Desde la más tierna infancia, cuando comienzan la guardería, los padres ya reciben informes en los que, si el pequeño no se comporta de una determinada manera, se les va a remarcar los fallos del niño, aconsejándoles la visita a un especialista, si no son los mismos educadores emiten un diagnóstico de lo que le pasa al niño.
Otras veces serán los propios padres los que se quejen de que su hija o hijo son tal o cual cosa. La cuestión es siempre que el niño falla y hay que repararlo. Todo el mundo se siente con derecho a valorar psicológicamente la infancia.
Así, si el niño habla muy poco, será un TEA (Trastorno de Espectro Autista); si además juega siempre con el mismo juguete, será un TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo); si se mueve mucho y molesta a sus compañeros, será un TDAH; si es desobediente es un TDN (Trastorno Negativo Desafiante), que tiene como subtítulo “ansias de libertad”...
Y así un número incalculable de etiquetas, a las que se le añaden todas las combinaciones posibles, incluido el apartado de Trastornos no especificados.
¡Ríanse ustedes de los motes de antaño, de los que renegábamos porque hacían mucho daño a quienes tenían que soportarlos!
Se está produciendo una estigmatización infanto-juvenil generalizada, frente a la cual, después, paradójicamente, se hacen campañas publicitarias de desestigmatización para compensar la discriminación que comporta ese etiquetaje.
Pero resulta que el daño ya está hecho. Ninguna etiqueta diferenciadora es inocente y arrastrará consigo toda una serie de consecuencias negativas académicas, personales y sociales.
Por si fuera poco, estas valoraciones van acompañadas de sus correspondientes medicaciones, basadas en sustancias principalmente anfetamínicas y que se dirigen a cerebros que están en formación y desarrollo.
La “cocaína de los pobres” las llaman en el mercado negro.
Quién es el enfermo, ¿el niño o la industria farmacéutica?
Pero es que la industria farmacéutica mueve millones, y con el mundo infantil y juvenil y los psicofármacos se les ha abierto un campo inmenso y siempre en regeneración.
Las inversiones en financiar asociaciones de familias de afectados por tal o cual trastorno se multiplican, así como el apoyo de todo tipo que reciben muchos profesionales de la salud mental, juntamente con campañas publicitarias, más o menos encubiertas, dibujan un panorama en que todo son ventajas para quienes tienen acceso a sus fármacos.
Así aprovechan eventos nacionales o internacionales para presentar vídeos en los que las familias están la mar de felices desde que su hijo fue medicado con tal o cual sustancia, los hermanos y los padres están la mar de contentos, porque ahora el niño está muy tranquilo.
De esta manera se vende que la solución para ser felices es la de que el chiquito tome su dosis correspondiente, que el acceso a estas medicaciones debe ser un derecho y que ningún niño tiene que quedarse sin estos compuestos.
¿Qué pasa con los que deciden dejar la medicación?
Sin embargo, no es eso lo que transmiten las personas que son sensibles al estado emocional de estos pequeños o chicos etiquetados y medicados. Ellos hablan del cambio tan drástico que se produce en ellos. De que, cuando llegan al colegio con sus dosis matinales correspondientes, se quedan aislados, tan quietos que parecen muebles.
Son zombis que no interactúan o les cuesta mucho hacerlo. Eso sí, se centran en la tarea escolar, pero su vitalidad desaparece.
Algunos, si por algún motivo dejan de estar medicados un tiempo, son capaces de expresar:
“¡Profe, profe, estos días estoy muy contento y creo que es porque no tomo medicación!”.
La misma resistencia muestran todos aquellos que se les olvida tomar la pastillita, la tiran o la esconden. Ellos y ellas saben internamente que eso los paraliza y los entristece.
A medida que crecen van siendo más conscientes de todo lo que supone de incapacitación, frente a ellos mismos y frente a sus colegas, haberlos estigmatizado y hechos dependientes de sustancias externas. Su normalidad siempre estuvo en entredicho y ahora todo es juzgado bajo el prisma de lo patológico.
Nunca fue, ni será una persona normal, lleva un cartel puesto en la espalda, visible para todo el mundo y con él también un dilema interno frente a la vida: o sustancias psicotrópicas o inseguridad y angustia.
De la despreocupación por el interior a la falsa preocupación
En generaciones pasadas nadie se interesaba por su vida mental o emocional. A los niños se les consideraba como una especie de setas que nacían, estaban allí, se los cuidaba físicamente y se les implementaban los conocimientos básicos.
Nadie les preguntaba por su mundo interior. Nadie se interesaba en cuáles eran sus inquietudes, sus contradicciones o sus sentimientos. Solamente se apreciaba su aspecto externo. Si estaban limpios, saludables, bien vestidos y si su comportamiento general era bueno o malo, tímido o movido.
No existían muchas más categorías que se vieran desde el exterior y esto recubría la inmensa diversidad de personalidades de cada uno de los niños o niñas. Había una gran represión hacia todo lo que tenía que ver con el mundo íntimo, emocional, sentimental o psicológico.
Hoy en día lo psicológico sí tiene mucha importancia. Sin embargo, ¿no se está diagnosticando como si la niñez fuera una enfermedad? Se sigue observando su exterior, clasificando y etiquetando sin preguntar las razones o pensamientos que subyacen en sus comportamientos.
Estamos viviendo un nuevo desprecio del mundo interior de los niños, pero ahora catalogándolos como enfermas y pretendiendo convertirlos en puros robots obedientes.
No hacemos sino volver a reprimir lo más esencialmente humano: los sentimientos y los pensamientos que les acompañan, aunque estos sean imperceptibles.