El aprendizaje de vivir no termina nunca

Desde el primer aliento vamos avanzando por uno de los caminos más bellos y complejos que ofrece la vida en la Tierra: el arte de ser humanos. Una senda de la que es tan fácil salir como volver a entrar.

arte de ser humano

La caricia de una madre, el azul del mar, el sabor de las cerezas, la mirada de un perro, la lluvia tras los cristales, el aroma del jazmín, la nieve en la montaña, la silenciosa noche, la risa de un niño, las lágrimas de un adiós… Pequeños tesoros en la mirada y el recuerdo, inventario de bellos instantes en medio de las brumas del tiempo.

Todos experimentamos situaciones, agradables o no, pero que nos interrogan acerca del sentido de nuestras vidas. Porque más allá de diferencias de edad, raza o género, los seres humanos somos esencialmente iguales, reímos y lloramos por cosas parecidas.

La actividad del recién nacido se limita a comer y dormir. Como si de una planta se tratara, va creciendo tanto física como anímicamente, en resonancia con la luz y el aire que a nivel psicológico son las emociones y los pensamientos. Hasta alcanzar, con los años, un mayor grado de comprensión de lo que significa vivir.

El aprendizaje continuo de la vida

El aprendizaje de la vida es algo que no termina nunca, pues son innumerables las experiencias que pueden darse.

Aunque venimos al mundo sin saber apenas nada, a diferencia de los animales que rápidamente actúan según sus instintos y de manera programada, con la ayuda de los que nos anteceden –padres y maestros– vamos tomando conciencia de un saber innato que solo hace falta despertar en nosotros.

Hay muchas definiciones de lo humano, una de ellas bien podría plantearse como la de un ser que se interroga acerca del porqué de las cosas. Ya desde niños nos hacemos muchas preguntas y así durante toda la vida. Se hacen preguntas por simple curiosidad, por ansia de saber o para encontrarse a sí mismo. Porque sabemos que ignoramos, y a la vez ignoramos muchas cosas que sabemos.

El ser humano es una "animal celeste"

En el simbolismo taoísta la realidad se define con una "gran tríada" constituida por la Tierra abajo, el Cielo arriba, y el Hombre en medio. Esta imagen no está alejada de la concepción medieval del ser humano como microcosmos o compendio del universo.

Los cuatro reinos de la naturaleza se hallan representados en nosotros. Hay una parte "mineral" o estructural, otra "vegetal" que corresponde a las funciones corporales automáticas y una "animal" o sensible que implica una conciencia en relación con el entorno. La parte propiamente "humana" está representada por la mente racional y la capacidad de autoconciencia. Materia, Vida y Espíritu, los tres niveles de la realidad universal, se manifiestan igualmente en nuestra individualidad.

Por eso podemos hallar rasgos que compartimos con los animales (necesidad de alimento, instinto de reproducción, agresividad cuando nos sentimos atacados), pero hay algo esencial y cualitativo que nos distingue de ellos: la conciencia del yo y la libertad de elegir. Esta facultad podemos utilizarla para el bien o para el mal.

El ser humano tiene una especial singularidad en medio de la naturaleza, como lo demuestra su posición vertical, el lenguaje tanto hablado como escrito, la capacidad de las manos para construir herramientas, así como el sentido del humor y de la estética, el hecho de enterrar a sus muertos esperando un más allá… Como dijo Heidegger: "La esencia del hombre consiste en que es más que mero hombre (…), más que animal racional".

Masculino y femenino

El género humano está representado por hombres y mujeres, que expresan lo masculino y lo femenino, a modo de polaridades opuestas y a la vez complementarias, como el yin-yang inscrito dentro de un círculo con los dos principios que se engendran mutuamente y que en su interior llevan la semilla de su contrario.

Así, en el cuerpo del varón hay también hormonas femeninas y en el de la mujer, masculinas, aunque predominen las propias de cada sexo. Los dos hemisferios cerebrales también evidencian esa dualidad, así como en general la simetría izquierda-derecha del cuerpo.

De modo que cada ser humano integra, en variada proporción, lo masculino y lo femenino. Según el momento y la circunstancia, un varón puede expresar una sensibilidad que suele atribuirse a lo femenino, y una mujer, una capacidad de lucha tenida por masculina. Y sin necesidad de que se pierda la identidad propia de cada género.

También en el ámbito psicológico de las ideas y emociones cabe distinguir entre dos formas de mentalidad: el pensamiento "lógico" y el pensamiento "mágico".

El primero corresponde al principio masculino: rectilíneo, conceptual, analítico, teórico. El segundo, al principio femenino: curvilíneo, imaginativo, amoroso, intuitivo, poético. Dentro de la filosofía griega, madre del pensamiento occidental, Aristóteles representaría la tendencia lógica y científica, mientras que Platón, la mágica o simbolista.

Hay personas en las que predomina una de estas formas de pensamiento, al igual que sucede socialmente en determinadas épocas de la historia.

La mentalidad femenina presenta analogía con lo telúrico, el mar, la fluidez, la vegetación, la voluntad de echar raíces. Mientras que lo masculino tiende al alejamiento, al andar o navegar.

En muchas tradiciones espirituales –por ejemplo la kábala hebrea, el sufismo islámico o el tantrismo hindo-budista– el "saber" es considerado masculino y la "sabiduría", femenina.

Pero ambos principios son necesarios para la vida y la sociedad, guardando un adecuado equilibrio. Porque, simbólicamente hablando, un exceso de lo masculino ("fuego") puede llevar a cierta rigidez o sequedad, y en el caso de que sea lo femenino ("agua") a un reblandecimiento.

La prueba del laberinto

La posibilidad de libre albedrío, que hemos visto caracteriza al ser humano, está en el origen de sus miserias y grandezas. Somos responsables de nuestras decisiones, para bien o para mal. Esa es la idea del karma, que nuestras acciones –actos, palabras o pensamientos– conllevan consecuencias que pueden ser positivas, negativas o neutras.

Dentro de la rueda cíclica del samsara en la que estamos según el budismo y el hinduismo, todo va cambiando continuamente, pues se suma el karma personal con el colectivo. Y a menudo es difícil prever los acontecimientos futuros dados los múltiples factores en juego. Al igual que va cambiando la situación en el tablero de ajedrez según sean los movimientos de las piezas.

Además de la rueda, otro simbolismo nos hace ver nuestra situación existencial, el del laberinto. El hecho de ser libres (aunque sea relativamente, ya que hay condicionantes que influyen en las decisiones) implica a menudo una situación de inseguridad y desconcierto. Esa mezcla de temor y excitación por superar la prueba que siente quien entra en un laberinto de un jardín.

A menudo escogemos en la vida caminos que nos obligan a retroceder, pero nos movemos sabiendo que hay alguno que lleva al centro. Esa certidumbre nos ayuda a seguir adelante y superar las pruebas. Saber que hay un centro, una salida a los problemas, nos conforta mientras nos movemos por nuestras circunvalaciones cotidianas.

La ley del karma es ineludible, cada acción implica una reacción. Pero esto no significa que no podamos compensar o neutralizar las malas acciones cometidas.

La práctica del budismo conlleva, por ejemplo, la posibilidad de ganar "mérito" espiritual para ir purificando ese karma negativo. Muchas prácticas religiosas tienen ese mismo sentido: hacer el bien y abstenerse del mal. Para que así sea más factible llegar al "centro" y poder salir del laberinto.

¿Qué es la autorrealización?

El camino de la felicidad implica, según Abraham Maslow en su célebre "pirámide", el poder satisfacer las diversas necesidades humanas. De manera jerarquizada, están primero las necesidades básicas o fisiológicas, como el hambre y la sed. Después vendría la seguridad física y mental. Cuando estas se satisfacen, podemos dirigir nuestra atención al amor y al sexo.

En el siguiente nivel se encuentran la estima de uno mismo y el éxito. Y en lo más alto estaría la autorrealización, por ejemplo a través del arte. Aquellos que alcanzan esa cota suelen gozar de buena salud psicológica, tienen energía vital, son personas reflexivas y realistas, disfrutan de la vida, tienen sus propios criterios y son sensibles a las necesidades de los demás.

Desde la perspectiva del Vedanta, Swami Dayananda expone que son tres las principales necesidades humanas. La primera es la búsqueda de seguridad (artha), por cuyo motivo queremos tener dinero, prestigio, poder. En segundo lugar estaría el placer (kama), las diversiones de todo tipo. En tercer lugar, el adecuado comportamiento (dharma), el discernimiento entre lo correcto e incorrecto.

Es decir, que la búsqueda de la seguridad y lo placentero puede ser del todo lícita si se equilibra teniendo en cuenta una ética basada en valores universales. Si, por ejemplo, para obtener riqueza y placeres hay que robar o matar, no puede considerarse aceptable.

Seguir un criterio basado en el dharma es más fácil y comprensible si añadimos a las tres necesidades mencionadas una cuarta, el fin último de la condición humana: la "liberación" (moksa), un estado de paz y plenitud.

¿Cuál es entonces el sentido de la vida? Pues vivirla, abrirse al mundo, disfrutar de lo bueno y bello, pero sin olvidar que el objetivo principal es madurar como personas y también espiritualmente.

Aspiramos a la felicidad, ¿qué es?

En general, buscamos la felicidad que, en otras palabras, es un "estar contento". Cuando decimos estar contentos queremos expresar no un estado de euforia sino una agradable combinación de alegría y satisfacción por algo que se ha cumplido adecuadamente. Pero esa palabra también alude a la capacidad de mostrar tranquilidad incluso en los casos en que no llega lo esperado.

Entre el desear y el conseguir intervienen a menudo factores ocultos o imprevisibles. A veces se gana y otras se pierde. Y eso era lo que aconsejaban los filósofos estoicos: no alterar el ánimo frente a lo inesperado o inevitable.

El contento es igualmente uno de los ingredientes de la felicidad y una buena actitud. Consiste en apreciar lo que se tiene en vez de anhelar lo que no se posee y sufrir debido a esa insatisfacción. Todo está en la mente, una misma experiencia es vivida de manera diferente por cada persona según sea su actitud.

Suele medirse el éxito por lograr metas que no están al alcance de cualquiera y llenan de prestigio. Pero subsiste el peligro de la decepción o incluso de la desesperación si no se consigue el objetivo. La sabiduría radica en hacer lo necesario para lograr lo deseado, pero manteniéndose un tanto al margen del éxito o el fracaso. En palabras de Giovanni Papini: "Todo hombre paga su grandeza con muchas pequeñeces, su victoria con muchas derrotas, su riqueza con múltiples quiebras".

Claves: amor y libertad

La vida es un aprendizaje, a través del tiempo y el espacio, para llegar a conocer nuestro verdadero Yo, el centro inmutable, distinto del ego y sus ataduras. Hay una sabiduría innata que puede ir desvelándose.

Pero no solo aprendemos a través de las experiencias placenteras, sino también de las que no lo son. Por ejemplo la muerte de un ser querido. Es difícil entender que la muerte no es del todo real y que en nuestro interior hay algo inmutable que no puede dejar de ser.

Como escribió Pascal: "¿Qué es el hombre dentro de la naturaleza? Nada con respecto al infinito, todo con respecto a la nada, un intermediario entre la nada y el todo".

La naturaleza se rige por leyes que no cambian: el agua discurre hacia abajo, la órbita de los astros sigue las fuerzas gravitatorias, los vegetales surgen de la tierra hacia el aire y la luz, y los animales se contentan con su comida diaria. Pero el ser humano huye de lo fácil y repetitivo, busca la novedad y el reto de superarse a sí mismo. Está en su naturaleza el amor por la libertad y también la libertad a través del amor. El descubrimiento de la unidad más allá de la aparente diversidad.

Decimos que la vida es o puede ser un arte porque el ser humano ama la belleza y la justicia. Y ambas se basan en la proporción y la armonía, al igual que la música, la pintura o la poesía. Así es como el Tao Te Ching describe el comportamiento de aquel que reconoce la unidad interior:

El sabio no actúa para acumular,
Cuanto más entrega a los demás
tanto más posee para sí.

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