única, irreductible e irrepetible.