Es una tarea lúdica y, sobre todo, moral: viajar nos limpia de toxinas el alma, les recoloca los muebles a nuestros sentidos y nos educa para la diversidad y la tolerancia. Viajar es, además, una tarea poética. Porque tanto el viaje como la poesía son conmociones íntimas que nos descolocan y nos invitan a reordenarnos de otra manera.

Viajar es hacer metáforas con los pies, con las manos, con los ojos, con el corazón. Una diferencia entre el turista y el viajero es que solo el segundo regresa a casa con canciones, versos o palabras resonando por su cuerpo (y haciéndole bailar) e iluminado su prosa cotidiana, su día a día.

Viajar para volver a creer en sí mismo, para encontrarle un sentido a todo. Viajar y recorrer paisajes lejanos para recorrer y viajar, sobre todo, los paisajes tantas veces olvidados y escondidos de la conciencia.

Viajar para conocer y para conocerse

Viajar para soltar lastre, para pesar menos, para descubrir la ingravidez de lo esencial (porque lo importante de verdad no aplasta, no hace daño), para romper las amarras que nos atan a un puerto (un modo de ser, un modo de estar), para experimentar la ligereza (de equipaje, de prejuicios, de inercias), para dejarnos llevar por la brisa como plumas.

Viajar para establecer un fructífero intercambio entre lo lejano y lo próximo y entre lo centrípeto y lo centrífugo, para ir borrando poco a poco las fronteras, para difuminar los límites, para enriquecerse con lo otro (pero no a costa de lo otro ni de los otros), para obligar a lo Real (dictatorial como todas las mayúsculas) a que deje paso a las realidades, que siempre son, por fortuna, plurales, contradictorias e irreductibles.

Viajar porque siempre hay una región que se nos parece y tenemos la obligación de descubrirla. El viajero genuino parte en busca de sí mismo y no regresa a casa hasta que lo consigue.

Viajar sin mapas en la mano o con mapas abiertos a la rectificación, al matiz, a la sorpresa, al amor imposible, al río no señalado, al volcán que se despierta (y a nosotros con él), a intensidades no descritas.

Viajar en el tiempo para desdecir sus opresivos calendarios y viajar en el espacio para tocar con nuestras propias manos las estrellas. Viajar para convertirnos en un reloj que nos obedezca a nosotros antes que a unas ciertas leyes matemáticas y en una nave dirigida por nuestros instintos, intuiciones, sensibilidad, gustos o necesidades.

Viajar para saborear, tocar, oler, sentir, escuchar. Viajar para respirar todo lo respirable. Viajar para callar desde todos los silencios y para probarse todas las palabras. Viajar para que el corazón no se ensimisme en sus laberintos emocionales y acabe dando la hora en punto de su infelicidad.

Viajar para darle cuerda a la vida. Viajar para jugar (y jugarse) la existencia sabiendo que solo así la existencia jugará con uno y se la jugará, llegado el caso, por él.

Una historia de viajeros

La protagoniza la madre del excéntrico escritor francés de finales del XIX y principios del XX Raymond Roussel.

Cuando falleció su marido compró un barco, metió dentro un ataúd (aunque tenía el presentimiento de que iba a morir durante la travesía, al final lo usó como guardarropa) y ordenó al capitán que pusiera rumbo a la India.

Después de un largo periplo una mañana este le anunció que por fin habían arribado a su destino. La señora Roussel le pidió que echara el ancla a una distancia prudente y que le prestara unos prismáticos.

Al cabo de unos minutos exclamó "¿Eso es la India? ¡Regresamos a Francia, capitán!".

¿Qué es lo que vio? ¿Que quemaban a los muertos? ¿La indumentaria? ¿Las calles abarrotadas? ¿Algún animal como el elefante o un grupo de monos o niños jugando con ratas (el juguete del pobre, según el poeta Baudelaire) o perros sarnosos? ¿Letreros en un lenguaje que no podía interpretar? ¿Algún conocido indeseable de la lejana Europa paseando por el muelle? ¿El fantasma de su marido?

Lo que, en realidad, vio la señora Roussel o lo que no vio, para ser más exactos, fue a sí misma. No se reconocía ni encontraba ninguna referencia que le pudiera ayudar a integrar ese desconocimiento.

Era una turista antes de la era del turismo masivo: si hubiera visto muchas señoras Roussel con sombrillas, prismáticos (un instrumento, como las modernas cámaras digitales, útil para no permitir que lo distinto se acerque, para dejarlo todo a una distancia de seguridad y de higiene), criados, guías, trajes de boutiques europeas y abundantes botiquines de urgencia, es más que probable que no hubiera sentido ningún escrúpulo en desembarcar para unirse a ellas.

El buen viajero, en efecto, se felicita de no estar (todavía) en el lugar que visita, en no ser del lugar, único punto de partida para un intercambio fructífero, entre lo lejano y lo próximo.