Un caso real
Recuerdo claramente un episodio de cuando yo era niña en el que mi abuela, viuda de la guerra y con cinco hijos, desesperada por los problemas que se le acumulaban, dijo que ya estaba harta, que no quería vivir más y que se iba a tirar por una torrontera.
Ni corta ni perezosa, cogió la puerta y comenzó a caminar hacia las afueras del pueblo.
Como si fuera el flautista de Hamelín, nietos, hijas e incluso vecinas salimos tras ella para que no lo hiciera
Cuando llegó a destino, nos miró a todos, se dio media vuelta y no se tiró.
Estábamos allí porque la queríamos y la queríamos viva, con sus momentos altos y bajos, con sus faldones negros y su moño canoso, y lo entendió.
Otras veces se metía en la cama y no se levantaba ni para comer. Nadie se escandalizaba. Los familiares la cuidaban y venían a verla como si estuviera enferma. La animaban y cuando pasaban unos días, ella volvía a ponerse en funcionamiento, sin más.
Actualmente, cuando se habla de suicidios, siempre se piensa en un acto individual, alguien a quien se le cruzan los cables, pero que no tiene nada que ver con nosotros, ni con el tipo de sociedad que estamos creando entre todos.
¿Por qué hay tantos suicidios?
No es casualidad que en los últimos años haya habido un alarmante aumento de suicidios. Un 20% más desde el inicio de la crisis, cifra que ha duplicado a las muertes por accidentes de tráfico.
Algo está fallando a nivel colectivo. Si bien todo aquel que intenta quitarse la vida es porque se siente desbordado y no encuentra un lugar en este mundo, lo cierto es que los nuevos suicidas manifiestan un fracaso social.
Desde el adolescente que se siente rechazado en las redes, hasta el parado o desahuciado, pasando por quienes aún tomando antidepresivos siguen sintiéndose angustiados.
La cuestión de fondo es el nivel tan elevado de exigencia con el que se enfrentan y el escaso eco que encuentran a su alrededor.
En las últimas décadas hemos ido cambiando afectividad por efectividad contable
Las relaciones humanas se están gestando a golpe de silbido y bajo el látigo del éxito, eficiencia, competitividad, popularidad, acumulación y rentabilidad. Hemos ido trasladando los valores del mundo de los negocios a los vínculos afectivos y sociales. Los seres humanos somos sujetos sociales por definición y, dependiendo del tipo de relaciones que establezcamos entre nosotros, cualquiera de sus integrantes puede sentirse juzgado o excluido.
Encadenados a nuestra imagen pública
La vida se ha convertido en una gestión tecno-rentable donde amabilidad, comprensión y cariño son considerados “excesos”.
Todo comienza desde el nacimiento mismo: partos automatizados, incitación a la lactancia artificial y al despegue del vínculo madre-hijo, guarderías en edades cada vez más tempranas y técnicas de aprendizaje rígidas e iguales para todos. Jornadas escolares interminables que incluyen la comida y las posteriores actividades extraescolares.
Esto comporta una visión de los hijos y de su desarrollo a través de informes técnicos médico-pediátrico o escolares. Se produce así un trasvase del ámbito familiar y vecinal a un campo exterior lleno de reglas uniformes y globales donde la individualidad, las diferencias y, en el fondo, la persona, no tienen cabida.
Lo vemos en los adolescentes y su búsqueda de ser los más populares en el instituto y en el coleccionar likes en Instagram y ligues en Tinder. La alternativa es ser un “colgado” angustiado y deprimido, y de ahí pueden surgir ideas suicidas.
En estas crisis puede intervenir de nuevo un profesional que, recetando antidepresivos, coloca al sujeto frente a una sensación de que lo suyo no tiene remedio y que no logrará jamás salir adelante.
El círculo se cierra y la única idea que se fija en estas personas es la de quitarse de en medio y no sufrir, ni hacer sufrir.
Adiós a la intimidad
Este modelo no cambia en los adultos en una sociedad donde prevalece cada vez más no solo el “tanto tienes, tanto vales”, sino que o eres integrante de un sistema social exitoso y productivo o estás fuera de él.
Además, esta división se basa en si se tiene poder adquisitivo o no se tiene. Así, el sentimiento de pertenecer al grupo depende del número de cosas que se poseen (tarjetas de crédito, viviendas, coches...) o que se hacen (viajes que se realizan o número de restaurantes visitados) y que además se divulgarán por las redes sociales previa foto.
Posteamos nuestra vida y los que no pueden seguir ese ritmo de exposición en el fondo son, o se sienten, fracasados
De nuevo vemos cerrarse el círculo. Los sujetos, identificados con esa marginalidad, con ese residuo donde los coloca el sistema, sienten que ya no son nada y que, por tanto, han de desaparecer.
Atrás quedaron las formas de vida bohemias, alimentadas por la pasión. Todo se ha invertido, hemos cambiado el sentirnos internamente de acuerdo con nuestras propias peculiaridades e intereses y apreciando las de los demás, por un modo de vida rentable desde fuera y hacia afuera.
En este encuadre social, mi abuela no hubiera sido mi abuela, sino un cuadro psiquiátrico en el que la neutralización de sus “rarezas” hubiera acabado con su personalidad en aras de un “bien general” efectivo, neutro y limpio de cualquier afectividad familiar y comunitaria.