Desde el miedo más atávico, ligado a la supervivencia, hasta los pequeños y grandes desasosiegos cotidianos, el miedo está presente en todas las etapas de la vida. Puede convertirse en enemigo o en aliado, es fuente de sufrimiento y motor de esperanza, y puede inspirar los actos más crueles y los más altruistas.
El miedo nos impulsa a hacer frente a la adversidad y a crecer con ella, nos nutre y nos curte. Y, sin embargo, ¡qué duro es! El miedo no puede superarse ni desaparecer pero sí es posible aprender a convivir con él de forma pacífica.
El miedo natural
El ser humano ha sentido esta emoción tan potente desde siempre. Ante cualquier amenaza, el miedo pone al organismo en alerta roja y lo activa, por así decirlo, para luchar o para huir, aunque también puede surgir una reacción de parálisis o inhibición si la vivencia es demasiado intensa.
El miedo es el responsable de que:
- aumenten el ritmo cardíaco y la presión sanguínea
- se acelere la respiración
- se incrementen la tensión muscular y la sudoración
- se detengan los procesos digestivos
- la mente esté más alerta
Los mecanismos fisiológicos que gobiernan esta respuesta residen en la parte más primitiva e instintiva del cerebro y del sistema nervioso. No se hallan, pues, bajo un control consciente.
Este conjunto de reacciones permiten no solo hacer frente a un enemigo, por ejemplo, sino también conducir con más cuidado, andar con prudencia al borde de un precipicio, cambiar de acera cuando un viandante parece sospechoso, realizar un examen o hacer una presentación en público.
Este miedo natural se manifiesta, asimismo, asociado a la pérdida importante –de partes de uno mismo o de alguien muy querido–; aparece también cuando una persona se ve sobrepasada y teme que la ansiedad, el terror o la locura se apoderen de ella.
La duda como compañera vital
El miedo nos enseña a ser humildes en el mejor de los sentidos. Soñamos con la tranquilidad que nos daría una vida sin ninguna duda. Y, sin embargo, la duda es quizá nuestra única certeza, puesto que todos los seres humanos podemos:
- Caer y levantarnos; descender y remontar.
- Sentirnos desbaratados y recuperar el equilibrio.
- Saborear el éxito y sufrir el fracaso (o ¡sufrir el éxito y saborear el fracaso!).
- Estar muy sanos y, a la vez, ser capaces de las neurosis más extremas.
- Tener momentos de miedo y lapsos de coraje.
La vida es agridulce. Entender que la experiencia humana es muy variada y confiar en que uno puede vivirla, estar con uno mismo y también con otras personas es la clave del equilibrio interior.
Beneficios del miedo
A diferencia de los animales, que solo reaccionan con miedo ante situaciones de peligro inminente y las suelen solventar con rapidez, los seres humanos son capaces de prever o imaginar amenazas futuras o hipotéticas. Y esas preocupaciones intangibles desencadenan en el organismo las mismas respuestas fisiológicas que el miedo asociado a la supervivencia.
Hoy se teme por la posibilidad de sufrir daño o de que lo sufran los seres queridos; asusta fracasar, no estar a la altura, no ser valorado, ser despedido del trabajo, abandonado por la pareja, contraer una enfermedad… En ocasiones el miedo puede surgir con fuerza en forma de crisis de angustia o paralizar; otras veces se transforma, de manera más o menos sutil, en obsesiones, fobias, dudas e inseguridad constantes, dependencias o problemas de relación.
Pero el miedo es, ante todo, una cuestión de medida. Un poco de miedo hace que uno pueda ser prudente y capaz de prever y sortear riesgos reales. Constituye un poderoso estímulo para el desarrollo y maduración personales.
También brinda el grado de activación fisiológica necesario para enfrentarse a los retos y circunstancias de la vida. Si un actor, por ejemplo, no sintiese el miedo adecuado antes de salir a escena, su actuación carecería de intensidad, no sería todo lo buena que podría llegar a ser. Sin embargo, si el miedo es excesivo, la persona no tendrá el empuje suficiente para realizar bien su labor.
El miedo al cambio
Si el miedo natural es el más relacionado con la supervivencia, el miedo al cambio deriva de la inclinación a apegarse al placer que se obtiene al lograr aquello que se desea –una pareja, un trabajo, un vehículo o, en general, una experiencia positiva–.
Un placer obtenido de fuentes externas a uno mismo es temporal y evanescente por naturaleza. Aferrarse a él como si la propia estabilidad dependiese de ello puede suponer por tanto un esfuerzo vano. Una relación, una situación, un trabajo nuevo, parecen ideales de entrada pero, al cabo de un tiempo, la ilusión tiende a desvanecerse: ya no resulta tan ideal, fácil o estimulante.
El retorno al estado anterior se antoja entonces difícilmente soportable y el cambio es vivido como una pérdida con la que uno no puede o no quiere conformarse. Eso impulsa a la persona a seguir buscando quizá otra relación, otro trabajo, otra ilusión con que seguir en el empeño de obtener la satisfacción "definitiva".
En este caso la paradoja radica en pretender hallar satisfacción, consuelo, seguridad o placer en objetos, personas o situaciones que, por definición, están destinados a cambiar. Dicho planteamiento implica además una visión muy condicional del ser humano. Es como si alguien se dijese a sí mismo: "estaré bien mientras tenga eso o aquello, mientras ocurra tal o cual cosa". Sin embargo, la vida y las circunstancias tienen sus propias leyes y caminos; rara vez llueve a gusto de cada uno.
El miedo de fondo
Pero incluso cuando las circunstancias externas colman nuestras expectativas la satisfacción puede faltar. Una persona que está disfrutando de cuanto desea en la vida puede sentir una punzada de malestar o incomodidad. Teme algo y no se permite sentirlo o reconocerlo plenamente.
Esto nos lleva al más existencial de los miedos: el miedo de fondo que nos confronta a la falta básica de estabilidad permanente.
Los elementos que conforman la experiencia humana están en constante cambio. El entorno, los pensamientos, los sentimientos, las sensaciones corporales fluctúan y se modifican sin que pueda establecerse un único momento en que no sea así.
Cada pensamiento, cada decisión, desencadena una serie de acontecimientos que generan una cadena ininterrumpida de efectos. El proceso es tan sutil y complejo que el sueño de lograr la estabilidad previendo el futuro o "deteniendo" el tiempo se desvanece como se desliza la arena entre los dedos.
Saber gestionar el miedo
Se quiera o no, el miedo forma parte de la vida. No se trata de erradicarlo sino de gestionarlo, de hallar la justa medida en su intensidad. Porque el miedo tiene dos caras: es una herramienta potente para sobrevivir y adaptarse a las inclemencias físicas, personales y sociales pero, a la vez, puede conducir hacia la agresividad si uno se deja llevar en esa dirección.
Entender qué incrementa el miedo y qué ayuda a aprender a convivir con él es un arte y también una de las claves de la felicidad.
La forma que adquiere el miedo en un momento dado puede variar, como diversos son también los motivos que pueden desencadenar una reacción de temor, de inseguridad o de ansiedad más o menos intensos.
En estos casos, la parte más primitiva del cerebro solo muestra dos tendencias que se viven con urgencia: evitar las situaciones objeto de temor a través de la huida, o bien luchar frontalmente contra ellas. Y si bien esta reacción biológica es plenamente válida ante un peligro patente, no lo es cuando el miedo ha sido generado por la propia mente y no se corresponde con la realidad.
Cuando se trata de gestionar el miedo, de no permitir que este interfiera en el vivir, ni haga que uno pierda oportunidades de mejora, lo primero que debe hacerse es, justamente, dejar de huir.
La evitación es lo que alimenta el miedo, lo fija y lo amplifica; sin ningún género de dudas, constituye el obstáculo principal.
Y, sin embargo, es lo que se intenta en primer lugar: liberarse con fuerza de los pensamientos y sentimientos molestos, erradicarlos, anestesiarlos, analizarlos para cambiarlos por "pensamientos positivos", ocupar el tiempo al máximo para distraerse y no pensar, aferrarse a la esperanza de que algún día se podrá vivir sin miedo, tratar de cambiar las circunstancias para sortearlo...
Todas estas estrategias, si bien resultan comprensibles, conforman la gran trampa que nos hunde más en la vivencia del miedo y que, paradójicamente, lo potencia.
Cómo sobrellevar una crisis de angustia
¡Que no cunda el pánico! Las crisis de angustia suelen aparecer de forma inesperada, acompañadas de una acuciante necesidad de escapar. Los síntomas somáticos de una crisis de angustia suelen ser:
- Palpitaciones
- Sudoración
- Temblores
- Sensación de ahogoofalta de aliento
- Sensación de atragantarse
- Opresión o malestar en el tórax
- Náuseas o molestias abdominales
- Inestabilidad o mareo
- Sensación de irrealidad o de que no se es uno mismo, de extrañeza
- Sensaciones anormales en la piel (hormigueo, adormecimiento, ardor...)
- Escalofríos
- Sofocaciones.
Y desde el punto de vista psicológico: miedo a perder el control o a volverse loco y miedo a morir. ¿Qué hacer?
- Respira durante unos minutos. Recuerda que la ansiedad intensa no dura siempre; prepárate para esperar a que remita cuando llegue el momento. No luches, no huyas; deja que la ansiedad transite por tu cuerpo.
- Espera. Cuanto más se intenta evitar o controlar la ansiedad, más se aviva. Por eso, espera, simplemente, a que tu organismo recupere el equilibrio por sí solo.
- Admítelo. Reconoce que estás experimentando una crisis de ansiedad. Se pasa mal pero uno no muere ni enloquece por ello.
- Ayuda. Si estás con alguien, pídele que te dé la mano y te acompañe en silencio o recordándote que la ansiedad intensa se puede atravesar.
La respiración antipánico
Cierra los ojos e inspira profundamente por la nariz contando hasta dos. Contén la respiración durante ocho segundos. Sin perder la concentración, comienza a espirar lentamente a la vez que cuentas hasta cuatro.
Repite este ejercicio tantas veces como te apetezca y te sientas cómodo.
Cómo convivir con el miedo
Se trata de entender que el miedo no es ni un enemigo ni una amenaza; que forma parte de la experiencia humana, aunque a veces se manifieste de forma tan dura o dolorosa. No es útil ni bueno rechazarlo ni rendirse a él.
Para transmitir esta idea se emplean distintas metáforas: "entablar amistad", "aprender a convivir", "invitar al miedo a ir con uno"… Lo cierto es que el mejor modo de ganarle terreno al miedo es encararse con él sin resistencia, mirarlo directamente, acogerlo –como se haría con un bebé atemorizado–, acunarlo y preguntarle con ternura: "¿Qué me estás queriendo decir?", "¿Con qué me estás confrontando?".
Y a la vez recordar que, como toda emoción, el miedo también surge y se desvanece hasta que uno se hace capaz de recuperar el aliento. Si es cierto que el miedo no puede desaparecer de la vida, no lo es menos que la capacidad de afrontamiento del ser humano es más potente todavía.
La fuerza de las personas estriba en su capacidad de hacer frente a la adversidad cuando esta llega, de resolver conflictos, de adaptarse a las circunstancias cambiantes, de anticiparse a muchos peligros y prepararse para ellos, de colaborar con otros para amplificar los recursos individuales, de observar los propios temores y de decidir cómo reaccionar ante los acontecimientos.
Pero, ante todo, de detenerse, bucear en el interior y descubrir que uno ya es completo en sí mismo, que no necesita de nada ajeno para sentir una verdadera plenitud, seguridad o estabilidad subyaciendo al cambio yala trasformación constantes.